Continuando de paseo por las comarcas interiores de nuestro ser, nos encontramos con un personaje muy peculiar: el superyó. Esta voz interior, que dialoga harto con el yo, es la encargada de la moral, de dictaminar lo que está bien y mal en nuestros actos y pensamientos, y una de sus funciones más importantes es la de generar el sentimiento de culpa o mala conciencia en nuestro yo (¿lo conocen?). El buen funcionamiento del superyó hace que una persona sea responsable, aseada, trabajadora, que diga la verdad, en definitiva, que se atenga a las normas morales establecidas. Como símil pueden citarse muchos dibujos animados, donde se les aparecen a los personajes un angelito y un diablito flotando en torno a sus cabezas. El superyó es el angelito. Nos premiará, haciéndonos sentir orgullosos, si realizamos buenos actos y nos castigará si, por el contrario, nos portamos mal (sí, como nuestros padres en la infancia y la ley en la adultez). Así funciona cuando está equilibrado. Ahora bien, existen numerosas ocasiones en que el superyó puede aparecer alterado, exacerbado y severo (más visible en depresiones y obsesiones).
Detengámonos un poco en los dichos de esta voz. ¿Qué nos pide? O, más precisamente, ¿qué nos demanda? Siempre son frases que uno se dice a sí mismo (como a un otro) cuando se exige o reprocha. Suele ser un proceso no muy consciente, ya que está automatizado desde la infancia. Ahora bien, será de gran importancia analizar si estas demandas internas son acordes o no, es decir, justificadas, si son factibles o descabelladas y también en qué medida se encuentran en sintonía con nuestros deseos. El efecto será una mayor intervención del yo como árbitro.
Una persona me relató el siguiente incidente: era domingo, estaba solo en la cocina de su casa y sufría una resaca importante; de pronto, comenzó a criticar su relación con el alcohol, a sentirse irresponsable, muy desgraciado, y una cadena de reproches de todas índoles lo fue acorralando. La voz interna le dijo: «¡Mira la edad que tienes! A estas alturas ya deberías tener una casa y un trabajo mejor. Mira Juan, tres años menor que tú, que ya tiene su casa. Deberías comprarte una casa y un auto». Esta persona, familiarizada con el ejercicio de analizar estos dichos, reparó un momento en el pedido de su superyó y se dio cuenta de que en realidad no deseaba un auto. «Una casa puede ser, pero un auto no lo necesito ni tampoco lo deseo. No me gusta manejar y aquí (en Berlín) no se echa de menos un auto para trasladarse. Hay muchos servicios de transporte y, aparte, ando en bicicleta. Entonces, ¿por qué me exijo tener un auto?». Y la respuesta no se hizo esperar: «Largué una risotada enorme, desquiciada, llena de placer al comprobar la jugarreta que me estaba pasando el superyó. El estado de obsesión y terror cedió de inmediato, como arte de magia». Se estaba autoexigiendo algo que no deseaba, atenti.
Maximiliano Luis Freites
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Licenciado en Psicología en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Desde el 2008 vive y atiende su consultorio en el barrio de Neukölln, Berlín. Escribe de a ratos. En enero del 2021 publicó su primer libro de relatos “La mueca de la hoja” (Editorial Abrazos)