El cielo se estaba pintando de atardecer; el hombre levantó el frasco más arriba de los ojos y confirmó que ya se iba a acabar, se le dibujó una mueca y pensó que con lo mala que estaba la cosecha estaría sin loción mucho tiempo. Echó un poco del líquido en la mano y se restregó el rostro surcado; aunque la mano ya no estaba húmeda siguió refregándose la camisa. Frente al espejo turbio, pero menos viejo que él, se sintió radiante. Se puso el sombrero y salió al patio; desde la puerta de la cocina la mujer le ofreció café, él lo rechazó dándole un beso en la frente.
—Voy donde el compadre. No me demoro.
La mujer le devolvió una sonrisa mientras lo veía alejarse por el camino, lo vio cruzar el broche y estuvo segura de que tardaría en regresar. Entró en la cocina, espantó al perro que remolineaba cerca de las ollas reposadas en el piso; descolgó el canasto del pan que pendía del techo en un alambre hollinado. Allí estaban todos los ajíes que había recolectado desde hacía ocho días, sabía que allí guardados él no los descubriría. La tarde se le fue despichando ajíes sobre la batea de piedra que le diera su abuela cuando se casó; tanto le ardía el corazón que no sintió el vaho del ají.
Recelosa llegó la noche. Terminó con todos los ajíes, empacó la pasta hirviente en una bolsa y la escondió en el canasto; lavó las piedras y se sentó a mirar el camino mientras tomaba café; con los dedos rojos, acarició el lomo del perro y, como en todos los momentos de congoja, le agradeció que fuera su sombra.
El hombre llegó, no pudo ocultar el regodeo, y no le importó. La mujer, con un poco de esfuerzo, le sirvió la comida y se sentó a su lado, le mintió, le dijo que ya había comido; en silencio contempló cada gesto del hombre que sorbía la sopa. Lavó los platos, le acomodó el costal al perro y se fue con el hombre a dormir.
Al otro día, al terminar la jornada, el mismo ritual se repitió frente al espejo; el hombre se volvió a desilusionar ante el concho de loción, se volvió a refregar la camisa con una mano que ya no impregnaba nada, se volvió a sentir —pese a las canas— alborozado ante su reflejo, y se volvió a poner el sombrero. La mujer volvió a escuchar la misma despedida.
Cuando el hombre cruzó el broche, la mujer, cautelosa, lo siguió. Él, presuroso, caminaba un tramo y ella, sibilina, recorría el mismo. En la falda de la pequeña colina el hombre se detuvo, entornó los ojos y enfocó el horizonte. La mujer se agazapó tras el cachimbo, vio la lozanía del hombre que ascendía por la pequeña colina; el hombre inspeccionaba la explanada y allá arriba la casa de techo oxidado. Se quitó el sombrero y lo comenzó a agitar de izquierda a derecha. Llegó el perro, la rabia le había impedido a la mujer recordar que era su sombra. El hombre, sorprendido, volvió los ojos sobre el camino; la mujer se incrustó al cachimbo. Él continuó agitando el sombrero mientras acariciaba el lomo del perro. La mujer lanzó los ojos sobre el otro filo de la montaña, avistó la casa de techo oxidado, vio a la mujer salir; Dorotea extendió los brazos y juntó las manos, las conservó unidas mientras las subía y bajaba. El hombre se puso el sombrero y descendió por el camino a la quebrada.
El perro siguió al hombre, pero él lo devolvió lanzándole piedritas; el animal retornó al cachimbo y también la mujer lo ahuyentó. Corrió silenciosa hacia el camino por donde se había escurrido el hombre, luego subió el peñasco y desde allí continuó vigilando. Vio al hombre llegar a la quebrada, lo vio abrazar y besar a Dorotea, y lo vio conducirla cariñosamente tras la roca grande, más allá del puente. Quiso volver a la casa, pero las piernas le temblaban; se sentó sobre las hojas secas y empezó a trazar caminitos de tierra; cuando ya había suficientes volvió a clavar su mirada sobre la roca, vio que Dorotea ascendía por la colina. La mujer se incorporó, y con las piernas aún temblorosas corrió hacia su casa, tomó el pilón de madera, le echó dos tazadas de maíz y empezó a machacarlo con fuerza.
El hombre llegó jovial, escuchó la respiración fuerte y agitada de la mujer, contempló las grandes gotas de sudor.
—Los pollos mocitos ya no quieren tragar maíz entero— sentenció ella antes de que él preguntara.
Al día siguiente, el hombre terminó la jornada, al llegar al broche la mujer lo recibió con una botella de aguapanela y cuatro hojaldras empacadas en una bolsa de harina.
—Mijo, pasó el Juancito, que se vaya rapiito donde su hermano, que El Colimocho tiene gusaniao un casco, que él tiene toda la medecina allá pa ́ ponele, que vaya uste nomás a ayudale a curalo y a inyetalo.
El hombre le entregó el azadón y los costales, sorbió cinco tragos de aguapanela y se fue por el camino estrecho.
Antes de que el atardecer empezara a pintarse en el cielo, la mujer bajó el canasto, sacó la pasta de ají y la metió en la jigra; alistó el rejo, se ató bien el cabello, se puso la camisa, los pantalones, los zapatos y, por último, el sombrero. Esta vez recordó su sombra y lo amarró en la cocina.
En la falda de la pequeña colina la mujer escondió la jigra y el rejo. Ascendió el montículo, inspeccionó la explanada de la casa de techo oxidado; se quitó el sombrero y lo comenzó a agitar de izquierda a derecha. Dorotea hizo la seña y empezó a bajar por la colina. La mujer se puso el sombrero, recogió la jigra y el rejo, y corrió por el camino de la quebrada. Pudo llegar antes de Dorotea y se escondió tras la roca grande; tuvo tiempo suficiente para embadurnar de ají el rejo. Escuchó las risitas entre cortadas, sintió las pisadas cerca de la roca y antes de que Dorotea pudiera verla, se abalanzó sobre ella y le descargó el rejo sobre la espalda. Dorotea cayó mientras la mujer le fueteaba las piernas, la espalda, la cabeza, los brazos. Dorotea aullaba.
— ¡Vagabunda!— Le gritaba la mujer.
Cuando se sintió cansada, exhaló con fuerza, se puso el rejo bajo el brazo y sacó la pasta de ají de la jigra. Sobó la bolsa y fue colocando emplastos de ají sobre las heridas más sangrantes.
En la quebrada, la mujer lavó el rejo y se limpió las manos. Y, pesada y ligera, placida y rabiosa, regresó a su casa. Se cambió, dobló el pantalón y la camisa, colocó los zapatos encima y tapó todo el montón con el sombrero; cogió el montón, entró a la cocina y lo puso sobre la silla del comedor, al lado puso el rejo; desató al perro, se sirvió café y se sentó a mirar el camino. Con los dedos rojos, acarició el lomo del perro, mientras esperaba al hombre.
Annie Giselle Montenegro
Annie Giselle Montenegro (Popayán, Colombia, 1985). Licenciada en literatura y máster en Cooperación al desarrollo. Finalista del V Premio Nacional de Cuento (2016) y del VI Premio Nacional de Cuento (2017), organizado por la Fundación La Cueva. En 2018 ocupó el primer puesto en el XVII Concurso Literario «Escritores Autónomos» y en el Concurso de cuento corto «Cuentos cortos para esperas largas» Quinto Festival de Literatura de Pereira (Felipe). Además, en ese año también ganó la una de las becas otorgadas por la Secretaría de Cultura de Santiago de Cali; gracias a ello publicó su libro de cuentos Días de infortunio.