Querida hermana,
la lluvia irrumpió en mis oídos esta madrugada, me despertó de golpe y me llevó al balcón, pensé en los almohadones que se estarían empapando y salí a rescatarlos. Pero no estoy segura de que haya sido esa la razón que levantó mi cuerpo de la cama con tanta presteza. Me encontré corriendo los almohadones sorprendida de mi acción. ¿Estaba yo durmiendo? ¿Qué tanta urgencia me despierta de esta manera arrebatada? No sé, hermana, quizá tengo una voluntad en el estómago que me impulsa al rescate de alguna cosa, al cuidado de alguna razón desprotegida. ¿Por qué vivo en esta ciudad? ¿Qué es lo que de mí existe entre estas calles grises? A veces vivir suena como una lata caída en un pozo vacío. Plac. Algo así, seguido de un eco silencioso entre las paredes oscuras. ¡Ay, cuánta vida hay en un pozo vacío! Me asomo y me asombro.
Hermana, ayer por la noche fui a un festival de música y bailé con mi alma. “Estos tambores afros evocan los espíritus “, me dijo. “A ver, alma, evoquemos nuestro espíritu “, le respondí, “quiero que baile con nosotras “. Y vino, y bailamos como ridículas. ¿Sabías que los esqueletos ríen? Mis huesos chocaban con los de los otros, y sonábamos todos juntos algo así como nuestra muerte, ¡y era una gran fiesta! Ay, no sé, hermana, por qué tanto lloro cuando lloro, pero tampoco sé por qué tanto río cuando río, y cuando tanto bailo, y cuando tanto te escribo, y cuando no escribo, y cuando no sé dónde existo, y cuando sí lo sé, como hoy, en un despertar repentino durante un trueno matutino, en una carta escrita en los albores de otro día, y pienso en vos, en las ganas que tengo de compartir torta y café, a escondidas de la gente que todavía sueña, riéndonos junto a los pájaros cantantes, oliendo el aroma de esta tierra húmeda, fértil, partiendo de risa nuestras caderas.
Ah, recuerdas, esa noche cuando me hablaste de dios, tiradas en la cama, mirando más allá del techo, y me dijiste que podía ser un águila, dios, o una estrella, o el agua, o una piedra. Crucé el umbral de mi consciencia, esa noche, y vos fuiste mi guardiana. Luego sufrí la desilusión del afable anciano de barba blanca que vivía sobre las nubes, con su túnica blanca y su cómodo bastón. Pude finalmente oler el excremento de mis padres, sus discrepancias, sus falsedades, sus limitaciones que se habían vuelto las mías, sí, y tuve que vestirme como un varón, tal como deseaban que hubiese nacido, y colocar un pene entre mis piernas y caminar con los testículos colgando por fuera. Me vi en mis sueños arrastrar mi barco sobre el maldito cemento, mientras creía haber estado navegando en la vigilia sobre el mar, pero no, y tuve que recuperar las llaves de la puerta de mi casa, y aprender a cuidarlas. Me odié a mí, me partí el corazón, para intentar volver a amar cada gota, cada miga, y poder agradecer por cada pizca de luz y dicha.
Tuve que conocer mi pena y, hermana, confieso que también te he odiado. Cada vez que volvías con ese hombre, yo me sentía profundamente engañada. Después de todos los golpes, después de todas las amenazas, las denuncias, las tensiones, ¿cómo podías seguir cayendo en la misma red una y otra vez? Lo tomé personalmente, hermana, estaba convencida que lo hacías para herirme, para castigarme por creer en mi propio juicio, por haber condenado a un hombre que, desde el primer momento en que me hablaste de él, sentí y supe, que te estaba metiendo una peligrosa trampa. Y te lo dije, y mi juicio te hizo sentir humillada, y me castigaste para hacerme sentir lo que era ser la víctima de otra persona. “Sos muy dura”, me decías, “es un chico que ha sufrido mucho, en el fondo, es un hombre bueno”.
Hermana, nunca fui tan libre como cuando dejé de enamorarme de mis hijos, de tratar a mis parejas como niños, de esparcir mi leche a los demonios. Es decir, cuando me di cuenta de que seguía cometiendo incesto, una y otra vez, y estrangulaba a mis hijos con el cordón umbilical que no quería cortar.
Te suelto, vieja hija. No te he odiado a ti, he odiado el odio que tenía adentro.
¡Con cuánto cariño!
Te escribe,
tu hermana.
Antonella Lis Vigilante
Nació en Buenos Aires y allí vivió hasta los 9 años, cuando se mudó con su familia a Avellino, una pequeña ciudad italiana. Hace 7 años vive en Berlín, donde padeció un grave estallido de expresión que la llevó a dedicarse más intensamente a sus escritos y a la fotografía. Sus trabajos son fruto de aquellos sueños tan lejanos como son sus ilusiones, y tan presentes como es el deber de personificarlos.