El sonido del silbato chillón y brusco anuncia la llegada del tren. El sol madrugador saca destellos a la superficie metalizada mientras esta avanza lentamente por la vía. Alrededor, la tierra árida y sedienta recibe en un estremecimiento su paso atronador. Una solitaria maleta de cartón en el andén vacío, es el testigo mudo que le da la bienvenida; la mano vacilante levanta sin esfuerzo la maleta del suelo, dentro, las escasas pertenencias se mueven en un vaivén. Julio dirige lentamente sus pasos hacia su compartimento en el tren, antes de subir, vuelve la espalda y contempla cómo a lo lejos, las casas blancas de ventanales dormidos parecen darle la despedida. El pueblo que le vio nacer quedará atrás dentro de unos instantes y delante de él habrá un largo camino que le llevará a una ciudad extranjera en Alemania.
El lento traqueteo del tren y el intenso calor del verano andaluz adormecen la consciencia de Julio y su mente inquieta evoca los acontecimientos de los últimos días. Una risa alegre resuena en sus oídos, ella parece aún más morena bajo el velo de tul blanco, y avanza con pasos livianos del brazo de su padre por el estrecho pasillo. Después, la celebración del banquete, solamente unos pocos embutidos y algo de pan sobre la mesa, y alrededor mucha alegría, que oculta por unos instantes sus verdaderas emociones. Cuando ambos cortan el pequeño pastel de bodas casero, sus miradas se cruzan cómplices, a partir de aquel momento caminarían juntos uniendo sus destinos. Siempre habían vivido los dos en la escasez y sabían que cuando se casaran no podrían formar una familia en el pueblo con un mísero sueldo, tendrían que irse lejos. Julio asoma su curiosidad por la ventanilla, el paisaje conocido ha cambiado en una metamorfosis su colorido, el traqueteo del tren parece tranquilizarle y llevarle hacía el sueño del recuerdo. Fueron dos días de luna de miel felices, una pequeña pensión los alojó en la capital. La Granada de los Nazaríes les envolvió con su magia de otros tiempos, pasearon por el embrujo de la Alhambra sus ilusiones, y vivieron cada instante cómo si fuera el último, en un intento de olvidar el viaje que muy pronto les separaría y no sabían por cuanto tiempo.
Julio abre los ojos y con la manga de la chaqueta borra las lágrimas que furtivas se escapan. Es grande la pena en el corazón del que abandona y deja atrás su tierra, su gente. El hombre de rostro moreno destaca entre el gentío de la estación de tren alemana y allí de pie, Julio permanece inmóvil y confundido, sin saber hacía donde dirigirse. A su lado un hombre en uniforme le habla: “Was ist los?”, Julio lo mira sin entender, pero comprende que debe ser un policía que le pregunta si le ocurre algo. De su bolsillo aparece un papel doblado con la dirección a la que debe dirigirse. El policía sonríe: “Naja, ein Gastarbeiter” y le indica que le siga. En el mostrador de aduanas un funcionario de cara inexpresiva le pide toda la documentación, el pasaporte, el permiso de trabajo, informe de penales, comprobando que no tenga antecedentes penales, en su país, la España de 1960, un país en dictadura. El matasellos deja su marca de aceptación en cada papel y Julio ya es un “Gastarbeiter” un trabajador invitado. De nuevo aquel amable policía le señala que le siga y ya fuera de la estación de tren le indica el autobús que le llevará a su destino, el policía, en un gesto de despedida, toca la gorra con sus dedos. Julio sonríe agradecido, y piensa que a pesar de ser un país extraño la gente es muy amable.
Subido en el autobús que le llevará a su lugar de trabajo, Julio se sienta sólo, sin compañero de viaje, con los ojos muy abiertos espera la señal del conductor que le avisará de la llegada a su punto de destino. El crepúsculo ya se anuncia cuando Julio desciende del autobús, frente a él, un gran letrero le indica el final de su camino, la empresa en la que día a día se ganará el pan y el suficiente dinero para enviar a su esposa Dolores. Julio dirige sus pasos hacía una casa frente a la fábrica, allí encontrará alojamiento, toca el timbre y espera. Tras la mirilla de la puerta un ojo receloso le escrutina y transcurren unos pocos minutos hasta que la puerta se entreabre. Una anciana asoma tímidamente la cabeza y pregunta: “Was wollen Sie?”, Julio no entiende, sólo desea descansar de su camino y le muestra su permiso de trabajo. La anciana le deja pasar y le indica que suba las escaleras que le separan de su cuarto en la buhardilla, el equipaje de Julio es ligero, sólo la melancolía en su corazón hace su carga pesada. Al final de la escalera una puerta abierta deja entrever el escaso mobiliario, una cama con cabezal de hierro, una mesita y un estrecho armario de nogal. Julio se sienta en la cama y esconde el rostro entre las manos, esas cuatro paredes serán el único refugio durante los próximos meses y la desesperación parece envolverlo todo. Su mano derecha, temblorosa coge del bolsillo de su chaqueta la foto de su mujer, cuando aparece ante él el rostro amado, llora lágrimas de melancolía. Julio despierta sobresaltado, por un momento creyó oír el sonido tan familiar del gallo que cada mañana y a la hora de costumbre le devolvía del sueño de la noche, la maleta sin deshacer en el suelo le dice que ya no se halla en su humilde pueblo, que está lejos, y su traje arrugado le recuerda que durmió con él puesto.
Julio camina decidido, tan sólo unos pasos le separan de la entrada de la fábrica, en ese recinto podrá ganar el pan de cada día. Dentro, el dueño de la fábrica le tiende la mano en señal de bienvenida, es un alemán alto y corpulento de cara sonrosada y afable. Julio no ha entendido nada de toda la charla de bienvenida, y por los gestos señalando a un hombre enjuto, comprende que será el encargado de enseñarle el trabajo. El camión frente al almacén, lleno de hierros pesados para descargar, espera los brazos y la espalda fuerte del hombre que llegó del pueblo, de otro país para transportar su carga. La sirena de la fábrica en su ulular insistente saca a Julio de la abstracción, no conoce el significado de aquel ruido ensordecedor, el encargado que no ha dejado de observarle un sólo instante, se acerca y por señas que indican un lenguaje común y universal le hace entender que es la hora de comer.
Julio camina sin rumbo por las calles del pequeño pueblo de Lütringhausen, las
casas bajas de tejados de pizarra azul no se asemejan a las de su pueblo natal, aquí todo parece haber sido construido de nuevo, las calles son anchas y pavimentadas, el paisaje de verde césped brilla bajo el tibio sol del verano en Alemania.
El león de piedra de la fuente observa a Julio atentamente, mientras el agua brota de sus fauces en su continuo fluir, es el testigo mudo de la figura solitaria que come su amargo bocadillo sentado en un banco de un parque, de un país que le es ajeno y que le separa tantos kilómetros de su tierra.
Mientras en el pueblo español, Dolores, su esposa se siente hoy triste, esos mareos al levantarse y los vómitos matutinos le hicieron presentir la vida que empezaba a crecer en su interior, está embarazada y su esposo lejos, nada sabe.
En Alemania, Julio aparta con el dorso de la mano un mechón de cabello rebelde que cae sobre su frente empapada en sudor, la espalda forma un arco que se tensa fuertemente ante la pesada carga de la caja de cartón repleta de hierros que esperan su transformación en la fábrica. Por la tarde llama a su esposa y la mano se aferra fuertemente el auricular del teléfono, no puede dar crédito a lo que acaba de oír de labios de su esposa, leves lágrimas de alegría y sorpresa resbalan por sus mejillas. Ahora tiene las fuerzas renovadas para luchar, su hijo no tendrá que pasar tantas calamidades como el pasó en su infancia, él trabajará duro para darle un futuro mejor.
Si la vida de mis padres fuera una novela, probablemente así tendría que ser narrada, este relato forma parte también de mi historia, mi madre y yo nos trasladamos a Alemania, viví allí mi infancia hasta los diez años, cuando mis padres decidieron volver a España, puesto que a mi madre se le llenó el corazón de melancolía y nostalgia, de su tierra y de sus padres. En Alemania me decían “Die kleine Maria”, a pesar de los años transcurridos, siento ese país como mío y en lo más profundo de mi corazón, siempre seré la pequeña Maria.
Trinidad Entrena Rodríguez
Nace en el pueblo de Piñar, Granada, país España, en 1964. El año 1966, con dos años, emigra junto a sus padres a Alemania. Vive su infancia en aquel país hasta los diez años, por eso siempre lleva Alemania en el corazón. Cuando las musas la visitan, escribe relatos cortos. Le publican un relato corto, junto a otros finalistas en los premios literarios de Constantí 2005 (Tarragona). Le otorgan el primer premio por un relato, en narrativa castellana, en los Juegos Florales de 1997 en Barcelona, España, así como el segundo premio en narrativa castellana por un relato sobre la Diversidad cultural y la igualdad.