Temidos por niños y ancianos, odiados por automovilistas e incomprendidos por el resto de los ciclistas, los renradfrics son especímenes berlineses que en los últimos años han ganado una considerable presencia en el tráfico de la ciudad. Sus rasgos distintivos son esas bicicletas de carreras de peso pluma, no llevar casco ni luz, y exhibir una franja de mugre que les queda en la espalda cada vez que llueve —puesto que tampoco usan guardabarros.
Con un alma trasplantada del Tour de France, los renradfrics hacen de Berlín su pista privada de ciclismo amateur: desconocen así los semáforos en rojo, ignoran la preferencia de paso y adoran rebasar vehículos motorizados. Sucede que, en su cosmovisión, acelerar es vivir y frenar es morir. Y quien no comparta este punto de vista, bueno, mejor que se aparte.
Es cierto que, en Berlín, los índices de accidentes de tránsito que involucran ciclistas están en aumento. El año pasado hubo un total de 745 personas gravemente heridas, de las cuales 18 perdieron su vida. Se estima que, en una de cada tres muertes ocasionadas en este contexto, estuvo implicado un ciclista. La mayoría de las veces son atropellados por camiones que no los ven al doblar; en otras ocasiones, ellos mismos generan los accidentes al meterse por la calle y serpentear entre los autos. Seguramente no todos, pero es posible que muchos de estos ciclistas hayan sido renradfrics.
Cuando dejé de ser estudiante y ya no pude disponer del glorioso Semesterticket (el abono semestral de transporte público para los estudiantes de aquí), yo también me convertí en «ciclista». Lo digo así, entrecomillado, porque uno no se monta a una bicicleta para demostrarle al mundo que el espíritu competitivo y la resistencia física son el sentido de la vida. No; yo ando en bici porque me parece más rápido y agradable que el metro berlinés. Y el hecho es que, a medida que he incursionado en el mundo del ciclismo, siempre he querido tener una charla con los inclasificables del gremio, a saber: los renradfrics.
El viernes pasado, después de haber ido a una fiesta accidentalmente lisérgica, volvía por la Sonnenalle a altas horas de la madrugada. De pronto divisé a un renradfric que iba, naturalmente, a máxima velocidad. Sin pensarlo dos veces, paré un taxi y le ordené al conductor que «siguiera al desgraciado», pero el señor no entendió la orden y me expulsó del auto. Por suerte alcancé el bus M41 que justo estaba detenido en la parada, me subí, y cuando alcanzó al renradfric, le grité desde la ventana «¡eh, puto!», pero el velocista ni se inmutó. Ya totalmente fuera de mis cabales, me fui con el chófer y le pedí por el amor de Dios que pegara un volantazo para atropellarlo. Me expulsaron de nuevo, aunque esta vez casi llaman a la policía.
Ya sólo y abatido, sin ninguna posibilidad de entablar mi anhelada conversación con el renradfric, me senté en la vereda a esperar el amanecer. Un anciano que pasaba me tanteó con su bastón para ver si estaba todo bien, yo le dije que tampoco para tanto ni que fuera un yonqui de mala muerte, pero él insistió y se puso a señalarme algo a lo lejos: era una bicicleta de carreras.
En ese momento comprendí que el anciano había sido, misteriosamente, testigo de mi frustrado intento por atrapar al renradfric y ahora quería decirme algo. Pronunció unas palabras en árabe que, gracias a la magia integradora de la Sonnenalle, fueron traducidas al alemán y lentamente se revelaron en sabiduría popular: Man kann nicht entscheiden in wen man sich verliebt (uno no puede decidir en quién enamorarse).
El lunes siguiente, ya sin remanentes psicoactivos en la sangre, logré por fin descifrar este mensaje: el renradfric es un enamorado de su bicicleta de carreras, sí, pero lo suyo no es amor. Lo que él siente, como bien nos ha enseñado Romeo, se llama obsesión.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.