Hay cosas en la vida que, por definición, son esencialmente relativas (pensemos en los puntos cardinales, el picante de un chile o la inteligencia humana). Ser extranjero en Alemania —o, como se dice aquí: auslender— no es la excepción: nadie nos trajo al mundo siendo auslenders, sino que así nos bautizan al asentarnos en territorio alemán. No se trata, entonces, de una elección personal sino de una designación impuesta por otros. Es lo que alguien, parafraseando a Simone de Beauvoir, podría resumir así: «auslender no se nace, se hace».
Si bien esos «otros» que nos conceden el título de auslender son alemanes, también esto es relativo. Porque a mi amigo Rudolf, nacido en Tanzania pero adoptado por una familia alemana cuando era chiquito, le siguen preguntando hasta el día de hoy de dónde es «realmente». Gülay, mi vecina turcoalemana, debe aclarar en reiteradas ocasiones que sí bebe alcohol y que no usa hiyab. Kamil, un alemán de padre egipcio que estudió conmigo en la Universidad y ahora está buscando piso en Berlín, me contó el otro día que fue a visitar un apartamento y el dueño lo rechazó alegando que «no le alquila a extranjeros». Sucede que Rudolf, Gülay y Kamil ciertamente son alemanes, pero lo son de segunda categoría. Por ello es que, dos por tres, aquellos «otros» les hacen sentir que no pertenecen a su país.
Naturalmente, sería injusto decir que estos «otros» que se creen más alemanes que el resto son todos unos carapálidas autoreprimidos de apellido Müller, Schneider o Fischer, esto es: que son unos «Kartoffel» —tal como empezaron a ser llamados entre los ‘trabajadores invitados’ (Gastarbeiter) a partir de los años ‘60. Tampoco sería correcto hacer del racismo la nota distintiva y predominante de la sociedad alemana, pues esto no es una constante antropológica y depende del contexto histórico, ¿se entiende?
Por otro lado, en Berlín no estamos tan mal porque aquí hay un auslenderío bastante importante, a saber: uno de cada cuatro habitantes no ha nacido en Alemania. Según cifras oficiales, somos unos 24.000 latangas mal portados viviendo en esta ciudad (aunque son muchos los que están empadronados con ciudadanía europea y, por lo tanto, quedan fuera de este conteo). Berlín es bunt (variopinta) y por ello nos gusta vivir aquí: porque somos parte del color.
Ahora bien: por más auspiciosas que sean las estadísticas, el hecho es que basta con revelar un acentito, soltar libremente una carcajada, pretender jugar con la imaginación o, en fin, romper de alguna forma el mandato alemán de bloß nicht auffallen (no llamar la atención), como para que del otro lado vengan las mismas preguntas de siempre: Wo kommst du her? (¿de dónde sos?), Was machst du hier? (¿qué hacés acá?), Willst du hier bleiben? (¿querés quedarte aquí?), etc. Se trata de un interrogatorio que no se hace «por curiosidad», sino más bien para compensar la propia incapacidad de lidiar con alguien diferente. De allí que el interrogador revele su desinterés o exotice al interrogado, de la siguiente manera: o bien escuchando silenciosamente cada respuesta y luego sin contar nada sobre sí mismo; o bien reaccionando de una manera algo perturbadora, por ejemplo gritándole a una venezolana: «Ohhhhhh… du kommst aus Venezuela… ¡sí, mucho caliente!», mientras gira sobre su propio eje imitando algo parecido a un baile flamenco.
Nada de esto es tan grave. Sólo que pasan los años y el interrogatorio se repite, una y otra vez, como la gota china. Ser auslender supone, entonces, rendir cuentas ante los estereotipos que el otro ya tiene sobre uno. Al mismo tiempo, supone aprender que tampoco estamos obligados a ser embajadores de nuestra cultura las 24 horas del día. Es que un auslender no es la muestra embalsamada de una cultura, sino una persona abierta al mundo como cualquier otra. Así que si es verdad eso de que «auslender no se nace, se hace», hagamos entonces uso de esta libertad y juguemos a ser auslenders sin perder la alegría. Porque además, si de un lugar para ejercer la libertad se trata, ¿acaso hay algo mejor que Berlín?
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.