«Un fantasma recorre Europa: el fantasma de lo bío», es la frase que Marx y Engels podrían haber sugerido como eslogan para arruinar aún más la última campaña de Annalena Baerbock. Porque lo ‘bío’ —abreviatura que designa todo lo relativo a la producción ecológica en el universo teutón— es tendencia y ha llegado para quedarse, independientemente de los partidos que históricamente se pronunciaron a su favor. Lo ‘bío’ es sinónimo de economía sustentable, protección del medioambiente, justicia social y hasta de progreso moral de la humanidad. De allí que si alguien ve un pedazo de carne y pregunta «¿esto es bío?» antes de comerlo, en realidad se esté sometiendo a un examen de conciencia para tomar una decisión responsable.
Berlín es la capital bío de Alemania. Cadenas de supermercados, mercadillos semanales, restaurantes, tiendas de ropa, negocios de cosméticos y de productos de limpieza, en fin, la industria bío se expande aquí a pasos agigantados. Inicialmente sólo se veían tiendas bío en los «barrios de moda» como Kreuzberg, Mitte o Prenzlauer Berg, mientras que en los barrios más alejados del Este apenas existían proveedores que se aventuraran a ofrecer este tipo de productos. Hoy, sin embargo, cualquier barrio berlinés dispone de una opción bío.
No deja de ser curiosa la presencia de lo bío en la capital alemana. En su hermosa novela Berlín es un cuento (2007), Esther Andradi describe aquella ciudad alternativa de los años ochenta aún dividida por el Muro, donde ya se sembraba el fruto de lo que hoy nos resulta familiar:
«La cultura de la ciudad cercada estaba atravesada por cereales y leche recién ordeñada y verduras frescas y frutas arrancadas del árbol. ¿Cómo era posible que en una urbe carente de periferia y aledaños para sembríos y huertas o jardines, hubiese un culto a lo bio? Bio —biológico— era la palabra sagrada de aquellos tiempos, en el cenáculo de la religión recién nacida. Confrontada en la arena con el supermercado de plástico y ganancias extremas, con las bananas y productos exóticos de toda procedencia y color, aquí se desarrollaba la cultura bio, el rito y el culto extremo por lo “recién”: el cereal recién tostado, el café recién molido, de Nicaragua, el té recién recogido, de Thailandia, todo bicho que camina debía ser analizado en su naturaleza intrínseca, dar prueba de un origen no espurio de su materia elaborada y dar fe de su proveniencia políticamente correcta: NO a las uvas del apartheid, NO a las manzanas de la dictadura chilena. Campañas no faltaban en este territorio de la abundancia y los desayunos daban cuenta de ellas cada domingo». Qué notable lo que nos enseña Andradi, ¿no?
Si bien hoy más de la mitad de los berlineses suelen comprar productos bío, no lo hacen en LPG, Denn’s o, por ejemplo, en el Bio Company, sino en los supermercados de descuento como Aldi o Lidl —cuyos precios son más accesibles porque, entre otras cosas, su certificación ecológica no está sometida al estricto control de las Asociaciones de Cultivadores. Así, el sello bío puede ser conferido tanto a unas bananas ecuatorianas que fueron rociadas con pesticidas ilegales, como a unos tomates de Almería cosechados por inmigrantes marroquíes que ganan 30 Euros al día. En este sentido, la trazabilidad de los productos bío es inversamente proporcional al aumento de la tasa de ganancia —es decir: al motor de la economía capitalista.
Ahora bien: el consumo bío es también una experiencia de satisfacción moral. Entrar a un supermercado bío de Berlín es saberse con espacio: los pasillos, las estanterías, las heladeras, las cajas, en fin, todo parece ser más amplio y ordenado. Y también es una oportunidad que muchos aprovechan para sentirse buenos y decentes, pero ante todo limpios, sin tener al lado a una familia turca haciendo el surtido del mes. Es como si se tratara de una garantía de higiene y salud, un espacio utópico y seguro para la buena conciencia frente al cual el resto del mundo pareciera una aberración distópica.
Soñé un día que yo todo era bío y que mi cuerpo jamás había sido intervenido por la medicina: jamás una amalgama de plata en la muela, jamás un brazo enyesado, jamás haberme tragado un ibuprofeno, jamás haber usado un shampoo para lavarme el pelo, jamás haber chupeteado un cartoncito de LSD, etc. Nada: el cuerpo virgen y la mente sana; un ser moralmente incorruptible en sintonía con la Pachamama. Caminaba entonces desnudo por praderas verdes, allá a lo lejos divisaba a los veganos de Adán y Eva a punto de cagarla, los pajaritos iban cantando a mi alrededor y al frente un horizonte bellísimo de sol y cielo azul. Pero me aburrí como un hongo y fui directo con la serpiente. «Tssssssssss. No me quedan más manzanas», me dijo ella, «ya se las comieron aquellos dos pelotudos. Tssssssss». Quise salir del aburrimiento y me puse a buscar manzanas. «Tsssssssss. No vas a encontrar ninguna. Tsssssssss». Ya me estaba haciendo enojar el siseo de la serpiente y, en un rapto de ira, salté para atraparla pero ella me eludió haciéndome un caño. «Tsssssssss. No te enojes conmigo. ¿Acaso vos no querías una vida bío sin pecado original? Tssssssss. Pues aquí está». En ese momento comprendí que Dios nunca me iba a expulsar y que me quedaría atrapado allí por toda la vida, desnudo cagándome de frío, y fue allí cuando me desperté pensando que se me acabaron los huevos del Bio Company.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.