Eliana podría ser el mundo pero también una de sus partes. Sin caer en el menosprecio de los absolutos, ambos extremos serían posibles en la interpretación de una lectura. Ella se mudó sola a Caballito. Un segundo piso viejo con paredes pintadas a pulso firme y trazos gruesos que formaban espirales. Se mudó sola y con un propósito fragmentado: escribir de noche, trabajar de día, no tener que contestar preguntas, evitar a su madre. Después de algunos malos presagios mientras dormía, le aconsejaron tener un gato y cerrar la puerta del baño para que la cama no diera directamente al espejo del lavamanos.
Una noche, mientras Eliana intentaba soñar, la despertó el ruido metálico de las ollas de la cocina. Intentó levantarse, pero la pesadez de su cuerpo se lo impidió. Inmóvil, desde su lugar tenía la seguridad de que todo lo que estaba pasando tenía a su departamento como escenario. Se resignó a escuchar. Los pasos en la cocina sonaban a suela de zapatos. Las maderas de los muebles rechinaban y la caminata iba de un lado al otro. Se oyó la hornalla encendiéndose. Pasada casi una hora lavaron los platos, con el repasador secaron las ollas y todo fue devuelto a su lugar. Eliana volvió a dormirse.
A la mañana siguiente salió a buscar un nuevo trabajo, el que tenía no le dejaba suficiente dinero como para saldar sus deudas. Dejó su currículum en varios locales, envió una cantidad considerable de correos y frenó al mediodía para cocinarse. Todo estaba en un lugar similar al que ella había elegido la noche anterior y algunas cosas seguían mojadas. Terminó de almorzar, se hizo un té y siguió buscando. A la noche quiso escribir pero sólo se le ocurrieron palabras torpes. Eliana creía (con rigor excesivo) que lo que estaba escribiendo era demasiado pueril. Un parámetro insolvente de juicio, pero tremendamente severo para los escritores que a su vez son parecidos a los elefantes: se dejan asustar por cosas chiquitas. Dejó la lapicera y se acostó desplomándose. El cuerpo le temblaba de cansancio.
Promediando la madrugada, Eliana oyó cómo movían los vasos para acomodarlos por orden de estatura. Después vio la sombra en su placard pero nuevamente no pudo levantarse. Era un cuerpo humano que bailaba en su cocina mientras preparaba las ollas para cenar más tarde. Abrió un paquete de fideos y los echó al agua hirviendo. El plástico rechinaba. Ella quería levantarse pero el cuerpo le pesaba. No había ninguna voz. Creyó entender que él y ella vivían al mismo tiempo pero desde diferentes perspectivas; en el mismo espacio con rutinas opuestas. Se desencontraban a esa hora y Eliana se llenaba de transpiración cada vez que escuchaba todos esos sonidos tan domésticos como espectrales.
Amaneció resfriada. No había dormido bien y tenía el cuerpo fatigado. Invitó a un amigo a tomar café por la tarde.
-¿Volviste a escribir? – le preguntó él.
-No. No creo que tenga talento.
-Mentirosa.
Se rieron cómplices y terminaron el café. Luego salieron a caminar por el barrio. Eliana callaba cuando se hablaba de lo importante y soltaba todo, horas más tarde, en una confesión apresurada y repentina, generalmente cuando volvían a su departamento y se desnudaban.
El amigo se fue para la hora de la cena.
Esa noche Eliana se acostó sin poder dejar de mirar el placard. Pasadas las tres, vio con ojos nebulosos la sombra humana acercándose por la madera y las mangas de lana que colgaban de una percha. Oyó a los zapatos resonando como un eco insoportable en el mono ambiente y trató de taparse las orejas con el antebrazo. Quiso hablar y no pudo. Quiso correr y las piernas la desobedecieron. Se quedó acostada y cada tanto miró para ver cómo avanzaba la cena de su compañero. Compartían algo sin quererlo, como si fuese la imposibilidad lanzada al mundo. Sería diplomático que las normas de convivencia fuesen respetadas: menos ruido a la hora de la siesta, lavar lo que se usa, secar tanto los platos como las lágrimas. Ella habría de cumplir su parte. Se quedaría inmóvil mientras el otro viviese. Nunca mirarse de frente ni a los ojos, sería confuso. Así pasaron las noches. Las ollas siguieron moviéndose y los platos golpeándose como chicos. Una burla casi mezquina, el cielo de papel mojado, el espejo prohibido por dar imitaciones rengas, las caricias más íntimas ahora llenas de ambigüedad y pánico, vértigo a los almanaques.
Después de un tiempo conviviendo logró conciliar el sueño. Semanas más tarde la visitó su amigo.
-¿Cómo estás?
-Inspirada.
Esa noche no se desnudaron. Ella durmió profundamente y nada la despertó en la madrugada.
Corrección: Verónica Hervier
Rodrigo Martini
Rodrigo Martini publicó su primer cuento “Rescate Utópico” para la editorial Dunken. Luego, tuvo su segunda publicación con el cuento “Eduardo”, para la editorial patria grande. Escribió los guiones de: De religiones y dictaduras (largometraje documental); El Rompecabezas (cortometraje de ficción); Tu voz entre las voces (cortometraje de ficción); La belleza de lo real (largometraje de ficción). Instagram