Esto debe de haber sido más o menos así:
Ernesto Cárdenas se despertó el domingo a las nueve y treinta de la mañana. Lo primero que vio fue el techo fuera de foco con algunas manchas de humedad que desde hacía dos años y medio venía prometiendo arreglar. Tardó un instante en recordar quién era y los hechos sucedidos desde el martes anterior hasta ahora. Su primera respuesta ante esta nueva información fue estirar el brazo izquierdo hacia el costado seguido por su mirada para encontrarse con Amanda, viva y sana que hoscamente se despertaba debido al choque de la mano de Cárdenas con su rostro.
Ella tardó unos segundos más en recordar quién era, qué había pasado, donde estaba durmiendo y quién era el hombre cuyo golpe la había traído de vuelta, o al menos, eso se sospecha. No estaría de más asumir que continuaron con lo último que hicieron antes de irse a dormir a un volumen lo suficientemente bajo como para que yo no los escuchara desde el living, y luego se separaron para asearse y preparar el desayuno.
En la calle, algunos vecinos decidían hacerle frente al viento y el frío de menos tres grados para llegar a la fábrica de pastas, pasar por el quiosco a comprar el diario, (porque aún quedaban aquellos que resistían la era digital), y comprar las facturas para el desayuno mientras en el cable ya estaban transmitiendo el clásico de Londres por la Premier League.
Mientras tanto, Cárdenas analizaba su reflejo con la frente adosada a los cerámicos del baño. Sus ojos entrecerrados y rojizos le rogaban en ese mano a mano que se devolviera a la cama por unas horas más de sueño. Pero el inspector no se achicaba ante nada y resistió el embate. Volvió despacio al cuarto, se vistió, preparó un café para él primero y luego tres más para desayunar junto al resto de nosotros.
Con el café ya preparado, despertó moviéndome el brazo. Tuvimos una charla corta de palabras y luego me fui.
Estando a solas y todavía a la mesa con restos del desayuno por acabar se quedaron hablando.
-Estás muy callada de repente –le dijo mirando el café.
-¿Qué querés que te diga, Ernesto? –hizo una pausa que Cárdenas no se animó a interrumpir- Me están buscando para bajarme y lo van a lograr tarde o temprano. Lo único que logré viniendo acá es ponerlos a ustedes dos en peligro.
-No digas boludeces ¿Querés? Ahora estás conmigo y yo te voy a proteger ¿O te olvidás de que soy policía? La única cagada que te mandaste fue hacerme creer que te habías muerto. No entiendo cómo no viniste a mí enseguida.
-Creeme que eras la última persona a la que hubiera acudido.
-¿Cómo? ¿Por qué a ver?
Amanda se limitó a mirar hacia un costado como esperando que el tema se diluyera en la nada.
-Tampoco puedo entender que te hayas metido en mi departamento sin que me diera cuenta.
Amanda le devolvió una sonrisa seguida por el último sorbo de café.
-Bueno –dijo levantándose- ¿Terminaste?
-No. Sabés que me gusta dejarlo enfriar.
Amanda llevó su taza a la cocina.
-No te pongas a lavar. Che…
Luego de que Amanda terminara de lavar los trastos de hacía días, poner cierto orden en la cocina y entrar a bañarse, Cárdenas terminó su café y se vistió para ir a la comisaria. Tomó el sobre que le había dado Armenteros y saludó a Amanda desde afuera del baño mientras ella se bañaba con esa displicencia que tienen algunos al cabo de hace unos cuantos años de convivencia. Ni bien cerró la puerta del departamento lamentó no haberle dicho que se quedara tranquila, que él volvería, que ella estaría segura o de que la amaba. No importaba cuanto tiempo pasara, siempre volvería a repetir los mismos errores que los terminaron alejando.
En la calle, el frío del mediodía lo cacheteó en la cara. Hasta ese momento, Cárdenas no había notado lo cerrado que tenía los ojos. Hizo una cuadra por Bollini camino a Peña para doblar a la izquierda camino a Agüero donde tomaría un taxi siendo que no estaba para proceder a pie. Antes de llegar a la esquina, por Peña, paró en el quiosco de diarios a comprar el diario para ojearlo de camino.
Paró un taxi, de esos que no están asociados a ninguna compañía en particular, le indicó una esquina que estaba a una cuadra de la seccional para no levantar sospechas y encararon.
Los sucesos en Midfields del martes pasado ya no eran noticia. Apenas si le dedicaban un recuadro en la parte de atrás anunciando el traslado del cuerpo de Tesone de la morgue judicial al cementerio público el siguiente lunes.
Siguió revisando el diario en busca de alguna noticia netamente deportiva sin embargo las peleas de vestuario, las quejas por los arbitrajes y la lesión de la máxima figura de la selección a poco de dos meses del mundial era lo que más preocupaba a estos periodistas[1]. Del juego, poco y nada se hablaba, quizá era la actitud más honesta, siendo que el fútbol argentino no podría estar más precarizado.
La doble puerta de la ex escuela, ahora nueva seccional en Barrio Norte, tenía apenas una hendija abierta y nadie custodiando en la entrada. El primer paso era entrar sin ser detectado por nadie. Cárdenas estaba suspendido hasta nuevo aviso por lo que era muy probable que algún suboficial alcahuete prendiera la alarma y avisara a Cabañas o Berisso para ganarse algún punto a favor.
Entró por el pasillo interno que conectaba la entrada con las oficinas y el estacionamiento donde además de estar los patrulleros también se lavaba y enceraba el auto de Cabañas. Este mediodía tenía tan solo un móvil y no se registraba indicios del auto de ningún superior. Custodiándolos, había un suboficial lo suficientemente joven como para haber salido ayer de la academia. Encorvado contra la silla, prestaba más atención a lo que pasaría en su teléfono celular que a lo que le rodeaba. Cárdenas atravesó el patio a paso firme, de no haber sido podría haber despertado alguna sospecha, que de todas formas hubiera despejado enérgicamente, (ningún pendejo iba a detenerlo tampoco).
Pasado el primer tramo, ahora seguía las oficinas donde se toman las denuncias. Dos cabinas estaban habilitadas con sólo dos personas que prestaban declaración de los hechos sufridos días atrás. Algo que nunca dejaba de asombrar a Cárdenas era la falta de acción las personas a la hora de radicar una denuncia por robo, asalto, agresión o desaparición. Más de una vez me dijo que no entendía en qué momento la policía había dejado de ser una organización que prestaba ayuda a la ciudadanía para transformarse en la última opción. Le costaba entender la contradicción entre el propósito y el deber que la policía tenía para la sociedad y la utilidad que esta le daba. “En algo nos estaremos equivocando como para que la primera respuesta de una persona en necesidad sea evitar lo más posible a la cana” solía decir. “Menos la gente confía en nosotros y menos hacemos para revertir la situación”. En eso tenía razón, casi como si no quisiesen ser parte de la solución.
Al pasar por la sala, miró hacia la pared opuesta para que no le vieran el rostro y saludó haciendo la venia sin detener su paso firme hacia su escritorio en la sala contigua. Esta, lo recibió sorpresivamente vacía. Tan solo el escritorio que estaba del otro lado junto a la pared sin ventanas tenía una taza con café. Cárdenas se acercó para comprobar que estaba tibia, a medio terminar y que era su taza la que habían usurpado. No había ningún abrigo colgado por la sala, así que quién fuese que estaba tomando de ese café, ya se había ido a comer. Por lo demás, lo único que se escuchaban eran las teclas que seguían atentamente las denuncias que se estaban produciendo del otro lado. A esta hora del mediodía de un domingo sin novedades, no sería llamativo que fuese quién estuviese de turno no volviera sino en tres horas después del almuerzo y una siesta. Caminó despacio intentando no hacer ningún ruido hasta la oficina de Berisso sólo para verificar que tampoco estaba con las luces apagadas pero la puerta abierta.
La suerte no podría serle más auspiciosa, tenía a priori el lugar a su merced por un par de horas. Pero primero, un café. Vació y limpió la taza con un poco de agua caliente del bidón y luego se preparó un instantáneo sin batir. Se apoyó contra su escritorio mirando hacia el despacho de Cabañas que tenía en frente. Tomando el café imaginó el despacho buscando una idea que le diera sentido a la teoría de Armenteros. Apoyó la taza en el escritorio sin mirar donde la estaba dejando exactamente y se acercó despacio hasta la puerta que leía Santiago Cabañas Comisario Inspector. Dentro del escalafón, su puesto era sin dudas importante y aun así cobraba el equivalente a mil quinientos euros. Esto nunca cuadró mucho teniendo en cuenta el estilo de vida de Cabañas el cuál Cárdenas, a pesar de ser casi siempre tan riguroso con la ley, lo dejaba pasar. Quizá se engañaba porque había sido Cabañas quién se había hecho cargo de él y su hermano luego de la desaparición de su padre a comienzos de los ochenta[2].
Cárdenas abrió la puerta del despacho y entró sigiloso y con cuidado como el hijo cuando se mete en el cuarto de los padres. No quería creer que Cabañas tuviera algo que ver en el asunto pero si todo esto era cierto, si el Bebu Velasco estaba secuestrado dentro de la seccional, quería que fuese él el primero en ser descartado como presunto culpable.
Revisó cuidadosamente el escritorio del jefe pero nada le llamaba la atención. Papeles desperdigados en el centro con una lapicera sobre ellos, la bandera Argentina y la constitución haciendo de soporte bajo la pata desnivelada, nada salía de lo ordinario. Abrió el placar y golpeó en las paredes buscando una respuesta hueca que lo llevara a algún tipo de pasadizo secreto ignorando que esta daba directamente a la medianera con el edificio de al lado. Suspiró aliviado como aquél que sacia sus sospechas al comprobar que su pareja no le era infiel después de todo.
Saliendo del despacho cerró la puerta detrás de él y se encontró con Aymar que lo esperaba sin quererlo con los magullones aún en su rostro. Atónito, ensayó un escape que se vio coartado por el brazo derecho de Cárdenas alrededor de su cuello y la mano izquierda que le tapaba la boca para que no pudiera gritar.
-Gritás y te mato, no estoy jodiendo.
Aymar intentó decir algo pero debido a la asfixia que Cárdenas le estaba produciendo sumado a que tenía la boca tapada no se lograba entender nada.
-¿Qué decís? –le dijo removiendo a penas la mano para poder escucharlo.
-Berisso es el que te va a matar –contestó Aymar con una voz tenue y ronca.
-¿Vos te pensás que me asusta lo que pueda hacerme ese pelotudo? Lo máximo que me puede pasar es que me quiera suspender por seis meses pero Cabañas no lo va a dejar.
-No digo eso. Berisso te va a matar, hijo de puta, te va a meter un balazo en la cabeza y después te van a tirar al río.
-Bueno, en ese caso –dijo aflojando los brazos.
Aymar se zafó jadeante y encorvado intentando recuperar el aire hasta que un golpe seco en la nuca lo desmayó contra el piso. Cárdenas miró hacia la puerta verificando que nadie hubiera escuchado nada. Tomó a Aymar de los brazos y lo arrastró por el pasillo hacia el fondo. Al pasar por la oficina de Berisso se quedó estancado y dejó caer a Aymar.
-No puede ser –pensó o dijo en voz baja.
Se mandó derecho hacia la puerta que nunca pudieron abrir, la puerta que nadie sabía hacia donde conducía. Apoyó la oreja contra ésta pero no se escuchaba nada. Golpeó tres veces suavemente la puerta pero nada sucedió. Esto solo le sirvió para comprobar que del otro lado había un espacio hueco. Volvió a apoyar la oreja y esta vez creyó oír algo. Los pelos de todo su cuerpo se erizaron intentando entender la situación. Llevó su mano derecha al bolsillo interno del saco, tomó el sobre que le había dado Armenteros y lo deslizó hasta la mitad por el umbral. El sobre permaneció inmóvil por unos segundos.
-Bebu, soy Ernesto…Cárdenas. Si estás ahí, agarrá este sobre. Te lo manda Armenteros.
Ni el sobre se movió ni se escuchó una respuesta del otro lado. Cárdenas volvió a apoyar la oreja sobre la puerta y esta vez no escuchó nada.
-Flaco, no tengo mucho tiempo. Si querés que te ayude, decime que estás ahí y agarrá el puto sobre de una buena vez.
Le pareció escuchar unos pasos que venían por el pasillo. Se apresuró a salir pero no vio a nadie. Miró al suelo y recordó a Aymar. Lo tomó de los brazos y lo arrastró hasta la oficina de Berisso donde lo dejó sentado en un rincón. Cuando volvió a la puerta el sobre ya no estaba. Se agachó para ver si lo había empujado por error pero no alcanzaba a ver nada.
-Che ¿Estás ahí? –preguntó como si estuviese llamando a un fantasma.
Pero no hubo respuesta ni sonido que le diera a pensar que había alguien. Creyó que quizá lo había empujado sin darse cuenta. Volvió a sentir pasos, esta vez más claros y de dos personas. Rápidamente se apoyó contra la pared que daba a la puerta del despacho. Del otro lado, dos suboficiales caminaban intercambiando giladas. Esperó a que se fueran y encaró hacia la salida.
-Está bien entonces. Decile al Menta que les debo una a los dos–dijo la voz detrás de la puerta que lo detuvo en seco.
A Cárdenas se le heló la piel pero no miró atrás. Agarró su abrigo y salió de la seccional tan rápido como pudo. Al llegar a la primera esquina se acordó de Aymar, si no llegara a aparecerse nadie por el despacho de Berisso, este no debería de despertarse por unas buenas horas, dándole tiempo suficiente para llegar a la morgue. O al menos eso quería creer.
[1] Sé que esto pueda lesionar a mis colegas del diario y al querido Olaviaga, pero así era por aquél entonces.
[2] Vale aclarar para el lector latinoamericano que no se trata de una desaparición forzada sino que simplemente Francisco Cárdenas.
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