A su edad, cada vez les costaba más hacerse cargo de él, ya no tenían fuerza para estar en la sala de espera de un hospital, siempre lo mismo, rellenando papeles, aguantando la tristeza de responder las mismas preguntas, incluso, aguantando a veces la presencia de policías que aparecían como aves de mal agüero, con sus cascos brillantes, esos modales secos, los sonidos robóticos de sus radioteléfonos acabando con sus nervios. No podían más, él se lo buscaba la mayoría de las veces, ya le habían dicho que no podía tomar, que debía mantenerse sobrio y seguir su tratamiento, tomarse las pastillas, dormir y reposar. Pero él no duraba ni un par de meses antes de volver a las andadas. Un demonio, eso era en lo que se convertía cuando tomaba. Aparecían botellas vacías de aguardiente en la nevera, quién sabe de dónde las sacaba y para qué las dejaba ahí; se reía a carcajadas desde el cuarto mientras sus padres desayunaban en la cocina y continuaban escuchando la voz de Julio Sánchez Cristo como todas las mañanas. Su padre que no se había podido jubilar aún a pesar de haber pasado ya más de la cuenta trabajando en la empresa, su madre que siempre había estado al frente del hogar, tan pendiente de él, era el único hijo después de que su hermano mayor se hubiese muerto de una anemia a los nueve años; ella rezaba el rosario mientras las noticias del día sonaban como un avispero al que rara vez le ponía atención, tan atribulada con sus propios dramas, rogándole a la Virgen por su muchacho, a Ella que también había sufrido tanto por su Santo Hijo, que la iluminara, que la ayudara en esos momentos tan oscuros. Santísima Virgen, madre de los Desamparados, en Ti confiamos, ruega por este pecador a tu bondadoso Hijo, preciosa hermosura de los Ángeles, de los Profetas, de los Patriarcas, corona de las vírgenes, pide por nosotros a tu bien amado y bendito Hijo, media para que nos conceda su misericordia y atienda nuestras urgentes necesidades que con humildad y esperanza hoy le presentamos. Pedía con fervor por la salud de su hijo, y para que regresara la calma que tanto le faltaba a su casa. Los días grises y lluviosos se sucedían en una aparente normalidad a ratos interrumpida por las risas que venían desde el cuarto; su padre llegaba siempre a la hora del almuerzo y apenas había unas cuantas gotitas de sangre seca en el mantel, la madre que decía que había intentado en vano que se hiciera la terapia y el padre que se ponía amarillo y empezaba a quejarse de que ellos no podían vivir ahí solos con él, llegaría el momento en que necesitarían ayuda para controlarlo, pero cómo, ni el seguro lo pagará ni nosotros podemos con ese gasto, entonces la madre servía una sopa de cebolla, como todos los días, un filete con ensalada y papas, y se sentaban mientras el programa de música clásica del mediodía sonaba en la radio que ellos escuchaban en silencio, a veces con las peroratas que venían desde el cuarto, o carcajadas, o gritos, o llanto. «Mamá, porqué no quieres dejarme salir, me tienes todo agüevado con estas pastillas… Papá, no me den más estas drogas, yo les prometo que mañana les daré gusto, pero es que necesito salir, no pueden dejarme así, por favor, malditos, malditos sean, asesinos, me están matando, ¡asesinos!», y entonces la madre rompía a llorar, y la mano varicosa del padre apretaba la suya, sus ojos inyectados en sangre la miraban fijamente y ella sabía que no podrían aguantar así mucho más tiempo, a punta de nada, pero había que seguir, no había más remedio, ya vendría a sentarse con ellos y se le quitaría esa locura, el padre confiaba en que así sería, una familia unida, le decía que siempre estarían ahí los tres, pasara lo que pasara, porque a pesar de todo ese hijo suyo era un tesoro, estaba ahí para ellos y ellos estaban ahí para él, así estuvieran envejeciendo tenían que seguir cuidándolo, él era quien los mantenía vivos. La madre sabía que era cierto, las cosas eran duras con él pero había que tener fe, vendrían tiempos aún más difíciles y lo único que se podía hacer era prepararse, ponerle candado a las puertas, a las ventanas, no dejar que se les fuera a escapar, si eso seguía pasando llegaría el día en que lo perderían para siempre, lo sabía, lo veía venir, su muchacho extraviado en un pueblo, lejos de ellos que nunca sabrían dónde encontrarlo, con los pies descalzos y deshidratado, la piel quemada por el sol y la sangre espesa, esa sangre suya, sangre que era de ellos, de su propia sangre. Virgen Santísima, ese muchacho suyo convertido en un mendigo, con el pellejo seco, robando gallinas de las fincas, tanta suerte tenía de que a estas alturas no lo hubieran matado. Este era el motivo por el cual ella en esos días ya casi no salía de la casa, apenas un momento de afán al supermercado, pero ni a la iglesia podía ir, su marido sí que debía estar afuera la mayor parte del tiempo y por esto más debía tener cuidado de que se les volviera a escapar. Podía pasar el día entero metida en la cocina, con el tejido y con el rosario, y mientras la radio sonaba era como si estuviera con alguien al lado así no escuchara nada. Sin embargo, si se levantaba de su puesto y salía de la cocina, en el resto de la casa a veces había un silencio absoluto, se acercaba a la puerta del cuarto de su hijo y al cabo de un rato de estar ahí atenta a cualquier ruido entraba y lo veía acostado bocarriba en la cama, los ojos cerrados, sus hermosos brazos flacos y venosos, había que cuidarle las pústulas que a veces se infectaban. Entonces sabía que era propicio el momento y acomodaba las bolsas que habría que esperar a que se llenaran de sangre, él dormiría sin notar lo que pasaba; así era de dócil a ratos su muchacho, tan tranquilo que se veía a veces en esas tardes en la casa, por la noche te prepararé un buen filete de hígado encebollado para que comas hijo mío, lo miraba en la penumbra de la habitación y pensaba que los mártires y los santos del cielo protegerían a su hijo y lo mantendrían con vida muchos años. Cuando el padre llegaba y podía comprobar con alivio que las bolsas estaban llenas sabía que tendrían unas noches de cierta tranquilidad, la madre encendía las velas del comedor y los dos se sentaban en silencio frente a dos platos con filete, papa y ensalada, entonces empezaba la gritería del muchacho que se quejaba desde el cuarto mientras el padre sacaba dos copas pesadas de cristal, oficiaba el ritual, escanciando la sangre en las copas como si fuera sidra, salpicando el mantel con unas cuantas gotas que al día siguiente tendrían un color pardusco.
Felipe Salazar
Felipe Salazar. Bogotá, Colombia, 1975. Publicó el libro de cuentos y poemas Líbranos del mal, en el año 2016. En la actualidad se encuentra haciendo una maestría de estudios latinoamericanos en Berlín, donde reside hace unos años.