José Quintino despertó con la única certeza de que seguía siendo un negro. Y no un negro “clarito”, o un mulato como el General Antonio; sino un negro retinto, viejo, medio rengo y sin un quilo en los bolsillos. José Quintino despertó pensando en el dolor que le causaría el ponerse las botas nuevas que le había regalado el hombre de los jabones en aquellos pies acostumbrados a la libertad de la tierra y de la yerba. José Quintino despertó pensando, la verdad, en que valía menos que los diez jabones Candado que tenía que vender ese día; trató de llorar, pero no pudo.
Se vistió con el viejo uniforme de general, que desde lejos se veía bien, pero si dejaba que la gente se acercara mucho corría el peligro de que notaran los agujeros de polillas en el cuello y en las mangas; pero le daba más vergüenza el cuello, donde se encontraban las estrellas que lustraba con saliva todas las mañanas.
Y mientras acariciaba las estrellas, una a una con el dedo índice de la mano derecha, recordó aquella muchacha que se le había resistido, hacía más de cincuenta años. Las mujeres deberían saber lo mucho que provocan, y darse su lugar; así uno nunca tendría que pedir disculpas. Total, ahora, a pesar de todo aquello, tenía un cuerpecito joven a su lado, para calentar aquellas noches de pesadillas, cuando recordaba cómo se le había roto el machete y había tenido que romperle la cabeza a un “pañolito” con la suya propia, en un golpe seco, que el flacucho ibérico no soportó.
Al final fue que lo hicieron prisionero, al “pañolito”, pero, si aquella guerra se estaba librando para salir de la pobreza, habría que ver quienes llevaban más razón. Por eso le dijo “corre”, y luego disparó al aire, mientras todo el mundo se reía y le buscaba la risa a él, y el hombrecito desaparecía río abajo. Sin embargo sentía asco por los voluntarios cubiches. A esos sí que no se la perdonaba, sentía tanto cargo de conciencia al arrancarles la cabeza como cuando sacaba una cabeza de ajo de la ristra. Era por eso que lo respetaban, coño; porque si no se lo hubieran comido vivo desde el primer día.
José Quintino tocó a la puerta de una casa donde parecía que podían costearse un jabón Candado. La doña salió, y él trató de recitarle la propaganda que le había dicho el comerciante, pero la lengua se le enredó, como los dedos, cuando trataba de firmar y solo podía hacer las tres x en el papel. Y no era porque no supiera leer y escribir, porque allá en la prisión de España lo habían enseñado: era cuestión de costumbre, como andar descalzo o hablar con la ñ; ya ni su boca, ni sus manos, ni sus pies soportaban el peso del nuevo siglo. De todas formas la doña al final no compró nada; aunque sí lo despidió con un “disculpe, General” que lo hizo sentirse orgulloso y alzar la barbilla, mientras se iba sin insistir.
Era raro, porque insistir siempre había sido su problema. Dos veces se tuvo que quedar callado, por terco y por bruto; una ante el General Maceo y otra ante Gómez. Lo de Maceo fue cosa de compadres, porque él lo conocía bien, y sabía que José Quintino se queda peleando diga quien diga que hay que retirarse. De lo de Gómez no quería ni acordarse, porque no se necesitan botas para mandar encima de un caballo. Pero al final todas estas cosas las había entendido, porque ahora es que se había sentido en el pellejo lo que eran las verdaderas traiciones. El mundo de las traiciones: allí vivía ahora.
A este paso tendría que volver al carro de basura. Y no era que el trabajo le diera vergüenza, porque ganarse los pesos de manera honrada nunca debe darla. El problema era que el mismo Presidente le había prometido un puesto en el Ministerio de Sanidad, y al final había acabado arrastrando un carretón mugroso; porque si había una cosa que no soportaba José Quintino era la mentira. Por eso se la había arrancado a unos cuantos. Y en defensa de eso había salido a favor de los otros dos presidentes, sin apenas conocer a ninguno. Al primero le había tocado vivir lo que él ahora, a pesar de que había sido blanco y rico. Al segundo nadie lo conocía, sin embargo en su pelotón todo el mundo se fajó para recuperar el cuerpo cuando se lo mataron a Gómez; así de tanto impresionaba.
Es curioso cómo cambian los tiempos. Dicen que una vez su compadre Maceo le había comentado a otro General blanco que solo con el nombre de Quintino él tomaba La Habana, porque los “pañolitos” se habían entrado a tiros entre ellos solo por pensar que era él el que venía, pero no era él. Lo que sí era seguro es que si hubiera sido él todos los tiros del mundo no les hubieran alcanzado para quitarse a la guadaña del cuello y de la cabeza, porque cuando un blanquito de aquellos veía un machete que se le venía encima se le olvidaba que tenía un dedo índice. Así de tanto lo respetaban. Sin embargo ahora había tenido que soportar el hecho de que nadie le hiciera caso. No tanto era la cuestión de los jabones y de la basura; era que no le hacían caso, coño, y a José Quintino había que hablarle mirándole a los ojos.
Al mismísimo Presidente nuevo le había roto su limosna en las narices; no se la iba a cantar cualquiera. Claro que después de eso la cosa se le había puesto mala. Él sabía que lo andaban vigilando; por eso y por hablar donde quiera de las mentiras y del engaño a los veteranos. Muchos callaban, o se habían ido a guataquearles a los industrialistas, o se habían convertido en bandidos; pero no José Quintino. Nunca ni le robó, ni le rogó por un peso a nadie, y no iba a comenzar ahora. Por eso cantaba las cuarenta aquí y allá, y donde quiera que la gente que andaba preparando la “cosa nueva” le pidiera que hablara. Porque todavía su nombre servía para despertar a los más jodidos, eso sí. Tan jodidos y cansados como él, que ya orinaba cada veinte minutos.
Por eso, porque aquella tarde iba a hablar en el parquecito, fue que entró en la barbería. Llegó incluso a sentarse, y a pedirle al barbero que lo pelara y le recortara la barba. Lo que pasa es que ellos no tenían el cartel colgado en la puerta. Y cuando el gordo aquel le dijo que él no pelaba negros toda la mañana se le vino encima, y toda la sangre de su cuerpo se le acumuló en los ojos. Se sintió realmente como mucha gente se lo imaginaba en la segunda guerra: con un aro en la nariz, en taparrabos y con una inhumana sed de sangre. Las tijeras y los peines volaron por el aire, y un golpe seco al mentón del barbero le vino a recordar a los que miraban el espectáculo que los setenta años de José Quintino todavía le cambiaban el nombre a cualquiera. Luego, ante el silencio de la gente, recogió su sombrero, se limpió el polvo de los grados y se fue.
Cuando su tocayo José María, aquel muchacho de dieciocho años que se quería comer el mundo, vino a decirle “¡Quintín, vienen a meterlo preso!”, él supo que realmente venían a matarlo. ¿Qué iban a hacer con un negro viejo de setenta años preso? Iban a matarlo, pero todavía él tenía su nombre y salió, apartando al muchacho, a hablarles a los oficiales. En la puerta lo esperaba un pelotón de la guardia del gobierno. Uno de los muchachos que estaba más cerca lo miraba, tembloroso. Lo recordaba bien: él mismo lo había ascendido a teniente en la última guerra. Él lo recordaba bien, y el muchacho igual; por eso temblaba tanto, porque lo recordaba y su nombre todavía le ablandaba las rodillas. ¡Muchacho, caray! Todavía seguía con un fusil en la mano, y sintió que, de alguna manera, ese muchacho había logrado sobrevivir. En otro tiempo le hubiera dado asco; sin embargo algo de ternura le llegó a la garganta, y recordó aquellos tiempos de niño, cuando dejó los hornos de carbón para tomar un fusil igual.
La culpa no era del muchacho; era de la era que le había tocado vivir: la era de las traiciones, y serían pollitos como él los que se darían cuenta del engaño, y lo combatirían mañana, descalzos, a tiros, a machetazos, con los puños o con golpes de cabeza si fuera necesario. Sintió tranquilidad; iba a decirles algo.
Pero el muchacho fue el primero en disparar, luego cuatro más dispararon, y luego todos. Mientras aún se sostenía sobre los pies, botando sangre por todos lados y negándose a caer sobre el portal sucio y ante los gritos de su mujercita, que no dejaba de gritar que no y que no, histérica, los que no llevaban fusiles lo hicieron pedazos, por aquí y por allá, por todas los lugares que cubría su uniforme corroído por el tiempo y las polillas, a golpe de machete.
José Quintino no sintió dolor. ¿Qué dolor le faltaba por sentir? ¿De tiros y de machetazos? No joroben. No jodan, coño.
Y sí, cayó, y lo metieron en un cajón de basura. Y sí, cayó, y lo treparon en un carretón de repartir carbones. Y sí, cayó, y lo enterraron en una fosa común. Todo eso es verdad, verdad que cayó. Pero a esa misma hora toda la gloria del mundo no brillaba en granos de maíz, sino en los pobres basureros; y encendía su decoro con carbón de marabú; y se arrastraba, recién nacida, por las paredes de las fosas comunes en los cementerios perdidos. Alguien desconocido pidió una bandera. “Traigan una bandera de las viejas para el general de las tres guerras”, dijo, “hoy no se puede, pero mañana iremos por el cuerpo”. Porque era que con eso mañana le bastaría a la tumba de José Quintino Bandera. Y mañana, eso seguro, todavía su nombre bastaría también.
Manuel Roblejo Proenza
(Bayamo, Cuba, 1982). Poeta y narrador cubano. Ganador de diversos premios literarios, entre los que sobresalen el Primer Premio VIII Concurso Literario “Relatos Asombrosos”, Argentina, 2016; Primer Premio en el Concurso “Carmen Rubio”, Cuba, 2016; Premio “Félix Pita Rodríguez” 2017, Cuba; Premio “Emilio Ballagas” 2018, Cuba; Premio Novela Breve “Gregorio Samsa” 2019, España. Sus relatos y poesías han sido publicados en antologías en países como España, Argentina, EEUU, Chile, Venezuela y Cuba.