Aterriza el avión. Obviamente llega con retraso. Estás algo intranquila ante la idea de tener que recorrer aun todo el aeropuerto y parte de la ciudad primero en S-Bahn y, después, en autobús. Te empiezas a poner más y más nerviosa. Vas con el tiempo justo para poder coger a tiempo el último tren que sale desde el aeropuerto. Maldito aeropuerto de Berlín. Quien dude de que el tiempo es relativo es alguien al que nunca le han hecho esperar para poder salir de un avión. Primero, esos minutos de ansiedad antes de que te desvelen si estarás cerca de la puerta elegida como vía de escape de ese pasillo con colores y luces no apto para epilépticos. Esos minutos eternos. Minutos en los que solo piensas en respirar aire puro de nuevo, aire del que no hayan respirando ya 120 personas durante más de tres horas en bucle. Solo deseas perder de vista esa coronilla que ves frente a ti y a la que le empiezan a caer gotas de sudor que, poco a poco, van siendo tragadas por su asiento. Asiento sobre el cual otra pobre alma desesperada pasará las siguientes horas sin saber que, minutos antes, una persona prácticamente se derritió ahí mismo.
Llevas dos semanas fuera, visitando a amigos y a familiares en España. Durmiendo en la cama de tu infancia, saludando a personas a as que hace meses o quizás años que no ves por la calle y con las que, sin embargo, sigues sin saber de qué hablar, como si no hubiera pasado absolutamente nada durante todo este tiempo. Con excepción, claro está, del calor que estamos pasando estos días y del frío que hace en Alemania en esta época del año todavía. Llevas dos semanas repitiendo frases vacías en bucle pero a las recurres con algunas personas con las que, en algún momento de tu anterior vida, tuviste algo en común. Pero ya no, así que aceptas que es mejor darles la razón en todo, especialmente sobre lo disparatado de llevar tanto tiempo tan lejos de España. Lo que es la vida. O lo que él cree que es mi vida y yo intuyo que es la suya.
Quizás son esas conversaciones, las que te acercan de nuevo, poco a poco, de puntillas a Berlín. Aunque llegaste contando los días y segundos que faltaban para ese esperado momento, volver a casa. Al final de tu estancia allí, hay una parte de ti que empieza a sentir una especie de melancolía por volver a Berlín. No quieres alejarte de las personas que realmente has ido a ver, a las que sí echas constantemente de menos y a las que te sigue uniendo el más fuerte de los lazos. Sin conversaciones vacías de por medio. No quieres alejarte de tu cama que, por alguna razón, siempre es más suave y cómoda. Pero, sin darte apenas cuenta, te entran unas grandes saudade o Heimweh o una morriña increíble.
Por eso, mientras recorres el pasillo que une al aeropuerto de Schönefeld con la parada de S-Bahn, nada te apetece más que sumergirte de nuevo en esa ciudad, la salvaje y sexy Berlín.
Una parte de ti se siente ya aliviada – Ya estoy en casa – Qué ironía y qué complicado es no saber cuál es tu casa de verdad. Cuando uno no es capaz de digerir tanto sentimiento, tanto echar de menos y, a la vez, tanta suerte de sentirte feliz en dos lugares tan distintos.
Tener dos casas, dos hogares a los que sentir que vuelves cuando te marchas, supone tantas cosas. Si no tienes cuidado, tiende a estallarte entre las manos, sin apenas verlo venir.
Dos casas por las que andar descalza, dos sofás en los que relajarte con un libro al final del día. Dos duchas que llenar de pelos al desenredarte. Dos caminos de vuelta que recorres inconscientemente a paso ligero cuando regresas por la noche. Dos rincones favoritos, dos lados de la cama que son tu lado de la cama, dos desordenes diferentes en los que solo tú encuentras las cosas, dos montones donde tirar la ropa. Dos olores que identificar instantáneamente al cruzar la puerta, dos escaleras que subir o que bajar por las mañanas. Dos espejos en los que mirarte y ver tu piel oscurecerse y aclararse a lo largo de las distintas estaciones. Dos o varios pares de vecinos a los que intentar evitar. Dos rincones en la cocina donde se guardan los botes de especias y que contienen olores y sabores tan distintos. Perejil y curry. Azafrán y jengibre. Dos ventanas que, abiertas, dejan entrar sonidos tan diversos, voces más o menos suaves y delicadas o robustas y ásperas. Palabras tan distintas o silencios tan enfrentados. Dos habitaciones en las que la luz de la tarde va cayendo lentamente a distintas horas y desde las que se puede ver el cielo tiñéndose de naranja con distinta fuerza. Ese cielo que te recuerda dónde estás realmente. En cuál de tus dos hogares.
Querer volver. Es difícil explicar por qué te sientes tan atado y atraído a una ciudad como Berlín. Por qué existe una ansiedad que te quema y te irrita la piel cuando hace mucho que no sales de sus calles en busca de otros aires pero que, a su vez, con su imán incansable, te atrapa y te atrae y no te permite librarte de su fuerza por mucho tiempo. Como las avispas que parecen encantadas de hundirse en tu cerveza cada verano aunque luego no sepan salir a flote. Como esa marea que te arrastra fuerte hacia la inmensidad del océano y de la que no te puedes librar nadando a contracorriente.
Dicen de Berlín que es poor but sexy. Pobre pero sexy. Y es que hay mucho de cierto en esas palabras. Sus calles se perciben, en algunos barrios más que en otros, sucias, desmanteladas, abandonadas. Como si las cualidades del orden, la pulcritud y el esmero que caracterizan al pueblo alemán, se hubieran olvidado de esta ciudad pasando de largo en dirección al mar del Norte.
A veces, caminando por sus barrios, te da la sensación de estar viviendo en una eterna resaca. Al perderte entre sus calles, muchas veces percibes ese olor, el olor del que fuera tu piso de estudiantes y del que te levantabas rodeado de colillas, botellas y hasta personas, que no pertenecían a ese lugar ni a ese momento. La primera sensación es un vuelco en el estómago, pero después de sopesar la situación, te vienen los recuerdos de esas calles y todas las historias que has vivido y visto allí. Una sonrisa aparece en tu cara y recuerdas y rememoras ese momento en Kotti, deseando así repetir otra noche y otro día justo en medio de ese caos.
Poco importan ya el olor a orín, ir esquivando cristales o tener que mirar a otro lado en alguna que otra estación de metro. Porque Berlín es sexy y atractiva como ninguna otra ciudad. Y porque, a pesar del caos, ya no podrías vivir en otro lugar.
Pero a veces esa adicción agota, como quien se levanta con los pulmones llenos de humo y se repite que no fumará más. Por eso mismo, cada cierto tiempo, te ahoga esa ausencia y ese deseo de volar a casa, a tu otra casa, a la que necesitas volver cuando Berlín te asfixia y te consume.
Berlín es ese montón de ruidos, de sonidos, de carteles con luces de neón en los Späti, de nombres extremadamente largos en los carteles que identifican a las calles. Son bares y clubs que parece que no cierran nunca, tiendas que venden desde leche hasta Vodka y Club Mate a las 5 am. Es un constante trajín de personas. Son todas esas las sensaciones y pequeñas cosas que la hacen adictiva, como una droga, que te aleja de la que fue tu casa y tu identidad, pero que sí te permite ver con claridad la nueva vida que se va formando frente a ti.
Menos mal que la belleza sí que es subjetiva y que otras ciudades nos permiten apreciar la belleza sin tapujos. Pero, después de vivir en Berlín, y tan solo con alejarte de ella durante dos semanas, agradeces la maldita casualidad de haber acabado aquí y haber tenido la oportunidad de apreciar lo oscuro y siniestro de sus calles una noche de enero. A la vez que agradeces la claridad, la paz y el refugio que dan sus parques, los bosques que te sirven de calendario anticipándote lo que está por venir y esa sensación de estar siempre rodeado de agua al perderte por sus canales.
Menos mal también que, a pesar de todo ese ruido, aprendes a encontrar tu serenidad y empiezas a crear tu propia relación íntima con Berlín. De la que hablarás al llegar a casa, a tu otra casa. Una relación más pacífica, estable y sana con la ciudad. Una relación de la que sales reforzada cada vez que vuelves y la cual reconstruyes, si hace falta, cada cierto tiempo.
Porque si de algo te das cuenta en ese viaje en S-Bahn del aeropuerto a casa a toda prisa, es de que Berlín no cierra puertas, no pone puntos ni ahoga comienzos ni segundas partes. Berlín te pone la zancadilla y te hiela la sangre al salir del metro pero te da la mano y te levanta para que te enfrentes a sus calles de nuevo. Se ríe de ti pero te anima a intentarlo una y otra vez y, cuando ya no entiendes nada, te susurra al oído que “todo va a salir bien”. Por eso te acomodas en ese sillón verde y sucio del S-Bahn, dentro de un vagón cualquiera que huele a alcohol. Miras a ese grupo de jóvenes vestidos de negro dispuestos a empezar su noche, escuchas el sonido del S-Bahn alertando del cierre de puertas del vagón, actual banda sonora de tu vida, y te invade una cierta paz. Porque ya estás en casa. En tu otra casa.
Ana Fernández Pajares
Andaluza y residente en Berlín desde hace más de cuatro años. Tras su paso previo por Londres y Barcelona asegura que, aunque muchos vayan a Berlín con la idea de perderse, ella se encontró a sí misma más que nunca en esta ciudad. Traductora, creadora de contenido y amante de la escritura, de la lectura, de la fotografía y del arte en cualquiera de sus formas. Para ella, escribir es como una terapia en la que trata de poner orden a todo lo que se le pasa por la cabeza cada día y con la que trata de mostrar de alguna manera su visión del mundo.