El cadáver de Roberto Cáseres había llegado al Centro de Investigación de Ciencias Forenses pasadas las tres de la madrugada. Aún somnoliento, Marco Albán, el médico forense encargado de la necropsia, lo había esperado por más de dos horas mientras maldecía la interrupción de su sueño y le suplicaba a Dios que ya no le diera muerte a nadie más entre la medianoche y el amanecer. Estaba harto de que le privaran de su sueño porque al día siguiente no tenía más opción que trabajar en modo automático.
Cuando su auxiliar le informó que todo estaba listo, ingresó a la gélida sala y se acercó al cadáver para examinarlo. Aunque el frío procedimiento, la muerte y los cadáveres no le eran ajenos, le resultó extraña una particularidad nunca antes vista: la risa prolongada del difunto. «¿Quién puede morir riéndose?», exclamó colérico el doctor Albán, que nunca en su vida había soltado una carcajada alegando no tener motivo.
Entonces se acercó, y con la mirada fija en aquellos dientes que parecían un teclado de piano perfectamente ensamblado, intentó cerrarle los labios –ya porque no podía cosérselos de una vez por todas–, como si el pobre muerto no tuviera derecho a la felicidad después de sus días. Pero todo esfuerzo e indignación resultaron insuficientes. La sonrisa no desencajaba de su estado último y permanecía intacta, como a la hora de la muerte.
Sin poder escapar de su frustración, el doctor Albán decidió continuar con las incisiones para determinar la causa del deceso, pues externamente el cadáver no presentaba signos externos de violencia. Sin embargo, se sentía demasiado incómodo e inquieto. No podía dejar de mirar esa sonrisa que le parecía dantesca. Entonces decidió colocar una manta en la cabeza mientras se encargaba del cuerpo. «Al fin, pensó, sus familiares aún no lo reclaman. Apenas sabemos que se llama Roberto Cáseres por los documentos que portaba. Tenemos tiempo».
Pero en el cuerpo no encontró absolutamente nada que podría caber como indicio de muerte. Y aunque por varias ocasiones revisó el corazón, cada vez confirmaba lo mismo: se había paralizado para siempre, como manija de reloj que no resiste al tiempo. En la cavidad craneal tampoco hubo hallazgos que indujeran a pensar ya sea en muerte natural o en muerte violenta. Era un cuerpo en un alucinante estado de perfección, acaso como el que deseaba tener el doctor Albán.
A la frustración se le sumó la incertidumbre de no poder determinar con claridad la causa del fallecimiento. Aunque revisaba una y otra vez mientras fumaba un habano, siempre llegaba a la misma conclusión: nada, sin indicios. Ni siquiera un atisbo, ni siquiera una señal que algo sugiera.
Esta era, sin duda, la situación más estúpida que se le había presentado en su carrera. Aunque revisaba con mucha devoción parte por parte, desde las uñas hasta el último pelo, no encontraba respuesta sobre el fin de Roberto Cáseres. Mientras tanto la sonrisa prolongada seguía celosamente cubierta, sin inmutarse, y el doctor Albán no dejaba de pensar en ella.
Cuando dieron las cinco, su auxiliar le comunicó que era una inminente necesidad dar por terminado el procedimiento porque le esperaban tres cadáveres más junto con el estallido del llanto de los tristes familiares. Y a pesar de que temía de que esos tres cadáveres también estuvieran sonriendo, no se apresuró en el cumplimiento de su deber. Pensó que, al ser un fallecido sonriente, merecía atención especial y mucho más tiempo hasta determinar cómo y porqué murió, con apenas 47 años y con buen estado de salud. Pero pasaban las horas, y nada. No había nada.
Mientras bebía y bebía ingentes sorbos de café amarguísimo, el doctor Albán se percató de que el día hace rato había abrazado el alba. Los funcionarios del Centro llegaban bostezando y el agente de seguridad ya no sabía qué excusas interponer ante los familiares, que no estaban dispuestos a prolongar la espera y amenazaban con denunciarlo a él y al doctor Albán por secuestrar a un alma tan inofensiva.
Solo cuando los cadáveres pendientes habían pasado de tres a siete y las amenazas de los deudos tomaban cada vez más fuerza, a las nueve de la mañana en punto, como si se tratara una hora clarificadora, el doctor Albán llegó a la conclusión de que Roberto Cáseres había muerto porque no soportó la primera sonrisa de su vida, que le resultó prolongada e inadvertida. Pero para que no parezca un completo disparate, decidió escribir en el formulario que la muerte se debía a un trastorno de la alegría relacionado con una risa insospechada. (Trastorno Cáseres), escribió entre paréntesis.
Y como le sobrevino la angustia de morir a causa de la patología que él mismo acababa de inventar sin ningún sustento científico, solo por sacarse de encima al muerto, escapó vertiginosamente en busca de un terapista que le brinde unas sesiones de introducción a la risa.
Hoy sabemos que es el hombre más feliz y sonriente del mundo.
José Luis Íñiguez Granda
1996. Abogado por la Universidad Técnica Particular de Loja (Ecuador), donde se graduó con honores. Escritor, orador, articulista, gestor cultural y docente. Campeón Provincial y Vicecampeón Nacional de Oratoria, y Triunfador del Concurso Provincial de Cuento, 2010. Fue becado para representar al Ecuador en el II Foro de Jóvenes Líderes del Cono Sur en Argentina (2018). Ha recibido el Mérito Literario Benjamín Carrión Mora, la Orden José María Arguedas, la distinción “Personaje de la Poesía”, en Perú, y el Premio Honorífico del Concejo Municipal de Newark, New Jersey, EEUU. Su obra poética y narrativa se halla publicada en periódicos, revistas y antologías de España, México, Argentina, Chile, Colombia, Perú, Venezuela y Ecuador, así como en sus plaquettes Irrupciones y disonancias y Breviario de insomnios. Es director y editor de la Revista de Arte y Literatura El Faro y Secretario Académico de la Escuela de Formación Literaria de ASOARTES, organización que fundó y preside desde 2014. Se ha desempeñado como Técnico Cultural en el Municipio de Loja y Gestor de Procesos Artísticos en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Zamora Chinchipe. Actualmente es técnico de investigación en la Universidad Técnica Particular de Loja y docente de Lengua y Literatura de nivel secundario. Blog