Querida hermana,
te escribo urgente, debo reconciliarme con una narrativa suspendida antes de partir. Sabés, cuando fui a visitarte, aquella cálida tarde de abril, me sentía contenta que tu casa estuviese vacía de tus hijas y de tu marido. Estaba entusiasmada por tenerte así, sola como llegaste al mundo. Tu casa estaba llena de objetos, de cosas diseminadas dondequiera que los ojos se posaran, pero no en desorden, simplemente una gran cantidad de cosas particulares, bellas, inútiles, esparcidas sobre los estantes de la cocina, sobre las mesadas, almacenadas una sobre la otra. Entré a tu living y me detuve frente a un pequeño mueble con un montoncito de libros, eran todos viejos, avejentados en olor y color, maravillosos, puestos uno al lado del otro, eran diez quizá, o trece o tal vez quince. Entonces te acercaste y te pregunté si los habías leídos todos. Me dijiste que no, con una imposibilidad soldada a tu garganta, me confiaste que no lo conseguías, que empezabas a leer uno, quizá la portada trasera o la primera página, y tus manos cerraban el libro con efecto inmediato. “Viste”, me dijiste con los ojos semicerrados, como queriendo apuntar la flecha al blanco, “esa sensación de querer hacer alguna cosa con tanto ardor que termina por quemarte algún nervio detrás del oído, ¿en la nuca?” Oh, sí, conocía esa sensación. Pero lo que nos quema no es el ardor, querida mía, es la frustración con la que emprendemos la caza. Me sentí furiosa de tanta tristeza y en aquel momento no te lo dije, pero recordé las veces en que había cerrado algún libro porque leyendo me empezaba a marear la cabeza, no lograba concentrarme y, más leía, más oía la voz gritarme cosas espantosas. Me decía que era una ignorante, que había vivido mi vida clausurada en una burbujita, que no sabía nada ni de las mujeres, ni de los hombres, que no sabía qué era el mundo, la vida, el odio, el amor, no sabía yo misma qué cosa era, me decía que ya había perdido demasiado tiempo y que ahora era muy tarde para procurar entender algo, para husmear en algún libro alguna bella palabra reveladora. Con el tiempo logré acallar esa voz, por lo menos parcialmente, sabés, incluso pude echarla de la cocina una vez, mientras lavaba los platos, diciéndole que estaba desperdiciando su sagrado aliento, que yo ahora tenía todo el tiempo del mundo, el tiempo desde aquí hasta la eternidad, y quién desease meterme prisa, bien podía adelantarse, porque yo ahora iba a gozar del camino saboreando con ojos abiertos cada paso, con la libertad de dirigir mi pensamiento hacia un nuevo acto, nutriendo el placer de leer dos palabras aquí, otra allí, inventarlas yo, hallarlas detrás de un césped, en la sombra de una flor, en la fresca luz de la mañana, e iba a ser como el aire del campo, libre, incontenible, sola, en medio de las cosas, yo, tal como lo era ella.
Entonces pensé que no lograbas leer aquellos libros apilados sobre el mueblecito del living de tu casa, porque no tenías tiempo para ponerte a imaginar, porque no sabías qué hacer con tantas películas llenas de escenas y razones, te hubieras sentido demasiado abierta a la vida, demasiado expuesta a la profundidad de tu alma, erguida al borde de tu mente afilada. ¿Qué hubiera sido de esa madre, quién hubiese llevado sus hijas a la escuela? ¿Y de su casa quién se hubiera encargado? ¿Quién habría mantenido limpio el inodoro, preparado las tortas de cumpleaños, lavado las sábanas meadas, qué hubiera sido de su marido, sobre cuáles suaves curvas se hubieran posado sus manos laboriosas, quién le hubiese dado tetas, consuelo, culo y fuerza después del día de trabajo duro, quién, quién hubiera tomado tu lugar? Nadie, querida hermana, absolutamente nadie, estaba leyendo aquellos viejos huérfanos guardados en el mueblecito del living de tu casa.
Disculpa mi franqueza, hermana amada, es que no puedo extenderme en especulaciones. Partiré mañana, y el diablo me animó a sacar la lengua antes de cerrar la puerta.
¡Con cuánto cariño!
Te escribe,
tu hermana.
Antonella Lis Vigilante
Nació en Buenos Aires y allí vivió hasta los 9 años, cuando se mudó con su familia a Avellino, una pequeña ciudad italiana. Hace 7 años vive en Berlín, donde padeció un grave estallido de expresión que la llevó a dedicarse más intensamente a sus escritos y a la fotografía. Sus trabajos son fruto de aquellos sueños tan lejanos como son sus ilusiones, y tan presentes como es el deber de personificarlos.