Iba caminando por Puente Alsina.
Estaba cruzando el puente, de Capital a Provincia. Llevaba mi cámara de fotos.
Me paró la policía.
Cuando me detuve a mirar el Riachuelo, con idea de hacer una toma, vi que a lo lejos una mujer policía me gritaba y hacía señas. Detrás suyo venía otro uniformado. Sin pensar que me estaban señalando a mí, volví sobre mis pasos hacia Capital. Pero pocos metros más adelante, llegó la mujer policía jadeante, con la mano en la pistola que llevaba en el pecho. Apenas podía hablar… Me preguntó si no había escuchado el “Alto”. Le dije que sí, pero pensé que había sido para los sujetos que estaban caminando adelante mío.
Me preguntó que hacia en el puente. Cuando le dije que iba a sacar unas fotos, me ordenó que le mostrara la cámara. Ella siempre con la mano en la pistola que llevaba en el pecho, enfundada en el chaleco antibalas. Entonces le mostré mi cámara guardada en el estuche que llevaba en la cintura y se relajó. Le dijo al suboficial que la acompañaba, que les pidiera documentos a los sujetos que iban delante mío. El hombre obedeció y se fue. Después me dijo que le mostrara que había debajo de mi campera. Concretamente, me preguntó si era panza o droga. Lo dijo riéndose. Yo le pregunté si realmente quería que le mostrara, o era joda; entonces ella puso de nuevo la mano en la pistola que llevaba en el pecho. Abrí el abrigo y le mostré que había panza y no droga. Cuando abrí el polar para mostrarle, la chomba que tenía puesta dejó ver la cicatriz de una herida que empezaba en mi cuello y bajaba. Entonces fue instinto. Puro instinto, la oficial quiso tocarla… Me di cuenta, por cómo me miro. Levantó la mano señalándola, como si estuviera pidiendo permiso. Yo sin mover una pestaña ni decir una palabra, dije que sí con la cabeza. Entonces ella apoyó su dedo indice en la herida. Y la recorrió unos centímetros hacia abajo. Después se sonrojó.
Pidió disculpas por lo bajo. Siempre con su mano empuñando la pistola que llevaba en el pecho.
-Qué loca que está, pensé.
Después le dije que tenia miedo, que por favor me acompañara hasta el puesto policial que estaba debajo del puente. No sé por qué le dije eso. No tenía miedo, ni había motivo de peligro, para seguir caminando. Pero quería que viniera conmigo. Aceptó. Siempre con la mano agarrando la pistola que llevaba en el pecho. Silencio. Silencio durante esos doscientos metros que caminamos juntos, pegados, conectados, hasta llegar al puesto policial. Antes, pasamos al lado del suboficial que estaba revisando los documentos de los sujetos, dados vuelta y con las manos en la baranda del puente, que iban caminando delante mío. Cuando estábamos a unos pocos metros del puesto policial, me aseguré de que no hubiera nadie escuchando, y me animé. Fui directo y claro: -Podés hoy a las diez acá mismo.-. Ella me miró, seria. Dijo que sí con la cabeza, se dio vuelta y volvió por donde vinimos. Estaba contenta. En realidad, no sé como puedo afirmar que estaba contenta; porque su cara no cambió de expresión y cuando se fue solamente podía verla de espaldas.
De todos modos, me gustó verla irse.
A la noche, la esperé en el Café de los Angelitos, justo enfrente del puesto policial. Me pareció mejor ahí, que en el lugar donde podían verla sus colegas. Cuando llegó, pude confirmarlo: estaba contenta. Apareció con una campera negra brillante y calzas. Negras. El pelo enrulado suelto y un maquillaje suave. Arreglada. No tenia en claro por que la había invitado. Creo que porque estaba lo suficientemente loca. Y a mí las locas siempre me gustaron: la imprevisibilidad es algo que me fascina. Iba calzada, me lo hizo notar cuando abrió la campera y me mostró el arma. Creo que la abrió para eso, para que viera que iba calzada. Y la remera corta que llevaba puesta. Yo reaccioné como si siempre saliera con mujeres armadas. Sin duda, pasé la prueba.
Entonces fue ella quien me dijo que vayamos a tomar un café a otro lado. También me dijo que vayamos en su auto.
Dejé mi auto y fuimos en el de ella. Agarró por Av. Rabanal y anduvimos unas cuadras; sin decir una palabra y sin pensarlo demasiado, le apoyé mi mano en una de sus piernas. No fui suave. Al contrario, quería provocarla. Entonces arrancó violentamente con el semáforo todavía en rojo, cruzó Bonorino, se subió a la vereda y entró al parque. Mientras buscaba un lugar donde estacionar, acomodé mi mano entre sus piernas. Ella me miró, sin decir nada.
Me llamo Esteban y tengo 52 años. Ella, 26. No importa cómo se llama..
Sin demasiado espacio, el Corsa no es muy grande, comencé a besarla. Abrí su campera y me encontré con su pistola. La tomé. Y ella me miró agresivamente; pero dejó que sacara el arma para ponerla en la guantera. Se rió. Lo interpreté como una muestra de confianza. Entonces pensé nuevamente: -Está completamente loca.-. Lo pensé como si yo estuviera completamente cuerdo. Después comenzó un intercambio intenso. Caliente, desenfrenado. Propio de adolescentes. Feroz. Como la primera vez que nos vimos, volvió a apoyar su dedo indice en mi herida y la recorrió unos centímetros hacia abajo. Cuando le dje que mi herida había sido por una operación, la besó. Después, siguió besándome en el pecho. Desabrochó mi camisa y empezó a bajar. Pero tuvo que detenerse. En el momento en que iba a pedirle que vayamos a un hotel, escuchamos golpes muy violentos en el baúl del auto. De repente, nos vimos rodeados de una banda de pibes y pibas completamente drogados. Sin darnos cuenta, estaban por todos lados. Eran varios. Dos pibes de 15 ó 16 años. Y dos pibas más grandes, tal vez 18 ó 19. También había un tipo de más de 50 años, al que llamaban Patito. La piba que mandaba rompió el vidrio del lado de mi compañera. Nos apuntaron y tuvimos que bajar. En ese momento, me llamó la atención que la mujer policía no hubiera tratado de recuperar el arma que estaba en la guantera. Después supe que si la identificaban como policía, la hubieran ejecutado en el momento. Hasta ahí, tuvo suerte.
Lo que vino después fue una carnicería.
Nos revisaron. Nos tiraron al piso. Los pibes estaban drogados. El tipo de 50, estaba borracho. Se reían, lloraban, jugaban con revólveres y navajas. La que mandaba tenia un cuchillo y me lo ponía entre las piernas. Yo no sabia que hacer, hasta que les dije que había merca en el auto, que estaba en el baúl. Mi compañera me miró asustada por la mentira. El tipo de 50, fue a ver. Cuando no la obtuvo, me patearon. Me pegaron. Entonces les dije que estaba detrás de la guantera, que había que desarmarla. Me hacían caso, solamente, por el estado en que estaban. Igual fue muy arriesgado. Apuntándome a la cabeza, Patito me acompañó al auto. Cuando me llevaba, pude ver que tenía una cadena con un objeto metálico colgado; que me resultaba familiar, pero no podía reconocer de que se trataba. Me dio un golpe con el revólver, por mirarlo demasiado. Entonces me di cuenta que era la sortija de una calesita. Creo que la imagen mía de pibe agarrándola, fue la que me dio coraje. Cuando abrí la guantera, saqué el arma y sin que Patito la viera venir, le disparé dos tiros. El grupo que retenía a la mujer policía estaba a unos diez metros del auto; creyeron que el muerto había sido yo. La agente también lo creyó. Cuando la mina del cuchillo gritó: -Patitoooo…-, y nadie contestó, la mujer policía se la sacó de encima y corrió. Entonces el otro pibe que estaba armado empezó a tirar disparos para todos lados, pero estaba tan dado vuelta que le dio a su amiga, que cayó muerta. Quedaban tres. Yo me escondí detrás del auto, la mujer policía corrió y vino al lado mío. Me sacó el arma y salió disparando. Primero mató al que tenía el revólver. Después al compañero, que no estaba armado. Y por último, ejecutó a la piba que quedaba. Tres tiros en el pecho.
Después, vino un silencio tan oscuro como la arboleda de Pompeya donde estábamos, ese martes a la noche. Me gritó que me fuera. Le dije que no. Me volvió a echar, esta vez apuntándome. Entonces me fui, dejándola a ella con los cinco muertos.
Cuando me estaba yendo, pude verla agachada frente a su última víctima. La que bajó con tres tiros. Tocaba con el dedo índice el lugar de las heridas. El pecho.
Jamás volví a Pompeya. Ni en colectivo. Ni a pie. Tuve la idea loca de buscarla. Pero solamente quedó esta historia. El cuento de una mujer policía que llevaba una pistola en el pecho. Y tocaba con el dedo índice, las heridas en el pecho de sus víctimas.
Como si estuviera buscando algo.
Tal vez un corazón.
-Mentí. Volví a Pompeya.
Volví porque no me la pude sacar de la cabeza. Pero no la encontré. Ni siquiera sabía su nombre. El suboficial que la acompañaba aquel día en el puente, se llamaba Galíndez; lo recordaba porque vi su placa y la relacioné con el boxeador. Pero lo habían transferido. Y nadie recordaba haber visto a una mujer policía que llevaba una pistola en el pecho. En realidad, nadie quería decirme nada. Los cinco muertos de aquel martes a la noche, no aparecieron en ningún lado.
Y uno era mío.
Mientras averiguaba, me asaltaron en la esquina de Enrique Ochoa y Ventura de la Vega; justo enfrente de la calesita. No me robaron nada, tampoco me pegaron. Una piba, de 18 o 19 años, me puso un revólver en la boca, mientras otros dos pibes de 15 o 16 años me tomaban de los brazos. Después, la piba me gritó al oído que me fuera. Y cuando vio mi camisa abierta, retrocedió. Pensé que era por mi vieja herida, pero no fue por eso. Sacó el revolver de mi boca y gatilló varias veces. Esta vez, sí me fui. Antes de abandonar Pompeya para siempre, supe que el filete que estaba pintado en la calesita era para Patito. El tipo que nos asaltó en Av. Rabanal y Bonorino. Era un homenaje de su banda, al dueño de la calesita. El tipo que yo había matado.
También supe que en la calesita dejaba pasar gratis a madres y pibes pobres, muy pobres.
Después les ofrecía ropa y comida. Bebida. Paco y armas. Con la calesita, Patito reclutaba.
Todos lo sabían. Cada vez que Patito daba la sortija, había elegido un nuevo integrante de la banda. Parece una joda, pero no. Era así.
Lo que no sabían era que la sortija ahora la tenía yo. Se la había arrancado, después de haberlo matado. Por eso la piba gatilló a cualquier lado. Se asustó cuando la vio colgada de mi cuello.
Sirvió. Si alguna vez tuve un cargo de conciencia. Ya no.
Eliminé a Patito. Flor de hijo de puta.
Y a esa mujer policía, que llevaba la pistola enfundada en el pecho, jamás la pude olvidar.
Ovidio Galindez
Ovidio Galindez nació en Buenos Aires, en 1965. Se recibió en la Universidad del Cine como Director Cinematógrafico y en la Universidad de Belgrano como Técnico en Sistemas Multimediales. Fue el responsable de la producción de diversos medios relacionados con la industria de la Televisión por Cable y las TICs: ATVC Revista (Organo oficial de la Asociación de Televisión por Cable), ATA Noticias (Asociación de Telerradiodifusoras Argentinas) y la Gaceta de AIR (Asociación Internacional de Radiodifusión). En 2004 fundó URBE Multimedia, primera editorial digital perteneciente a la Cámara Argentina del Libro. Y sus libros multimedia han sido comercializados en las principales cadenas de librerías de Argentina, así también como Amazon. Ha estudiado escritura en Guionarte, donde colaboró como coguionista en diversos ciclos televisivos. Ha escrito y/o filmado numerosos guiones en la Universidad del Cine (cortometrajes, largometrajes y telenovelas). Además de su afición por la escritura, Ovidio navega a vela en Laser Internacional.