I
Hay una mancha de humedad que crece en la esquina superior de la habitación. Me recuesto en la cama y la observo, pienso que son las lágrimas que no me han dejado derramar. Pienso que es la oscuridad que se cierne sobre mí. Todavía no hay hora en que el peso muerto de las sombras o el recuerdo del aliento etílico mencionando mi nombre sobre el rostro, no me ocasionen devolver lo poco que hay en mi estómago. No hay noches tranquilas, lo escucho respirar agitado. El sudor frío me despierta. Mi cuerpo cambia con el paso de los días, algo palpita en mi interior.
II
Rosario cumple hoy dieciocho años, el primero de muchos que vivirá sin sus abuelos. Su madre y ella habitan la misma casa pero apenas se hablan. Sale a caminar por el muelle y observa el carrusel de la feria con figuras incompletas de madera, todo luce viejo y oxidado. Hace mucho que las luces no se encienden. Rosario ha intentado acercarse y no importa cuánto le busque la mirada a su madre, sigue sin encontrarla. Necesita saber por qué esa mujer fría nunca la arropó para dormir, por qué nunca le contó cuentos, por qué nunca jugó con ella a las muñecas, a la pelota, a las escondidas, por qué nunca le trenzó el cabello. Por qué nunca le tomó fotos haciendo cosas graciosas, como a otros niños. Por qué nunca asistió a sus bailables de la escuela, por qué los abuelos parecían más interesados en ella que su propia madre. Por qué nunca guardó las manualidades o los dibujos que hacía para ella. Dónde está su padre, por qué nunca se toca ese tema. Ya es mayor de edad y tiene derecho a saberlo, se lo preguntará sin rodeos al volver a casa. Ese es su deseo de cumpleaños: conocer la verdad.
III
Apenas puedo moverme, una pasta pegajosa me cubre los párpados y siento como si las pestañas inferiores y superiores estuvieran trenzadas entre sí. Después de un tiempo en pausa, las manecillas de un reloj, lejano, avanzan. El eco de cada tic golpea las paredes que me rodean con el tac. Por fin logro abrir los ojos, lo suficiente para observar a mi alrededor, parece un hangar abandonado, no logro mantenerme despierta, pierdo el sentido. Recibo un baldazo de agua fría sobre el rostro. Un grupo de sombras me rodean, susurran mi nombre, se turnan conmigo. Mi cuerpo grita de dolor aunque nada sale de mi garganta. Sigo perdiendo sangre, cada vez estoy más débil.
Los códigos de la ambulancia me parecen visiones lejanas, igual que la blancura del hospital al que soy trasladada. ¿Estoy muerta? Todo luce irreal y el dolor viene y va. Escucho a la enfermera en turno hablar de los horarios, siento como mi vientre bajo y las piernas se acalambran, siento los cortes de cuchillos invisibles, se atrasó con los sedantes. Estoy viva, el ardor me lo confirma, también la letanía de mi madre orando junto a la cama. La veo apretar la biblia contra su pecho mientras el doctor y la enfermera me hacen una serie de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿Sabes lo que pasó?¿Sabes qué día es hoy? ¿Estás lista para hablar con la policía? Me llamo Ángela, no deseo hablar de lo sucedido, sí, es 15 de mayo, no por ahora. El doctor niega con la cabeza, estamos en julio. Me darán de alta, pero antes debo saber un par de cosas sobre cuidados prenatales, mi madre asiente mientras acaricia mi cabello. La sorpresa fluye en una cascada de agua salada y amarga a través del rostro, siento que me ahogo.
IV
Las relaciones en casa siguen igual que antes del incidente. Sus padres parecen témpanos, asoman la cabeza sobre un mar cotidiano y nadie se sumerge lo suficiente para saber que hay debajo. El padre apenas habla durante el desayuno, se interna en el periódico y evita el contacto visual entre bocados. La oficina es su guarida. La madre, en cambio, pasa el día entero en casa, demasiado ocupada para cruzar palabra con ella. Hace tiempo que no pronuncia su nombre: Ángela. La madre abnegada siempre lavando, planchando, cocinando, tejiendo y rezando. Un par de semanas después carga, incrédula, a una chiquilla de tez morena y ojos almendrados. Sus abuelos la bautizan, la llaman Rosario y le dan el amor que no supieron dar a su hija, o lo intentan. En cada cumpleaños la llevan a la feria del muelle, le compran algodón de azúcar y la dejan subirse al carrusel. Rosario se siente amada mientras da vueltas sobre el caballito de madera, se siente amada y arropada por la brisa cercana del mar. Ángela nunca los acompaña, los ve alejarse e imagina que tienen un accidente, que se pierden, que nunca vuelven. La realidad la abofetea con la risa infantil de su hija haciendo eco en la casa al atravesar la puerta, se encierra en su cuarto y los ignora.
V
La primera vez que resbalé por las escaleras sí fue un accidente, me desmayé con el golpe. El doctor dijo que era un milagro que el bebé siguiera ahí, tenía el cuerpo amoratado y un bulto en la cabeza. Estuve a punto de perderlo, por eso pensé que sólo faltaban un par de “accidentes” más para deshacerme de eso. Las siguientes veces, apenas escuchaba la puerta cerrarse detrás de mi madre, me aventaba de frente y rodaba del segundo al primer piso, no me importaba morir, si con ello lograba deshacer aquello. Sólo obtuve la vigilancia de mi madre y un constante sangrado que me obligó a permanecer en cama.
Ahora subo las mismas escaleras por las que me arroje esperando que no naciera y le digo que me siga. Saco la maleta que oculto bajo mi cama. Le cuento mi versión de la historia, una armada de recortes y notas policiacas, fotos de violadores, ex convictos y papeles amarillos. Los he reunido devotamente por años y espero que, después de eso, la muchacha se aleje, por fin, para siempre de mí. Le digo que escoja uno, cualquiera podría ser su padre.
VI
Rosario lo revisa todo. Lee minuciosamente los recortes. Sostiene con fuerza las fotografías. Cree reconocer sus facciones en diferentes hombres: sus ojos son como los de ese o tal vez tenga los mismos labios de aquel, el color de piel, el cabello. La vista se le nubla por las lágrimas, no escuchó la puerta ni los pasos alejándose pero sabe que está sola. Levanta la mirada y observa una mancha de humedad en el techo de la habitación. Se mueve y cambia de forma. Rosario se recuesta sobre los papeles y mira el moho crecer sobre ella.
Zeth Arellano
Zeth Arellano es Licenciada en Cs. de la Comunicación y narradora mexicalense dedicada al relato breve. Ha participado en las antologías Ojo de Pez y en la edición Lados B 2018 por Nitro/Press. Cuenta con participaciones en revistas digitales como ERRR Magazine, Penumbria, El Septentrion, Letras de Reserva y Pez Banana, en el Diario Correo del Sur, en el suplemento cultural Puño & Letra que se imprime en Sucre, Bolivia así como en la revista Cinosargo que se imprime en la frontera norte de Chile. Obtuvo el primer lugar en narrativa del VIII Certamen Literario Ricardo León en Galapagar, España y Segundo lugar en el Concurso Internacional de Cuento Libro Club ILCSA, en México. Actualmente cursa la Maestría en Cultura Escrita en el Centro de Posgrado y Estudios Sor Juana, en Tijuana. Blog – Instagram