Sí, reconozco que puedo llegar a odiar a la gente por su mera presencia. No a nadie en particular, claro, me refiero a la masa: a la gente-masa.
Nunca he sido gregario y eso que la independencia emocional es una batalla constante para mí. Una batalla que casi siempre pierdo.
Cuando camino por la calle y escucho un taconeo a mi espalda ya estoy intranquilo.
Muchas veces dejo que la puñetera taconeadora ─ suele ser una mujer, aunque a veces es un hombre ─, me adelante, o, directamente cambio de acera. No soporto ese apremiante «clap, clap» de los tacones que me persiguen. Generalmente pertenecen a alguna “Maruja” de aspecto inofensivo ─aparentemente inofensivo, recalco─. La veo pasar con desprecio ¡Ale! Vete lejos de una vez.
Cuando avanzo con el coche, conduciendo sudoroso por una carretera atestada, o cuando me abro paso a codazos por las abarrotadas aceras de la ciudad, también cuando me veo obligado a entrar en una sala de espera, y hasta cuando tengo que pedir una bebida en la barra de un bar… ¡Siempre hay alguien que me saca de mis casillas! Disimulo, claro, pero por dentro estoy encendido de ira.
Si por casualidad me apetece caminar buscando papeles, monedas o colillas, siempre habrá alguien que surja en el momento más inoportuno, avergonzándome, frustrando mi pesca.
Si tengo prisa, aparecerá el inevitable grupo de gordas, o de gordos, o de niños, o de viejos…parloteando y tapando justo el hueco de acera por el que tengo derecho a pasar.
Odio a los grupos de gente que se ponen a hablar, indiferentes al paso de los demás, despreciando a los demás, despreciándome a mí. ¡A mí no se me puede despreciar!
Los camareros por ejemplo, creen que te hacen un favor por servirte un café maloliente que cobran a precio de oro. Yo tampoco les miro a la cara. ¡Si supieran! Mi desprecio es infinitamente superior al suyo. Y esos funcionarios, sumidos en su ridículo mundo, esos estúpidos a los que se les escapa el gesto de hastío…Mi hastío es muy superior al suyo.
Me niego a escuchar el coro de voces chillonas, inmersas en su propia estupidez, gente que no mira por donde va, que no sabe adónde va, gente que, en su arrogancia, no se para a pensar, y que, quizá ya es incapaz de pensar, ingentes ríos repletos de chusma humana…
¿Seguro que son humanos? Parecen marionetas. Prefiero apartarme, cambiar de rumbo si es necesario, aunque tarde más en llegar a mi coche, aunque algo muy en el fondo, me diga que debería haber buscado otra solución.
Me horroriza dirigirme al grupo de viejas que ocupa mi acera y pedirles que se aparten, estoy seguro de que no lo harían, que se reirían de mí. Y eso no podría soportarlo.
Me revuelve el estómago circular con el coche para encontrarme la vía obstruida por esa gentuza que aparca en segunda fila. ¡Sí! Es seguro que algún cenutrio habrá dejado su coche en doble fila tapando tu carril. Eso si no te quedas a mitad de calle, parado ante un semáforo rojo, y todo porque la vía es demasiado pequeña para que aparquen en doble fila, como hacen con absoluta desfachatez, mientras tú sientes el agobio añadido de no poder avanzar ni retroceder, con los coches que vienen de frente por la otra calle, con el riesgo de chocar y arrollarte, por supuesto.
Esta tarde todo parece haber confluido para hacerme la vida imposible.
¿Una cadena de casualidades? No, no creo que sea casualidad. Lo cierto es que una serie de contratiempos sin aparente conexión entre sí y de desgracias sin precedente han caído sobre mí, como si se tratara de una plaga bíblica. Puede que no haya ninguna razón objetiva para lo que voy a hacer. No me importa.
Tomo mi vieja pistola del nueve largo y monto el rifle. Subo a la torre más alta de la ciudad.
«Desde aquí parecen hormigas.»
Apunto cuidadosamente y selecciono a la primera marioneta. Es una gorda que se ha parado a hablar por el móvil tapando la entrada de una tienda del centro comercial.
No sabe que muy pronto se doblará sobre sí misma para morder el polvo. Continúa con su estúpido parloteo, gesticulando al aire, ajena a su destino. Siento el frío del gatillo, el peso del arma me purifica, al tiempo que me infunde valor.
Ya silba la primera bala.
Pero nada sucede. La gorda ni se inmuta. Ahora que me fijo, toda la acción a mi alrededor parece haberse detenido. Ninguna de las figuritas humanas se mueve.
No es posible, he de bajar a la calle para comprobarlo.
Un gigantesco silencio se ha levantado de repente y me golpea sin misericordia. No se oye el ruido del tráfico, ni siquiera se oye cantar a los pájaros.
Nadie me sale al paso, nadie se cruza en mi camino, nadie me entorpece.
Avanzo ligero, con el rifle en la mano, atento a cada esquina.
Pero no hay nadie.
De improviso distingo una silueta que avanza hacia mí, es lo único que se mueve en toda la ciudad aparte de mí mismo.
Cuando se acerca veo que es un hombre que se me parece, lleva un rifle en la mano y una pistola al cinto, se me parece demasiado, tanto que su rostro es idéntico al mío.
Es el mío.
Entonces comprendo, las reglas han cambiado. Ya me está apuntando.
Sólo uno de los dos puede seguir vivo.
Mariano Moreno Casquete
Licenciado en Derecho. Ha publicado relato corto y poesía. Ha colaborado con varias revistas de difusión cultural, también ha sido alumno de la Escuela de Creación Literaria de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Fue miembro de la asociación literaria «El sueño del búho.» En la actualidad es miembro de «CLAVE», (la asociación de críticos y escritores valencianos.) Cuenta con publicaciones entre las cuales se encuentra la novel Los casos de Morgado (LETRAME, 2018)y el poemario Aire. (CALIGRAMA, 2018). Ha publicado en diversas revistas literarias, antologías y ha recibido premios en certámenes literarios. Blog – Facebook – Instagram