Pocas veces llega una historia que logra ejemplificar de forma sencilla procesos que, por regla general, son complejos. Hace bastante tiempo ya, una mujer me relató lo siguiente: cuando había terminado la escuela y debía decidir qué estudiar, ella lo sabía con certeza; deseaba anotarse en Bellas Artes y dedicarse a la pintura. Pero sus padres se opusieron, argumentando que debía estudiar una carrera que le redituara económicamente (¿les suena?). Después de acaloradas discusiones, el padre decidió al fin que ella iba a estudiar medicina, por lo que se inscribió en la carrera a regañadientes y comenzó a cursar. Para llegar a clases, debía coger el metro y hacer un recorrido de más o menos quince estaciones.
Terminando de cursar el segundo semestre de la carrera, cuando había aceptado su destino y no le disgustaba lo que estaba estudiando (era muy buena alumna, como siempre), tuvo un incidente en el metro que marcó una nueva era. Aquel día, el tren estaba muy lleno y ella comenzó a incomodarse; de pronto, no lograba ver con claridad, parecía encontrarse detrás de un cristal opaco. El corazón se le aceleró y un terror arrollador e inexplicable la invadió; sus piernas se le aflojaron y sintió que debía huir. Bajó en la siguiente estación transpirada de pies a cabeza, totalmente colapsada y a punto de desmayarse.
A partir de allí, cada vez que tenía que coger un tren se inquietaba y comenzaban los síntomas. En la mayoría de las ocasiones lograba controlarlos, pero en otras debía bajarse hasta dos veces en el mismo trayecto. Lo que había sido un ataque de pánico puntual pronto se transformó en una fobia persistente. Así estuvo más de un año (imagínense soportar cada día semejante tormento) hasta que explotó en llanto, habló con sus padres y no encontró más remedio que dejar la universidad.
Después de haber abandonado sus estudios, pasó unos meses sintiéndose angustiada y muy delicada, pero ¡oh sorpresa! pudo coger el metro sin problemas, sin ansiedad. Cuando me lo contó, ya habían transcurrido más de diez años de los sucesos, años en los cuales no tuvo ningún inconveniente al viajar en transporte público. Por arte de magia desaparecieron los síntomas, a la manera de como vinieron.
No hace falta ser muy perspicaz para vislumbrar la relación entre la interrupción de los estudios y la repentina desaparición de los ataques de pánico. En su sintomatología subyacía un conflicto entre el deseo y la moral, que podía interpretarse como un sabotaje inconsciente para revelarse contra la imposición de sus padres. Su deseo se encontraba subyugado, lo contuvo todo lo que pudo; sin embargo, el cuerpo le avisó (a través del miedo) que estaba atrapada en un tren que no era el suyo.
Esto no significa que uno se entregue a la ley del menor esfuerzo y haga todo el tiempo lo que se le antoja. Tienen que pactarse convenios entre el querer y el deber que sean viables. Es bueno y saludable tener metas, pero estas deben estar acompañadas (más o menos) por el deseo de uno; si no, tarde o temprano, emergen complicaciones.
Cabe aclarar que los síntomas no solo se manifiestan en respuesta a las imposiciones que vienen de un otro con autoridad, sino que también y con más frecuencia responden a autoexigencias (bienvenidos al Turismo Interior). Tampoco puede afirmarse que toda persona que esté bajo presión indefectiblemente deberá presentar síntomas. El tema de este equilibrio es demasiado complejo como para abordarlo de forma exhaustiva en un escrito tan breve. Pero bueno, como se suele afirmar: El miedo no es tonto. Es una señal que avisa que estaría bien detenerse e indagar qué sucede: no vaya a ser que estemos montados en un tren que no es el nuestro.