Turismo interior nace, en un principio, de la experiencia que fui forjando en el transcurso de quince años de labor. Más que nada, son patrones de conductas y pensamientos que he ido observando en distintas personas como también en mí mismo.
Turismo interior es viajar a países lejanos, descubrir nuevos lugares, pero para adentro. La ciencia admite que es tan desconocido lo macro como lo micro. No se sabe con certeza cómo funciona el universo en sus confines ni la mecánica íntima del cerebro (el porqué de muchos sentimientos).
Estos viajes internos no serán terapéuticos, ni mucho menos, sino que tienen su razón de ser en mostrar ciertas curiosidades de nuestra psiquis, donde no pocas veces somos forasteros de nosotros mismos.
La diferencia entre envidiar y admirar
Todos aprendemos desde pequeños a compararnos con los demás. Los otros serán pronto los referentes de cómo sentirse o cómo actuar ante determinadas circunstancias. De allí surge la “normalidad” (sí, entre comillas) y se estructura gran parte de nuestra identidad. A quién no le ha pasado alguna vez, por ejemplo, encontrarse con alguien que posee justo lo que uno anhela desde hace tiempo y, de inmediato, sentirse frustrado. Uno se compara con el pudiente y sale perdiendo, diría un abuelo del barrio.
Se escucha al locutor interno: «¿Por qué él tiene un coche de alta gama y yo no?». O «¿por qué Matilde es tan guapa y yo no?» Y un sin fin de preguntas por el estilo. He elegido dos ejemplos bastantes grotescos, pero el lector o lectora sabrá a lo que me refiero. A ver: «Juanito tiene estudios y yo no», «Rebeca está felizmente emparejada y yo no», «Georgina es segura de sí misma y yo no», «Rodolfo tiene mucho dinero… ».
Si ante la percepción de esta carencia experimentamos envidia, será porque nos sentimos menos. Es muy raro caer en la envidia cuando se anda bien. Nos llenamos de malos sentimientos y hasta podemos desear el mal a nuestro prójimo. Si nos percibimos como inferiores, nos aislaremos y nos reprocharemos: «Esa persona puede y yo no». Retraídos, nos alejamos de aprender. Y aquí radica el fallo: quedamos fuera de juego y no nos atrevemos a averiguar cómo lo hizo el otro, para después intentar imitarlo, seguir sus pasos. Nadie nos adoctrina, preferimos no perder razón y nos empecinamos como cangrejos en ese minúsculo e incómodo reducto llamado resentimiento. La envidia es mala porque nos entierra más.
Pero si lo que sentimos no es envidia sino admiración, la cosa es muy distinta. El lugar de aprendiz, en estos casos, es el mejor: nos acerca cada vez más al objeto preciado, sea estético, económico, cultural o espiritual. Parece ser que el equilibrio anímico viene de la mano de seguir el propio deseo. Ojo, no estoy diciendo que hay que ser egoísta ni adaptarse plenamente, sino identificar y asumir nuestros deseos con sus consecuencias y derroteros.
Recuérdese que la humildad tiene dos vertientes o caras. La primera, la más conocida, es entender que uno no es más que el otro. Desde esta perspectiva uno no tendría que sentirse superior a nadie. Pero la segunda cara de la humildad radica justamente en entender que tampoco el otro es más que uno. Con frecuencia se es aprendiz y muy pocas veces experto.
Próximas entregas: El mayor error con la ansiedad, El superyó, Diferencia entre quiero y debo, La costumbre de anotar e interpretar los sueños…
Maximiliano Luis Freites
Licenciado en Psicología en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Desde el 2008 vive y atiende su consultorio en el barrio de Neukölln, Berlín. Escribe de a ratos. En enero del 2021 publicó su primer libro de relatos “La mueca de la hoja” (Editorial Abrazos)