Mientras la lluvia la empapa, la mujer espera con las manos en los bolsillos de su campera gris y baja la mirada para evitar pisar los charcos a la orilla de la ruta. Se aprueba a sí misma con un gesto tonto por haber elegido las botas viejas de cuerina gris. Mueve apenas los pies en un intento vano de calor, cuenta los postes del tendido eléctrico del otro lado de la calle para pasar el tiempo. Mira el cielo encapotado volviendo su rostro anguloso completamente hacia arriba, y al bajar la vista, ve al ómnibus detenerse dejando escapar un quejido mecánico. La puerta de doble hoja del interno 38 se abre y ella sube los cinco peldaños tomándose de las barras de seguridad con ambas manos. Una vez que su cuerpo se acostumbra a la vibración de la marcha, camina algunos pasos buscando en el bolsillo de la campera el puñado de monedas y las introduce de a una en la ranura de la máquina expendedora de boletos. Una vez que tiene su ticket, ocupa un asiento al frente del vehículo del lado de la hilera de asientos simples. Casia siempre busca sentarse cerca de la máquina de los boletos porque es el mejor sitio para observar los zapatos de los pasajeros que suben en los distintos tramos del recorrido. Si algo le ha enseñado la vida, es que el calzado de una persona dice más sobre alguien que lo que cualquiera estaría dispuesto a hablar sobre sí mismo en una vida entera; allí están los tacones de oferta de la aspirante a secretaria ejecutiva, los botines lustrosos y acordonados de los bancarios de sueldo mínimo, las zapatillas gastadas de los chicos de la escuela que viajan con el fútbol bajo el brazo pensando más en el recreo que en la tarea y los botines con punta de acero de los empleados de la construcción. Hoy está abierta a la sorpresa porque con el aguacero, el caudal de pasajeros puede aumentar o disminuir pero evidentemente será distinto al de costumbre.
El muchacho del primer asiento junto a la puerta estira la pierna izquierda y la cruza casi hasta mitad del pasillo, calza borceguíes de cuerina marrón oscura gastados por el uso y lleva los cordones flojos sujetos con un nudo simple; la lectura preliminar es muy sencilla: no le importa su aspecto ni es obsesivo del control. Pero esos zapatos dicen mucho más: hablan de un hombre solo. No existe una madre que lustre los borceguíes por la noche después del trabajo. O que le ruegue que se ajuste los cordones por seguridad, como si todavía fuera un niño. No hay marcas de ninguna suela que haya pisado la punta de esos zapatos buscando un beso de despedida para una esposa o una novia.
Un pozo hace corcovear al 38 sobre el asfalto y el muchacho aprovecha para reacomodar las piernas en el espacio de su asiento. Casia traslada su atención a la chica joven que viaja a su costado. Usa sandalias en tono coral de doble tira cruzada y taco alto. Evidentemente el temporal la sorprendió mucho antes de haber vuelto a casa. En mitad de una noche de seducción, donde debía parecer más alta, impresionar, mostrarse audaz. De repente la chica se levanta y camina hacia la puerta delantera donde le pide al chófer que se detenga en la próxima entrada abortando todas las posibilidades de análisis para su observadora furtiva. Entonces Casia ahoga un bostezo y afirma la frente en el ventanal frío para que, la modorra vaya mutando en somnolencia. Sabe que dormitar no es una buena idea, que podrían intentar robarle la cartera que lleva colgada cruzada bajo el sacón pero el ruido de ese motor aguerrido la acuna irremediablemente. La llena de recuerdos.
Recuerda vueltas en calesita en la plaza del barrio mientras sus padres la observan desde los bancos de madera laterales. Después volvían los tres de la mano, y sólo se escuchaban rebotar los tacos de los zapatos de domingo de su mamá contra las baldosas de canaletas de la vereda. Los mocasines del padre eran absoluto mutismo. Los usaba los días de franco, o cuando debía hacer algún trámite relevante. El resto del tiempo, calzaba los zapatos de trabajo. Casia esperaba todos los sábados por la tarde cuando su padre terminaba la jornada al volante del interno 6 de la Línea 37 parada cerca de la ventana del comedor. La niña escuchaba el bocinazo y salía disparada para acompañarlo hasta los galpones de la empresa: amaba sentarse en el primer asiento detrás del cubículo del conductor y ver pasar la ciudad por la ventanilla deslizable. Todo se entrelazaba en los recuerdos de una niñez inocua de cualquier hija de clase media, cuyo sueño era tener alguna vez un festejo de cumpleaños que incluyera una piñata.
Fue en su cumpleaños número nueve, cuando ya se habían ido los compañeros de clase y el resto de las visitas que Casia oyó a su papá diciendo más para sí mismo que para ella “ya estás grande” mientras buscaba el libro de cuentos que quería escuchar esa noche; relatos donde no faltaban príncipes valientes, futuras princesas caídas en desgracia, hermanastras malvadas, hechizos y brujas.
Su padre era el encargado de ponerle voz y color a sus historias favoritas, luego de la cena mientras la madre se ocupaba de lavar los trastos y ordenar la casa. Así era desde que Casia tenía memoria, tal vez antes. En esa noche del cumpleaños de nueve, se acomodaron como siempre; ella arropada entre las mantas, él, al lado, sentado en la vieja mecedora del abuelo muerto. La chica cerró los ojos dispuesta a dejarse llevar por la aventura, podía oír las manos callosas del padre, dando vuelta las páginas hasta encontrar la setenta y cuatro, con la esquina superior derecha apenas doblada. Ella recordaba sin esfuerzo el número de página pero como había observado la especial delicadeza que su padre empleaba en hacer esa marca, nunca decía una palabra.
Transcurrieron varios segundos en silencio, hasta que abrió los ojos para descubrir al padre mirándola con gesto adusto. El hombre no dijo una palabra, solo se limitó a cerrar el libro, besarla en la frente, apagar la luz y salir de la habitación.
Esa noche Casia, dejó de ser una nena a los ojos de su padre.
El motor del coche hace un rebaje forzado y ella despierta para ver minúsculas gotas de barro estrellándose contra el cristal mientras el 38 va acercándose al final del recorrido. Entonces la mujer se levanta y tomándose de la barra del techo camina hasta la línea de butacas del fondo donde se deja caer ayudada por la inercia. Vuelve a cerrar los ojos.
La cena se termina, es viernes y hay helado de postre. La niña juega con dos o tres cucharadas de chocolate que quedan en el pote. Observa a la crema volverse líquido estirándose hasta el infinito, que es lo que ella quisiera hacer con el instante que vive.
─ Anda a lavarte los dientes
No es una orden. Es lo que dice su madre todas las noches mientras se calza el delantal de cuadritos y abre el grifo del agua caliente.
Casia arrastra las pantuflas por el pasillo. Como todos los días a esa hora, ya está bañada y en pijama, lista para irse a dormir. Trepa a la cama y mira fijo la claridad que recorta el marco de la puerta. No importa si cuenta hasta mil millones. Al final de la cuenta siempre escucha llegar hasta su umbral los pesados pies del monstruo con libros nuevos, que ella no elige, bajo el brazo. Uno, dos, tres, cien mil pasos de zapatos de suela de goma dura antideslizante y la puerta que se cierra ante sus ojos engullendo la luz. Entonces la nena enciende la lámpara y espera con la vista clavada en la silla del abuelo muerto. Espera aunque sabe que desde que ella es grande, ése no es el lugar de su padre.
El monstruo sonríe, busca el doblez en el libro de Nabokov y lee un par de párrafos antes de apagar la luz. Casia soporta y fija la vista en ese pequeño haz de luz que se cuela por debajo de la puerta, percibe la sombra de las zapatillas de tela, sin cordones y suela gastada de su madre que se detienen allí en sigilo por algunos segundos. Nunca hacen otra cosa más que alejarse. Odia esas zapatillas que pueden guardar secretos.
El micro llega al final del recorrido. Ella entreabre apenas un ojo para ver al conductor acercarse para despertarla.
Hace frío, baja del coche con las primeras sombras de la noche sobre su cabeza. Hunde las manos en los bolsillos del abrigo y se aleja esquivando charcos y perros que curiosamente, no le ladran. Al llegar a la esquina, bajo la luz de mercurio descubre tres manchitas rojas en la punta de sus botas que lo dicen todo.
Cintia Ledesma
Cintia Ledesma nació y reside en el Departamento de General Alvear, Mendoza. Es Técnico Superior en Comunicación Social y escritora en un intento de entender al mundo y entenderse en él. Ha participado de dos antologías narrativas cooperativas en distintas provincias de la República Argentina y su cuento corto “El Cuadrado” fue publicado por la revista digital “La Sirena varada” en su número de noviembre de 2018 en la Ciudad de México. También la revista digital “El Camaleón” publicó en su número de marzo 2020 su cuento corto “Plan B”, en Guatemala. Además obtuvo el primer lugar en el Concurso de Cuentos de SADE (Sociedad Argentina de Escritores) delegación General Alvear en el año 2009 con el cuento “La mujer del vestido”.