Ocurrió hace más de diez años y todavía hoy todos en el pueblo lo recuerdan. A nadie se le ha olvidado ni siquiera el más mínimo detalle de aquella tragedia; es como si la misma desgracia hubiese adquirido la capacidad de tener mil patas, y esas patas pudieran aferrarse a las mentes con un poder de otro mundo.
No ocurrió en el corazón del pueblo, pero sí muy cerca. Los lugareños podrían explicar el trayecto hacia la casa (ahora convertida en ruinas) de la familia Buenaventura sin la necesidad de mucho esfuerzo. Las ancianas del pueblo saben de la vida y obra de cada integrante y nada se les escapa al oído: todo lo que alguna vez se ha comentado ahora es parte de la información que cada octogenaria mantiene en mente. Que él era un hombre rubio como el sol y de mirada penetrante, que se la pasaba tocando su guitarra trepado a un tronco caído justo frente a la entrada de la casa. Que ella era demasiado joven y tan hermosa como sombría, que muchas veces se la oía gritar como una loca ya fuera de noche como de día, que en ocasiones de mucho calor andaba desnuda sin importarle que alguien la viera desde la ruta que pasaba en una curva muy cerca de la propiedad. Que el primer hijo había llegado casi enseguida y un año después también una niña, y que muchas veces se los veía a ambos infantes gateando solos en el jardín delantero de la casa, o llorando sin ser consolados debajo del árbol que acompañaba a la vivienda vieja y descolorida. Mucho se había comentado acerca de que el matrimonio no era un ejemplo en lo que a paternidad se refería, pero como en la mayor parte de los casos, nunca nadie había hecho algo al respecto. Y ahora todo el mundo se lamenta por lo ocurrido, y las ancianas lloran a los niños Buenaventura, y las madres dicen que no tienen perdón de Dios, y los hombres comentan que María y Miguel (los progenitores) merecen la horca o el mismísimo infierno.
Los niños murieron a comienzo de un crudo invierno. Parece ser que María enloqueció y comenzó a pensar que estaban poseídos por algún demonio suelto. Miguel no vio las señales y no pudo evitar que su mujer acabara con la vida de los dos hijos amparada por la oscuridad de una noche quieta y escoltada por sus propios delirios. Ella los lanzó al río, y las aguas los envolvieron en un abrazo mortal. Después, la mujer se fue a fumar un cigarrillo entre los árboles que rodeaban la casa, y permaneció toda la noche dialogando con tres sombras que se le presentaron tras cometer el crimen, y que se sentaron a su lado como fieles compañeros en aquella locura. Al día siguiente, por supuesto, la ausencia de los pequeños se hizo notar. A las pocas horas, ya la policía del pueblo los buscaba por tierra y cielo, hasta debajo de las piedras. Los hallaron a la orilla del río, a varios kilómetros de la casa de los padres.
El pueblo entero lloró sus muertes. El sacerdote de la capilla ofreció una misa en su memoria y el cementerio se preparó para recibir los cuerpos. María y Miguel terminaron presos, aunque ella muy pronto fue diagnosticada con una psicosis galopante que la recluyó para siempre en un loquero cercano.
La casa de la familia Buenaventura se llenó de telarañas, bichos y perros vagabundos. Al poco tiempo ya ni puerta le quedó, porque algún animal venció su candado y enseguida su estructura destartalada no resistió y se desmoronó. Así fue como el espacio de la vivienda quedó abierto y expuesto a todo tipo de ataques de la naturaleza, como tormentas, granizo y vientos huracanados que a corto plazo convirtieron la casa en una ruina absoluta.
Pero lo peor no fue eso, sino lo que a las pocas semanas comenzó a suceder. Las siluetas de dos niños se dejaron ver en los rincones menos pensados del pueblo. Se presentaron como formas oscuras, no muy definidas al principio, pequeñas como lo eran los hijos de María y Miguel. Primero un hombre las vio en el callejón sin salida que lindaba la iglesia, después el mismísimo sacerdote las captó a poco de llegar al altar, entre las dos primeras filas de bancos durante una madrugada en la que nadie podía estar allí porque la casa de Dios estaba cerrada. Finalmente fue la bibliotecaria quien los descubrió muy cerca de la entrada al pueblo, y esta vez las imágenes fueron tan nítidas que a la pobre mujer casi se le detiene el corazón. Eran los niños Buenaventura, no había ya duda al respecto.
La locura fue generalizada. Hasta se montaron guardias por la noche para dar con las dos apariciones que tanto pavor provocaban. Muchos intentaron capturar las imágenes con sus cámaras fotográficas sin lograr nada en absoluto. Un grupo de mujeres se reunió cada atardecer a rezar el rosario y los hombres se prometieron proteger a sus familias de cualquier cosa que amenazara, ya fuera de esta tierra o del más allá.
Y la vida continuó. Los niños Buenaventura se volvieron presencias insistentes en el pueblo y los alrededores, inquietos y atormentados por el final tan terrible que la propia madre les impuso sin piedad. Fueron y vinieron en medio de las noches, sus figuras levitaron aquí y allá, sorprendiendo a más de uno en la cotidianidad. Y nunca más se fueron, ni nadie los pudo espantar.
María Eugenia Zuran
María Eugenia Zuran nació un 2 de noviembre en Buenos Aires, Argentina. Es escritora de historias de misterio, terror y ficción sobrenatural. Susrelatos han participado de varias antologías realizadas por editoriales argentinas y extranjeras. En el año 2018 ha publicado su primer libro de cuentos titulado El Fondo del Alma (Ojos Verdes Ediciones, Alicante – España), un compilado que reúne ocho relatos cortos. También ha escrito algunos libretos para teatro. Lidia (Ediciones Alféizar, España) es su primera novela, publicada en 2019. Instagram