El auto está roto, y aunque parezca injusta la comparación, el hecho me preocupa tanto como si fuese mi propia salud o juicio lo que estuviese en juego.
Apenas logro subir la cuesta con los últimos esfuerzos de los pistones, luchando con la carburación que pide auxilio asemejando el relincho de un caballo agotado. Así, me dejo caer en punto muerto rumbo a la guarida del mecánico.
Presiento lo peor y la angustia empieza a oprimirme el pecho. Había sobrevivido un invierno más sin ponerme de rodillas, aparentemente en paz. Ahora, esto. Un ruido agudo como si algo enorme quisiese escapar por un diminuto agujero de una sola vez. Después, la inesperada falta de potencia y el motor que se detiene súbitamente.
El mecánico se toma su tiempo en atenderme. Pasea por el taller con unas llaves en sus manos sin siquiera mirarme u ofrecerme su saludo. Como los médicos, como los pilotos de avión o los guitarristas de tango, demostrar que poseen un conocimiento que los demás no, forma parte de su poder y lo ejercen.
-Otra vez con problemas –dice, por fin, acercándose de costado.
-Eso parece –respondo-. Creí que habíamos hecho todos los arreglos, pero el auto de un momento para el otro se quedó sin fuerzas. Parece fundido o algo así.
-Dejame a mí la parte de los diagnósticos -contesta arrogante y sonríe-. Tu auto es viejo y de un modelo muy extraño. Los repuestos son difíciles de conseguir. De momento estoy muy ocupado pero en algún rato de esta semana, o la otra, me voy a hacer un tiempo para revisarlo. No te prometo nada…
Sus palabras me golpean la cara y siento que voy a ir a parar al suelo. Entonces, extrañamente, surge una voz que me tranquiliza: “No es nada compañero. Es sólo un auto roto. Un viejo Japonés cansado de rodar y tragar polvo. No es la persona amada que enfermó, no es la perdida de tu propia salud, ni la debacle espiritual. Qué este mundo no te engañe, compañero. Aguantá. Todo pasa. Mantenete en movimiento mientras las manzanas se acomodan solas dentro del cajón”
Pero inmediatamente percibo otras, distinta, tacaña y malévola que me susurra al oído: “Esto es lo que finalmente te va a enloquecer amigo, este auto roto va a terminar con vos, también esa grieta en la loza de tu casa, las cuotas adeudadas al fisco, el vidrio emparchado con bolsa, la cuerda rota de tu guitarra o el lavarropas que se detiene misteriosamente mientras pilas de sábanas y medias sucias se acumulan en el patio”
Abandono mi máquina con tristeza. Le sonrío al mecánico que ya conoce esa mueca falsa de los clientes que diariamente, más que sonreír, quisieran llorar ante iguales vicisitudes. Fiel a su estilo, no me devuelve la sonrisa y apenas si suelta un “nos vemos” que se evapora en el aire seco y polvoriento de noviembre.
Desciendo la cuesta camino al supermercado. Nada es peor que ir al supermercado cuando uno está vencido. Sin embargo, voy. Tengo que comprar la comida para el almuerzo y después ir por mi hijo a la escuela. En el camino saludo a unos albañiles que vienen subiendo en sus bicicletas. En su esfuerzo, ellos no logran retribuirme con palabras pero si sonríen. Los conozco, esas manos construyeron la casa en la que vivo. Pienso en las bicicletas y la idea me alivia. Pedalear para llegar a donde uno precisa. En el peor de los escenarios, una rueda pinchada o la cadena que se zafa. Me gusta la idea. Ir tan lejos como tus piernas te lo permitan. Nada de nafta, nada aceite ni mecánicos. Pero súbitamente, la segunda voz vuelve a presentarse: “¿Qué es un hombre sin auto? ¿Estás diciendo que no esto no va a afectarte? Quiero ver qué piensan al respecto los que te rodean, tus hijos, tu amada, tus vecinos. Un hombre a pie no vale nada, amigo. Esos albañiles y sus bicicleta no valen nada”
Y la otra voz interrumpe: “Claro que valen. Ellos levantaron tu casa. Cientos de casas con sus manos y sus mentes. Cuando todos los Mercedez del mundo se oxiden en las chatarrerías, cuando el petróleo se acabe, entonces tu casa va a seguir en pie. Además, ¿cuándo necesitaste un auto para ser feliz? Recuerdo tus mejores épocas, compañero… sin auto, sin plata, divagando feliz a paso parejo por las calles de tu pueblo”
Termino mis compras y continuo la marcha cabizbajo. Me siento cada vez más aturdido. Una fila de coches nuevos espera en el semáforo. Hombres y mujeres con anteojos negros montados dentro de aquellas máquinas relucientes y silenciosas. Algunos brazos bronceados están apoyados fuera de la ventanilla. Y la maldita voz, como un ave de rapiña regresa: “Te lo dije. Ellos si son inteligentes. Mirá sus autos, mirá sus cortes de pelo y sus ropas. Ahora, mirate a vos. Siempre metido dentro de los mismos harapos, con tu auto en el taller, abatido, despeinado, sin salida. Esta gente te aventaja en tantas cosas que no te alcanzarían tres vidas para igualarlos. Fuiste orgulloso y ahora estas pagando por eso… Me alegro que te duela. Siempre desafiando a Dios y a la patria con tus grandes ideas…Y todas esas horas leyendo esos viejos libros. En gran parte son ellos los culpables de tu fracaso de vida. Los libros tiene la culpa. ¿Dónde está ahora Jack London para ayudarte? ¿Dónde está Tolstoi, dónde Quiroga, dónde Lorca, Baroja, Gorki, Tuñón, Parra, Hernández, Vallejo, Charles Bukowsky? Podría seguir toda la mañana… Te tragaste su montaña de palabras como un glotón. Fuiste a vivir a su mundo descuidando el tuyo. Y tu literatura… ¡Esas porquerías que vos llamas obras! Si hubieses dedicado esas miles de horas en trabajar, en estudiar una carrera. No sé… Contaduría, Derecho, Veterinaria. Entonces, ahora tendrías uno de eso autos nuevos y por qué no, unos lindos anteojos de sol”.
La otra voz aparece al rescate: “Tranquilo, compañero. No desesperes. La vida es larga y compleja. Los tontos están muy seguros mientras que los inteligentes revientan en dudas. No te dejes conmover por el momento. Recordá lo dura que fue tu vida. Sobreviviste a la violencia de tu madre, a las adicciones de tu padre, a la pobreza, al abandono. Resististe esa infancia en la Patagonia rodeado de hippies adictos a las jeringas y curas degenerados. Resististe el asma, a los chicos esperando en la esquina para voltearte de la bicicleta y molerte a palos, a los nueve kilómetros de caminata hasta la escuela, con las zapatillas rotas, en inviernos tan crudos como el océano pacifico golpeando contra un glaciar. Nunca te quejaste de nada, tampoco te descargaste con otros inocentes. Fuiste duro y la vida te recompensó más de una vez por eso. Acordate de las mujeres hermosas que te amaron. Te amaron a pesar de tus zapatillas rotas, de tus bolsillos agujereados, de tu secundaria rural, de tus trabajos de mozo y tus 55 kilos y un 1,92 metros de altura. Pensá en la mujer increíble que ahora te ama. Esa chica haría cualquier cosa por vos. No lo hace por un auto, ni por una cualquier otra cosa. Pensá en tus hijos. Sus sonrisas cuando te ven llegar. Los abrazos y la confianza plena que te tienen. Nadie necesita más que lo que lleva adentro. Esta vida es una gran confusión, una enorme sartén llena de ciegos que van y vienen pisoteándose para no quemarse los pies ni el alma. Por eso, hombres y mujeres de rodillas en los altares, por eso, el Himno Nacional coreado en los estadios de Rock, las hinchadas de futbol abollándose las cabezas entre sí y los televisores prendidos las 24 horas para después, el vacío gris de los domingos a la tarde. Vos tenés suerte, compañero. Sos rico y libre de tantas maneras. Y los libros y la música y la soledad, son en gran medida los culpables de eso”
Sigo caminando. Llego a la escuela de mi hijo menor. Una larga fila de autos y camionetas esperan a los chicos. Entonces la veo sola al pie de la puerta. Es maravillosa, con sus rodillas fuertes, su cintura, sus tobillos de seda y su pelo negro y vivo. Nos unimos en un largo abrazo y la beso apasionadamente. Ella me retribuye. Nos miramos y noto como toda mi angustia cae sobre sus ojos.
-¿Qué te pasa? –me dice.
-El auto –contesto-. Está roto de nuevo. No sé qué tiene ahora. Perdió todas sus fuerzas. Tuve que dejarlo en el mecánico.
-¡¿Otra vez?! –se lamenta, y noto su preocupación, hija de la mía.
-¡Sì! ¡Otra vez!
-Te dije que vendiéramos ese auto. Te lo dije miles de veces. Se puso viejo y es casi imposible conseguir repuestos. Puede ser que le tengas cariño, pero nos está trayendo demasiados problemas. ¿Cómo vamos a hacer con los chicos sin el auto? Nuestros paseos… El trabajo…
No puedo contestarle. Me siento tonto y derrotado. Una combinación letal para el alma. Hago un repaso por mi vida y no veo más que errores. Uno de tras del otro. Y la voz, como un coro de martillos, regresa a mi cabeza: “Este es el fin, mi buen amigo. Se acabó tu racha de suerte. Ella se ha dado cuenta del fracasado con quien se acuesta. No falta mucho para que tome una buena decisión y se aleje de tus brazos para siempre. Es una hermosa mujer, inteligente y desenvuelta. Puede conseguir a un hombre o una mujer mejor en cuanto se lo proponga. Un buen padrastro para tus hijos. Alguien con auto nuevo y anteojos de sol y camisa planchada. Una buena cama con resortes para su delicado cuerpo desnudo y su risa de enamorada”
Y la otra contraataca: “No creas nada de eso, compañero. No hay alguien como vos para ella. El día que la conociste dejó todo para acompañarte. Es sólo un puto auto. Un montón de fierros apilados sobre cuatro ruedas gastadas. No te doblegues ni pienses de más. ¡Aguantá! ¡Aguantá!”
-¿Estás llorando? -me pregunta.
-¡La pija! ¡Creo que sí!
Ella me abraza pero ya no siento nada. Quiero desaparecer del mundo por unos días. Descansar de todo.
-Te conozco hace seis años y nunca te había visto llorar. Nunca te vi siquiera quejarte de algo. ¿Qué te pasa, mi amor?
Tengo un nudo en la garganta. Me siento débil y acalorado. Junto algunas fuerzas y le contesto:
-El auto está roto. Estoy cansado. Es sólo un auto, pero de alguna manera me está afectando. Entiendo que es algo superficial y no debería ponerme así, pero creo que es la empecinada constancia de estas dificultades la que me está quebrando. Los desafíos. Insignificantes o no. Los pequeños desafíos de cada día, los siento cada vez más pesados, al mismo tiempo que yo cada jornada, me siento más incapaz para enfrentarlos.
-Nunca entendí como podés ser tan materialista y espiritual a la misma vez – murmura ella, riendo.
-Ni yo mismo lo comprendo – contesto riendo también, mientras las lágrimas siguen cayendo-. Supongo que hay que aferrarse a algo para seguir creyendo que este asunto vale la pena. A un cuerpo, a una máquina o a una buena idea. No sé…
Mi hijo sale de la escuela, le damos un abrazo y se une a nuestro silencio. Los niños intuyen inmediatamente el derrumbe de los padres y benditos son los que lo respetan, al menos por unos minutos. Así nos quedamos mientras todos alrededor se retiran y el portero dando dos vueltas de llave cierra la escuela. Estamos juntos y aquel abrazo se siente como el mayor de los alivios.
Suena mi teléfono. Me seco las lágrimas y atiendo. Es el mecánico.
-Es sólo una manguera que se zafó – dice -. Ya está listo. Me vendría bien si lo pasa a buscar cuanto antes, no tengo espacio para su auto en mi taller.
-¡Claro! ¡Claro! –contesto, mientras una sonrisa de la que me avergüenzo comienza a formarse sutilmente en mi cara.
Hugo Jorge Lesca
Nacido en el Bolsón, Provincia de Río Negro en Mayo de 1985. Hace 11 años vive en Mina Clavero, Córdoba donde escribe y trabaja como orfebre. Publicó las Novelas “Todos Estamos Heridos” (2014) “Alegres en lo alto” (2016) “Nuestra soledad” gracias a Ediciones del callejón, en (2018) y el libro de cuentos “Y el mundo sigue andando”de (2017). Facebook – Instagram