Sentía un dolor de cabeza constante. Imposible de acallar. Había puesto todos sus esfuerzos en acostumbrarse a la locura que le producía aquel dolor. Se convenció de que era lo mejor, vivir con ello e intentar ignorarlo, igual que el ser humano ignora la tristeza por la incomodidad que ésta le origina.
No era un dolor de cabeza físico. No era algo genético ni hereditario. Nunca había padecido migrañas. No, Lola siempre había sido dueña de una excelente salud. Aquel dolor iba más allá de su organismo, más allá de su clandestina tristeza. Más allá de la profundidad del alma cadavérica, más allá de los silencios inalcanzables.
Era un dolor lento, fiel y leal en su presencia, desesperado y urgente. La torturaba allí, siempre en ese lugar. Una espaciosa y poco iluminada cocina que desprendía el olor que acompaña al reconfortante hogar . Hogar que parece hogar, que suplica ser un hogar pero que solo fantasea entre sus blancas paredes, gritando lo que no es sobre el tic tac de un reloj que a Lola la adormece. Un hogar utópico, un hogar hipócrita. El humo de un cigarrillo que se enciende tras otro, envolvía la cocina cargada ya en su ambiente de muchas otras cosas. No solo el humo la hacía densa y sombría, también un silencio quejumbroso, mortecino descendiendo sobre los ojos fijos de Lola que revivía el fresco recuerdo de hacía apenas una hora. Lola, Loli como la llamaban cariñosamente a quienes ella les escondía con maestría el suplicio que le ojeraba el alma con saña. Loli, la que soñaba despierta y vivía dormida, la que caminaba hacia arriba. Loli, la que por fuera callaba y por dentro gritaba. Loli, la que el viento mojaba y la lluvia tan solo despeinaba. Loli, la que vivía en un rincón donde la luz habitaba. Encendió de nuevo otro cigarrillo. Veneno que acompañaba al suyo propio. Exhaló el humo al frente borrando el recuerdo aún abierto y sangrante. Se acercó a los labios la taza repleta de café negro. Estaba frío a causa de la fantástica habilidad de Lola por la abstracción. Aun así, sopló, fantaseando que estaba caliente. Porque no hay nada más reparador que sentir como el calor desciende por tu cuerpo en un día nublado y gélido. Y lola, Loli había nacido con el don de quién convierte fuego de una chispa. Había salido del vientre de su madre con el poder de vivir otras vidas. Mientras Lola sentía el frío del café en su garganta, Loli limpió la caótica cocina. Mientras Lola pedía a gritos otro cigarrillo de tristes soledades, Loli se vestía. Durante el rato que Lola lloraba, Loli ya vivía. Así, mientras Lola solo quería dormir eternamente, Loli de su chispa ya había hecho un fuego que la calentaba.
Se cerró la puerta silenciosa del hogar inhabitable y Lola se quedó sola. Se quedó donde se queda lo que duele, en una cajita que se cierra con llave. “Desde que empezamos a vivir al revés el viento nos moja y la lluvia, la lluvia tan solo nos despeina”.
La oscuridad la invadía y junto a la negrura, Loli se excitaba aún más con su ansiosa respiración.
“Desde que empezamos a caminar hacia arriba, el sol desde abajo nos quema y la tierra, la tierra en nuestra cabeza nos refresca las ideas”. Su corazón latía más rápido que de costumbre y casi sentía que aquel latido impaciente y brusco iba a acabar con ella.
“Desde que los animales hablan y nosotros callamos, ellos ya no se entienden y nosotros, nosotros solamente nos amamos”. Empezaba a estar a los pies de un precipicio, de puntillas y tambaleándose. El precipicio más hermoso y aterrador que había visto en su vida.
“Desde que soñamos despiertos y vivimos dormidos, la vida es más vida que la vida y nuestros sueños, nuestros sueños dejaron de ser simples sueños”. No le importaba caer, no le importaba desintegrarse en el abismo de aquel precipicio. “Desde que el frío nos da calor y el calor nos da frío, estamos alegres cuando viene la tristeza y calmados cuando llega el dolor”.
De repente unas potentes luces la cegaron. Unas luces que la hacían sentir bellamente ciega. Tampoco le importaba. Era ciegamente libre. “Desde que se suma restando y se resta sumando, el mundo por fin está en equilibrio”. Se quedó suspendida, congelada. Era la calma antes de la tormenta.
“Desde que la decepción no nos engulle y la esperanza nos devora, el hambre ya no existe. Levantó los brazos y se formó en sus entrañas un grito animal que salió de su garganta. Un grito de revolución. Un grito misteriosamente real. “Desde que el cuánto y el cuándo ya no es tiempo y el tiempo está parado, los malos recuerdos también están congelados” Extendió los brazos hacia el cielo, hacia el universo, hacia más allá de lo que conocemos. “Desde que el alma está obesa de serenidad y la amargura esquelética, es de carne y sangre la felicidad”. La poseyó la locura, como cada noche, como siempre en esa misma hora. Estaba loca, loca de pasión, loca de motivación, desvariando por tanta vida. Loca, loca por vivir.
“Desde que vivimos al revés el mundo tiene sentido y nosotros, nosotros ya no estamos heridos”. Paseó su mirada de amable bestia por cada una de las personas que tenía enfrente. Las contempló una a una. Con tranquilidad, con desnudez emocional. Las vio con los ojos que se habían abierto en el fondo de su alma. Los ojos que el resto del día dormían, temerosos, deseosos de que llegase la noche para vivir otra vida. Los ojos de Loli.
Un silencio hecho cristal, tan fino como la piel se rompió con el sonido de los aplausos. Aplausos que devolvieron al mundo a su estado natural. El teatro estaba lleno, todo el aforo completo. Loli sonrió al público y saludó como hacía cada noche. Una actriz de raza y alma que desapareció tras el telón.
Caminaba en aquella noche de invierno. La lluvia la mojó y el viento la despeinó. Cigarrillo entre dedos temblorosos y Loli como el maquillaje de su cara se esfumaba. Una nebulosa que difuminaba a ese alguien de sí misma que se marchaba con tacones silenciosos. La barbarie de una huida que la reencontraba con Lola.
Lola esperándola en la cocina entre amargos silencios y zapatillas de pelo con sensación a hogar. Lola entre sonidos de cubiertos y miradas furtivas a un cínico amor. Lola comiendo lo incomible para vencer al hambre. Lola machacada por golpes de puño deseando que el amor tan solo la acariciase. Lola gritando muda, con la garganta en carne viva , soportando la carroña de a quién ama más que a sí misma. Lola que ya no es Loli y no quiere ser Lola.
Lola anoréxica de felicidad, demasiado gorda de pena. Lola que ama sangrando por dentro y por fuera. Lola rota igual que los platos de la cena. Loli, Lola. Ya se fue la i y solo queda la a. A de azotar, a de abusar, a de abofetear, a de ansiedad. A de asquerosa cuando él la insulta. A de ayuda cuando le suplica muerta de miedo que no le pegue. A de amar cuando él llorando le pide perdón. A de actriz cuando el escenario se la traga para que otras vidas pueda vivir. Otro día más y Lola bebe su café frío mientras Loli sopla imaginando que aún está caliente, recién hecho, como el principio. Porque no hay nada más reparador que sentir como el calor desciende por tu cuerpo en un día nublado y gélido.
Sara Galisteo
Actriz y escritora barcelonesa nacida en 1983. Formada en la escuela de interpretación Xavier Gratacós y la Universidad de las Artes escénicas y cinematográficas de Cataluña, ha trabajado bajo las órdenes de varios directores en el mundo del videoclip y la ficción cinematográfica. El séptimo arte sigue muy presente en su vida tras coescribir tres guiones. Dos de ellos de largometraje y uno en formato corto. Es autora e intérprete de la pieza teatral Sweet Verónica y, actualmente, trabaja en su primer libro de Relatos “Cronología de monstruos”, un proyecto que lleva fraguándose en los últimos cinco años.