Cuando la casualidad lo enfrentó con el trabajo de cuidar y limpiar autos, se dijo a sí mismo: un trabajo es un trabajo, como diría Jaramillo, y pensó en su amigo y compañero de celda, un analfabeto, maestro del lenguaje, y agradecía la suerte que tuvo al conocerlo en sus años de prisión. El salto de ciento ochenta grados desde la academia a limpiador de autos no le molestó. Al menos le alivió la pena de seguir golpeando puertas o de caer definitivamente en la carretera que lo llevaba directo a la mendicidad; una tregua de humo en el desfile de su colección de rechazos a un currículum que tenía doce años de páginas negras ofrendadas al olvido.
Llaves en ristre, quiso salir rápido al encuentro de su empleador, pero su cuerpo no le obedecía. Salió como siempre, lento y parsimónico, renqueando, enfundado en el mono azul, de mil batallas, que no fueron las suyas.
Javier Lavín lo miraba venir y encontraba la escena al menos chocante.
Veía que el anciano desde lejos ondeaba a viva voz su bandera de pobre famélico. Lo rechazaba más que a su propia mujer, con un nudo amarrado a su orgullo, por no poder despedirlo como se lo merecía, pensaba. Por nada del mundo podía hacerle ese desaire a Longuera.
Por más que luchaba por evitarlo, se sentía incómodo ante la presencia del hombrecito.
Pedro, cuando caminaba, era propietario de una cojera que cargaba su cuerpo a babor. Y él lo decía a modo de broma, para no tener que dar explicaciones. Al constatar la mirada molesta de Lavín, le habría gustado hacer una excepción, por la cercanía que su jefe tenía con el régimen militar. Además de la presencia de Corvalán, que veía de vez en cuando entrar al edificio, su más insigne torturador.
Sabía de las amistades y relaciones que su empleador tenía con el dictador, y hasta ese momento no se explicaba cómo le habían dado a él un puesto de trabajo en ese edificio. Un misterio que al menos hoy no quería resolver.
“Debido a los años, no escucho muy bien,” se excusaba. “Pero por el oído izquierdo: ahí sí que estoy más sordo que una tapia,” advertía con una sonrisa que buscaba complicidad por el chiste, pero no hacía reír; la frase le salía empaquetada de tristeza. Se lo habían reventado con la picana, en esas sesiones interminables en donde le aplicaban electricidad.
Cojeando, se aproximaba a Lavín.
Con el protagonismo evidente de su pierna derecha, renqueaba sin poder evitarlo.
Su empleador, a medio camino, cada vez más impaciente, esperaba las llaves de su Mercedes.
Pedro E. Cornejo buscaba maquillar su mal andar con una sonrisa doméstica de agradecimiento. Cuando faltaban cerca de cinco metros, en segundos le dijo que perdonara, que no podía caminar más rápido.
“Lento pero seguro,” fue el comentario de Lavín, que jugaba a aceptar las disculpas, a regañadientes, por eso de mantener las formas, pensaba.
“Es sólo un problema a la espalda,” se excusó el cuidador, mientras le extendía las llaves, sosteniéndolas con dos dedos, por el logo de la Mercedes Benz, como si no las quisiera ensuciar. El tintineo del llavero, metálico, familiar, tranquilizó a Lavín. Fingió una estudiada conformidad y las tomó evitando tocar la mano del anciano. Al empresario le sorprendió la delicadeza de sus dedos, más de artista que de obrero, pensó.
Pedro E. Cornejo le habría gustado contarle cómo le dislocaron la columna y que en la Cárcel Pública no se la quisieron tratar. Me costó meses poder ergirme. Ahí entendí la importancia de un fisioterapeuta, le quiso decir. Pero en la cárcel se carece de esos lujos. Hay realidades que son muy duras, don Javier, le quiso contar, pero sabía que las palabras tenían prohibición absoluta de salir de su boca. Si me hubieran tratado tal vez hoy no cojearía. Es que desde ahí que nunca más pude evitarlo. Y no sé porqué me avergüenza.
En los sótanos de la CNI, había días que me colgaban como becerro, con los pies y manos amarradas por la espalda, quería contarle. Y que en esos días había conocido el primer deseo que asociaba la muerte a un regalo, a un alivio, a una obscena liberación a la que sólo tenían acceso algunos privilegiados. Hubo momentos en que me sentía como un enfermo terminal que se resistía torpemente al desahucio. No, no tuvieron compasión, señor Lavín, le habría gustado contarle. Que si tal vez no lo hubieran tenido tantas horas colgado, amarrado como becerro, ahora podría caminar mejor ¿O fueron los golpes? Sólo recordaba que lo bajaban varias veces al día para golpearlo, como un recetario bien aprendido. ¿Qué quiénes fueron? La CNI, pero no podría darle nombres. No, no podría decirlo con seguridad. Corvalán era un nombre que más se repetía. Usted lo conoce. Viene seguido a visitarlo. Pero al resto no los podría reconocer, tal vez a algunos, sí, también a Contreras. Es que no podía abrir los ojos, debido a que los tenía hinchados y por días, también producto de los golpes.
A Lavín le molestaba hasta en los intestinos que su cuidador de autos no se moviera de su sitio, con esa postura de pordiosero que ofendía cualquier atisbo de humanidad, a la espera seguramente de obtener más propina que la habitual, por el aseo del Mercedes.
Pedro no se movía, para no incomodar a su jefe nuevamente con su cojera, sin poder contarle que una de sus más asiduas visitas, Alirio Corvalán, era el responsable de su calamidad, que también era una suerte, le quería decir, porque al menos así no lo reconoció después de más de quince anos preso en la Cárcel Pública de Santiago.
Lavín, molesto montó su Mercedes y se fue. Mientras Pedro esperaba a que se perdiera fuera del estacionamiento, para volver a su garita hasta un nuevo encuentro.
Vicente de la Serna
Wiesbaden, Alemania; 1977. Escritor, poeta y artista plástico. Estudios de Sociología en la Universidad de Artes y Ciencias Sociales (ARCIS), Santiago de Chile. Estudios de Doctorado en la Universidad de Valencia, España. Consultor CEPAL/ONU. Editor jefe de la revista ELRINCON (Alemania). Asesor en políticas urbanas (Chile). Artista Plástico y colaborador en poesía para diferentes publicaciones latinoamericanas. Actualmente me desempeño como artista plástico en Alemania.