Hay gente que aprovecha la noche para escribir porque se siente inspirada y porque el silencio le parece especial para crear. Yo escribo desde hace años, pero ni la noche me parece especial ni el silencio de la madrugada me embriaga. La noche debería servir para tumbarse en la cama con la mirada fija en el techo y un único objetivo: soñar. Bien es cierto que a las siete de la mañana los sueños suelen desvanecerse de un plumazo cuando suena el despertador, los niños empiezan a pulular por la casa y tu marido emite el último de sus ronquidos.
No escribo porque lo haga bien ni por mi profesión. Cuando una tiene que pasarse ocho horas en el sofá porque no consigue conciliar el sueño por la migraña escribir es una tarea más para matar el tiempo.
Cuando empecé a tener dolor de cabeza me dio por cocinar postres. Yo no me los comía, pues soy más de salado, pero mis hijos se pusieron como un tonel al cabo de los pocos meses porque se encontraban tres o cuatro tartas en la nevera todas las mañanas cuando se levantaban.
Opté por dejar la repostería porque la profesora de Enrique y Sonsoles me llamó la atención. No entraban en los pupitres. La reemplacé por la lectura de enciclopedias. Después de estar un rato en la cama con mi marido, me sentaba en el suelo del salón con una copa de vino, dos paracetamol y la Larousse. Me gustaba mucho todo lo que aprendía porque después, en el trabajo, en el cine, charlando con mis amigos o en el momento menos pensando, aparecía sin darme cuenta.
Alguien mencionaba una ciudad remota, una guerra acaecida muchos siglos atrás o el nombre de un político de Guinea Bissau y yo sabía a qué se refería. De todas maneras, del mismo modo que había dejado la repostería, abandoné la lectura de enciclopedias porque me convertí en la repelente del grupo, el ojo que todo lo ve, el oráculo. En las cenas nadie se sentaba a mi lado y me pusieron el apodo de “Tere, la gafapasta”.
Una vez rechazadas la repostería y la lectura de enciclopedias, empecé a crear pequeños relatos. Aunque a menudo la intensidad del dolor de cabeza y el hormigueo por piernas y brazos me impedían escribir, cuando conseguía hacerlo me sentía mejor conmigo misma porque era una especie de terapia en la que echaba porquería y analizaba mis miedos y demonios internos.
Una vez al mes acudía a mi médico para que me recetase algo más fuerte para combatir la migraña. Era un profesional de muy buen ver, sueco de nacimiento, alto, fornido, con los bíceps bien desarrollados y una entrepierna prominente, según me dictaba mi instinto femenino. Rubio, casi albino y de manos grandes, se llamaba Hans. Sus padres vendían salmón en la lonja marinera de Estocolmo y hacía diez años que vivía en Valencia. Acostumbrada al parásito de mi marido, el escandinavo me volvía loca. Eso sí, como médico era un cero a la izquierda, supongo que tanto salmón en la pubertad y un exceso de omega 3 le habían pasado factura. Solía decirme que no había solución para mi dolor de cabeza, que era algo genético y que debía relajarme. Me hacía verme como una histérica a la que mandan una tila. Tampoco me sentaba bien que asegurara que mi cefalea era genética, un modo peculiar de echar balones fuera y no responsabilizarse de mi patología. A pesar de que llevaba en el país mucho tiempo, hablaba español al estilo Toro Sentado y alguna vez me entró el pánico al no entender lo que me recetaba. Pero estaba bueno…
Desde pequeña me ha atraído mucho el mundo de lo paranormal. Cuando era una cría, solía hacer espiritismo en casa cuando mis padres se iban a dar un paseo. Recuerdo que una vez mi madre, que en paz descanse, me pilló con un tablero ouija que me había costado 3.000 pesetas, una barbaridad en aquellos tiempos, y me lo tiró a la basura. Nunca se lo perdonaré. Creo que no he sido la misma desde entonces. De hecho, sigo enfadada con ella y no la invoco cuando hago psicofonías.
Con los consejos de Hans martilleándome la cabeza, una noche salí a dar un paseo y me acerqué hasta la tienda de Remedios, que regentaba un local ilegal que valía para todo y no cerraba nunca cerca del mercado central. Te podían echar las cartas, ponerte un lingotazo de güisqui o venderte tres filetes de ternera en adobo. En tiempos de crisis, hay que diversificar el negocio. Remedios, muy perspicaz con la economía, había notado que cuando la gente pasa apuros financieros quiere creer en algo, así que habilitó una parte del establecimiento como una biblioteca esotérica. No tenía mucho arte como decoradora y más que una biblioteca parecía una casa de citas, con las paredes pintadas de rojo chillón y un olor a incienso barato que daba ganas de estornudar.
Tras charlar un rato con Remedios sobre el procès y tomarme un carajillo, me quedé sola en la nueva sección. De lomo fucsia y letras doradas, su título me impacto: “Dolor de cabeza, brujería y cómo hacer una buena paella”. Una pequeña etiqueta me convenció de que era lo que estaba buscando: 3 euros, oferta de la semana. Como si fuera un adolescente que alquila una película porno por primera vez y quiere salir del videoclub lo más rápidamente posible, pagué los tres euros y volví a casa corriendo.
A partir de las doce, cuando mis hijos dormían y mi marido roncaba como una locomotora, me convertía en una apasionada escritora. Arrinconada en el sofá, con el portátil sobre las piernas y el libro de las brujas a un lado daba rienda suelta a mi imaginación.
La letra “N” es el símbolo matemático de lo infinito y el ocho acostado simboliza lo mismo. Se da la casualidad de que en varios idiomas europeos, entre ellos el español, la palabra noche está escrita por la “n” seguida de una variante de la palabra “ocho”: noche, night, nuit, notte.
Harta de sufrir un dolor de cabeza constante, encontré en la literatura una vía de escape a mi monótona y rutinaria vida. Escribía de noche porque lo infinito se me antojaba más cercano y porque me evadía de la realidad.
Han pasado cuatro años de esta primera lectura de los manuales esotéricos de Remedios. Hay veces que pienso que las brujas me transformaron aunque, al mismo tiempo, descartó esta idea porque sé que cambié gracias a mí.
Soy Teresa Sistiaga, la escritora de relatos paranormales basados en el mundo de la brujería. He ganado varios premios, las carátulas de mis libros se exponen en varias galerías de arte y la gente me para por la calle preguntándome algún sortilegio para ser feliz. Parece mentira la de vueltas que puede dar la vida y cómo un pequeño detalle es capaz de modificarte de arriba abajo. Todo ello gracias a un local ilegal, un poco de escucha interior y la magia de la palabra.
Dejé a mi marido, mandé a mis hijos a internados en medio de la montaña, me instalé en el centro y comencé a vivir de los artículos que publicaba en prensa en los que relacionaba lo paranormal con la neurología. Era un tema tan poco tratado que los lectores enloquecían.
Mi marido no me habla y anda diciendo en su trabajo que soy una muerta de hambre que escribe reportajes de tres al cuarto. Gano diez veces más que él. Me he enterado, además, de que sale con la tonta del barrio, la única capaz de aguantar sus ronquidos y su limitada capacidad intelectual. A mis hijos les veo de vez en cuando. Como mujer, necesitaba un cambio de aires, no depender de nadie, ni siquiera de mis hijos. El cuarto mandamiento, el de honrarás a tu padre y a tu madre, ha jodido la vida de muchas mujeres y ya era hora de desecharlo.
Mis dolores de cabeza continúan, pero ahora me los provoca la maldita editorial que quiere exprimirme hasta el último céntimo. Gracias a la escritura y a ver el mundo de otra manera utilizando mi imaginación soy yo misma y sé lo que quiero. A través de mis artículos los lectores viajan a dimensiones desconocidas donde el dolor no existe y donde la igualdad entre hombres y mujeres se ha erigido como principal leitmotiv. Son textos vivos edulcorados con brujas, duendecillos y elfos. En cuanto respecta a mí, hago lo mismo. Antes, andaba metida en una burbuja de cristal sin enterarme de lo que pasaba a un palmo de mis narices. Ahora, me dejo llevar y, si me agobio, acudo a la consulta de mi neurólogo sueco, quien siempre me espera con una sonrisa de oreja a oreja y su brazo de gitano dispuesto a endulzar mis entrañas como las tartas que preparaba a mis hijos en el pasado.
Eduardo Viladés
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 20 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés (1976) cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración. Sus obras se representan en España, México y Estados Unidos. Formado en la escuela de arte dramático Cuarta Pared de Madrid y en el departamento de guión teatral de la Universidad de Valencia. Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo (Licenciado en la Universidad de Navarra, Máster en la Universidad de Valencia, Máster en Urbino), área en la que cuenta con más de 20 años de trayectoria profesional. Twitter – Linkedin – Web – Revista Vice Versa