Fue durante una noche igual a ésta. En la medida que dos noches pueden ser iguales, o pueden ser distintas las esperas en un aeropuerto. Hacíamos escala en Lima, en viaje hacia Madrid, donde nos esperaban para la apertura de una feria; pero nuestra partida se demoró por una huelga de controladores aéreos. Debimos aguardar en una precaria sala (casi diría en un galpón) de largas filas de asientos enfrentados. Sólo los jóvenes consiguieron dormir pese a la incomodidad de las butacas. Cuando nuestros temas se agotaron, Jorge Luis comenzó a deshilvanar los aspectos más insólitos de una teoría que propone que el diseño elemental de una estructura geométrica tiende a repetirse en distintas escalas. Entusiasmados, hablamos de aquella ciencia como sólo los hombres de letras pueden acercarse a los ásperos dominios de las matemáticas: con la distancia que impone su rigurosidad y con el amor hacia el vértigo que inspiran sus abismos. Inevitablemente tocamos las paradojas eleáticas. Jorge Luis mencionó la tortuga que siempre aventaja a Aquiles en su carrera; el cetro del rey, que permite infinitos cortes; y el vuelo de la flecha, que jamás llega a su blanco. Alfredo Zemborain, quien integraba nuestro grupo, concluyó que la mayoría de estos acertijos exponen el problema del continuo y las relaciones entre el espacio, el tiempo y el movimiento. “Pero en su enunciación”, dijo, “Son la simple exposición de una serie convergente; es decir, una serie de términos infinitos cuya suma es finita”. Al rato, agotados por las insolubles paradojas matemáticas atacamos a las lógicas. Jorge Luis nombró la paradoja de los conjuntos que no forman partes de sí mismos, que Russell le planteó en una carta a Frege. “Es la historia del único barbero del pueblo”, sintetizó Jorge Luis, “Que, según la orden oficial, no puede afeitar a quienes pueden afeitarse por sí mismos”. “Se trata de un problema legal”, argumentó Zemborain, “La ley debería aclarar que se excluye de la misma a los barberos”. Todos reímos de la ocurrencia, pero no del dilema circular que plantea. Alfredo Espinoza, ¿comenté que él también viajaba con nosotros? Perdón por la omisión. Decía que Alfredo aportó una especie de paradoja de la física: los agujeros negros, en donde un cuerpo de dimensión nula posee una fuerza de gravedad infinita. Nadie se atrevió a refutarlo. Nuestros conocimientos de física eran tan nulos como la dimensión del cuerpo. Luego un silencio con gusto a hastío y a mal humor se extendió sobre nuestras butacas. En esa situación nos abordó un anciano que esperaba junto a nosotros el fin de la varadura. “Ustedes perdonen”, nos dijo con suma prolijidad, “Imposible no escuchar y entusiasmarse con su conversación. Me presento, mi nombre es Omar Zaid, y viajo a Estambul vía Madrid. Como ustedes, yo también acudo a una conferencia, aunque de muy distintos temas. Practico la fe del Islam”. De pronto se detuvo y recitó en voz baja la shahada: “No hay más dios que Alláh, y Muhammad es su profeta”. Luego continuó.
—Recorrí de sus manos las distintas paradojas que el hombre pergeñó. Las matemáticas de Zenón, las lógicas de Russell, y hasta aquellas planteadas por la física moderna. Permítanme agregarles una paradoja de una naturaleza muy distinta.
Nos miramos extrañados. Jorge Luis arrugó el ceño, quizás molesto por la intromisión de aquel desconocido. Yo quebré el punto muerto.
—Por favor, señor Zaid, nos gustaría escucharla.
El viejo sonrió complacido.
—Se expresa como un cuento. Cierto día, exactamente en el mismo momento, una pareja de ancianos muere luego de convivir por más de cuarenta años. Al morir, el hombre despierta en un paisaje desolado. No hay sol, ni luna, ni estrellas en el cielo, sólo una turbia luminosidad sin sombras. Camina. Un viejo sin edad, calvo y de ojos de un color gris acuoso, lo espera a un costado de un portal de piedra, entrada a un largo y estrecho puente que se pierde en la bruma. Debajo del puente se agita un lago de fuego. El hombre se acerca. Saluda con la cortesía que nos da el temor. Salam aleikum, dice con una reverencia. Aleikum salam, responde el ángel, y anuncia: “Debo darle dos noticias, una buena, la otra no tanto”.
—Siempre las dos noticias. —Intervino Zemborain. —Primero la buena, por favor.
Zaid consintió.
—Dijo el ángel: “Usted ha sido un buen creyente, piadoso y caritativo. Su paso por la vida no fue en vano. Ha ganado el derecho a entrar en la Yanna, el Jardín de valles sombreados y fuentes perfumadas, donde hay ríos de agua, leche y miel. Su tienda tendrá cuatro puertas, y por ellas, todos los días, bellas huríes lo colmarán de manjares, joyas y placeres”. El ángel alzó lentamente su brazo y señaló la puerta de piedra. Pero el hombre no se movió.
—Aguardando la mala noticia, supongo. —Adivinó Zemborain.
—Así es. —Confirmó Zaid. —“Pero debo advertirle”, dijo el ángel, “Que su mujer ha sido condenada”.
—¡Ah… Caramba!
—“No puede ser”, balbuceó el hombre. “Debe tratarse de un error”. El ángel le destinó una mirada impasible. “La contabilidad divina no admite errores”, respondió, “No puedo precisarle los motivos, sólo sus consecuencias”. El hombre se echó a llorar. Pero como las lágrimas en los umbrales del Paraíso son una afrenta a la Justicia, el ángel intercedió. “En el pasado existieron dramas como el suyo”, explicó, “Y sólo para ellos, El Único, El Misericordioso, ofrece una elección: gozar del Jardín de los creyentes para toda la eternidad… pero solo; o sufrir los tormentos del Yahim, el infierno de los réprobos y de los infieles de la mano de su amada. La decisión en suya”.
—¡El paraíso! —Exclamó Jorge Luis. —Si la mujer cayó en desgracia, por algo habrá sido. Quizás su pecado fue la infidelidad.
No todos coincidimos con la elección.
—Quizás se trata de una prueba. —Argumentó Alfredo. —Como el acertijo de la esfinge de Tebas. La entrada al paraíso depende de su acierto. El hombre debe elegir entre el amor y el placer. ¡Sí! Es una prueba.
—No lo creo. —Lo contradije. —Si no entendí mal, es el ángel quien propone la opción. Si se tratara de un embuste, el ángel debería mentir. Y la naturaleza de los ángeles excluye la mentira.
Miré de reojo a Zaid. Aprobó mis palabras con un leve cabeceo.
—Entonces, ¿cuál es la solución?
—No hay solución. —Dictaminó Zaid. —Y allí radica la paradoja: si el hombre elije el Paraíso, merece el Infierno. Si elige el Infierno, merece el Paraíso.
Nos miramos por un instante en silencio, luego reímos y aplaudimos. De pronto los altavoces anunciaron la inmediata reanudación de los vuelos. Recogimos nuestro equipaje y nos aprontamos para el abordaje.
—De todas maneras. —Continuó Zemborain. —Debe haber alguna solución. ¡Debe existir una repuesta!
—¡Ah…! —Contestó Zaid. —Seguramente que sí, pero sólo Él, El Supremo, El Misericordioso, la conoce.
Osvaldo Aníbal Martínez
Osvaldo Aníbal Martínez nació en Buenos Aires en 1956 y actualmente vive en Ciudad Jardín Lomas del Palomar. Publicó tres novelas y un libro de relatos en ediciones de autor. Intervino en varias antologías de cuentos. En 2016 su novela “Las murallas de Bizancio” ganó el concurso de la editorial La Verónica Cartonera (Barcelona) y en 2018 su novela “La tumba de Alarico” ganó el Premio Nacional de Novela Marco Denevi. El cuento “La paradoja de Zaid” obtuvo el 1er. Premio del concurso de la Sociedad Argentina de Escritores (Tres de Febrero).