Todas las mañanas transitaba esa cuadra y media. Cada pisada se correspondía con la del día anterior, y la del anterior, y la del anterior. Norita salía de su casa, se apretaba el pañuelo contra su cuello (de lana, si era invierno; de gasa, si era verano), cerraba la puerta (clac) y emprendía su camino hacia la parada de colectivos, con paso firme y decidido. Esa mañana estaba particularmente molesta. Los lunes lo estaba, en general, no porque le importunase comenzar la semana, sino porque hacía ya algún tiempo que estaba obligada a desviar su caminata recta para esquivar botellas vacías y eventualmente vómitos, secuelas de noches de parranda domingueras. Norita juzgaba severamente a las parrandas domingueras. Ascendió al colectivo y la máquina engulló sus monedas. Satisfecha por encontrar disponible su asiento preferido, tensó los labios y su columna. Unos chiquillos subieron al vehículo con guardapolvos desaliñados y sucios. A uno de ellos le faltaban botones. Iban al mismo lugar que ella; de hecho, eran sus alumnos. Los saludó de una manera respetuosa y distante. Le molestaba sobremanera que a su lado se haya sentado la madre, o tutora, no lo sabía; era tan gorda. ¿Cómo alguien tan pobre puede ser tan gordo? Cosas como esa hacían que Norita desconfíe de la pobreza, de las madres y de los tutores.
Llegaron a destino y Norita esperó que desciendan los demás pasajeros; hábilmente se retrasó al hacerlo ella, de forma tal que no se sienta obligada a cruzar palabras con sus conocidos. Llegó a la cocina y preparó su café en una taza que traía de su casa, envuelta en tres servilletas. No se apuró; la mayoría de sus alumnos desayunaba en el comedor y retrasaba por ello su ingreso al aula. Norita los miró por la ventana. Reutilizaban tres veces los saquitos de mate cocido, servidos en tazas de plástico mal lavadas, y comían desesperadamente tortas fritas sobrantes del día anterior. Las habían cocinado en la escuela, contaminando a toda la institución con un denso aroma a aceite quemado, incluyendo su pañuelo, el de gasa, porque ya estaba finalizando noviembre.
Claro que estarían gordos, soñolientos y con la piel seca. Los pequeños alumnos comenzaron a ocupar el aula unos minutos después. Cada vez eran menos, a decir verdad. Valeria la saludó sorpresivamente acercando su mejilla a la suya, y Norita no encontró manera amable de negarse a ese beso pegajoso, seguido por el roce apretado de su mejilla áspera. Sintió un profundo desagrado. Seguía pidiendo la tarea todas las mañanas, aun cuando hacía meses que prácticamente ninguno de sus alumnos la traía resuelta; Norita seguía exigiéndola banco por banco, seguía indignándose con esos cuadernos vacíos, con esas hojas manchadas de mate y con migas, con esos niños sucios y mal atendidos. Parecía regodearse en su propia indignación, ávida de escucharlos decir: – No seño, ayer me mandaron a dormir a las siete después de la leche. – No seño, no sé, no abrí el cuaderno. – No seño, mi mamá se olvidó porque estaba en el trueque. – No seño, no lo hice porque tenía hambre y me dormí. – Norita apretaba los puños dentro de los bolsillos. Hambre. HAMBRE. Ellos, ¿hambre? Si son gordos. Las madres son gordas y fuman. Norita se sentía profundamente ofendida cuando escuchaba esos argumentos, bastante difíciles de retrucar, por otro lado. No sabía enfrentarse gente con tan poca vergüenza. Ella había visto gente pasando hambre de verdad, no en este país, por supuesto, pero conocía la historia de su familia allá, en Polonia, cuando comían papas a la mañana, papas al mediodía y papas a la noche. Valeria le devolvió un ejercicio de matemática, una cuenta mal hecha, en una hoja Gloria arrugada, con un agujero provocado por su forma rabiosa de usar la goma de borrar; además, lucía una considerable transparencia en el centro, donde había apoyado la torta frita. Norita cerró los ojos dramáticamente por unos segundos y tomó la hoja por el ángulo derecho, apenas sosteniéndola con los dedos índice y pulgar. Toda ella olía a colonia florar desde la mañana hasta la noche, y sus manos, aunque algo añejas, conservaban su suavidad y eran agradables a la vista porque sus uñas estaban siempre perfectamente coloreadas. A Valeria le encantaban las manos de Norita. – Esto no se presenta así, amor. No no no no no. – adoptó un tono paternalista y dulcificado. Valeria la miró decepcionada y escondió con vergüenza sus manos renegridas en los bolsillos del delantal. No volvería a hacer el ejercicio. Faltaba poco para el mediodía y tenía mucho sueño.
Sonó el timbre y Norita condujo a los quince niños a la puerta, donde los esperarían sus madres gordas. Caminaba empujando hacia abajo su falda recta, no por pudor como antaño sino para cubrir un agujerito en su media de nailon, pequeño pero creciente, a sabiendas de que algún día ya no lo podría disimular. Se dirigió con paso firme y despidió a sus alumnos uno por uno, dándoles un pequeño empujoncito que enfatizaba cada día un poco más. Ingresó nuevamente al establecimiento mientras presionaba a un mechón de pelo dentro de un invisible. Se encontró intempestivamente con la secretaria de la escuela, a quien intentaba evadir a diario por su charla profusa y su mal aliento.
– Norita – dijo Silvia, siempre apurada, tomándola suave pero contundentemente del brazo. Norita la miró de arriba a abajo. ¿Cuándo fue el maldito momento en el que las maestras empezaron a usar zapatillas? Silvia continuó, agitada.
– Mañana cuidas a los chicos de Rosa, ¿sí? Va a estar en la Carpa. – Norita masticó su rabia.
– ¿Otra vez? – No lo pudo evitar. Ella no solía salirse de control. Mucho menos negarse a cumplir con sus obligaciones, así sea Silvia quien se las pida, con sus raíces canosas de cinco centímetros. Pero realmente, ¿otra vez? Silvia le explicó, como si fuese necesario, que no habían cobrado el sueldo, que no lo cobrarían este mes y que en caso de hacerlo lo harían con bonos de la Provincia. Los discursos sociopolíticos de Silvia y de cualquiera de sus compañeras la hacían flotar en el tedio.
Aceptó a regañadientes y siguió su camino hacia el aula. Se puso crema en las manos violentamente. Se la había comprado tres años atrás a una colega que la ofrecía en un catálogo de cosméticos. Cada día le resultaba más difícil extraer el producto del pomo, pronto tendría que cortarlo con un cuchillo. Olió sus manos y se sintió en paz, le agradaba mucho el perfume de la rosa mosqueta. Recogió sus artículos personales y echó una mirada general al salón. Valeria había dejado su torta frita algo mordida sobre la hoja Gloria, manchada y rota, en la hora de matemática. Norita se paró contra el marco de la puerta y miró hacia atrás con disimulo. Se acercó al pupitre, tomó una de las servilletas arrugadas con la que había cubierto su taza y recogió la torta frita, envolviéndola con cuidado e introduciéndola en el bolsillo de su guardapolvos. Acababa de resolver su almuerzo. Emprendió el regreso a su casa pensando en el puñado de dólares que tenía guardados en el banco. Siempre recurría a ese pensamiento cuando estaba por perder el control. Los extraería sin falta el mes siguiente, tal vez antes de Navidad. Agradeció no haberlos gastado en ese crucero a Aruba que supo gozar de tanta popularidad entre sus compañeras, algunos años atrás. Ahora ellas estaban en la Carpa, pensó con una sonrisa diminuta y cínica. Ascendió al colectivo. Mientras tanto, en su bolsillo, el aceite de la torta frita ya había burlado al papel tissue y comenzaba a filtrarse por la blanca y almidonada tela de su delantal.
Griselda Labbate
Griselda Labbate nació en Buenos Aires, Argentina, el 2 de marzo de 1984, aunque actualmente reside en la ciudad de Rosario. Es docente de Historia e historiadora desde hace diez años, ejerciendo en escuelas secundarias y terciarias. Además se dedica a la investigación histórica, especialmente en trabajos interdisciplinarios que cruzan Historia y Literatura. Es escritora amateur, tanto de cuentos infantiles (por uno de ellos ha recibido una Mención Especial en el XII Certamen Anual de Cuento y Poesía Alejandro Vignati en 2019) como de cuentos para adultos. Instagram