Cubrí la distancia entre la cocina y el dormitorio como si acabara de recibir un golpe de martillo en la cabeza. El doctor Parrotta confirmó el diagnóstico. Moriré en menos de una semana, indefectiblemente.
Retiré las cobijas, me hice un ovillo, me cubrí, me dormí… soñé.
En el sueño tenía varios años menos y un deseo irrefrenable de visitar la casa de tejas azules, un caserón abandonado que se conservaba en perfectas condiciones. Me preguntaba, en el sueño, por qué la casa no sufría el paso del tiempo.
El sendero era empinado y estaba tapizado de piedras redondas que hacían difícil la marcha, aunque el insensato anhelo por llegar a la casa desvirtuaba el cansancio. ¿Por qué la urgencia? ¿Y si tropiezo y caigo y ruedo cuesta abajo? Los que me encuentren dirán: “pobre viejo, murió tratando de subir una montaña”. Y yo, muerto y todo, les diría: “están equivocados”. Lo diría así, sin mayores explicaciones, para que se queden con la ganas de saber más. Aunque bien mirado: ¿por qué debería resbalar? A medida que subía, el cansancio y el dolor en las rodillas iban quedando atrás. Y cuando empujé la puerta cancel de la mansión, con esa ilógica imperativa de los sueños, me encontré en el recibidor y luego en un largo pasillo con una asombrosa cantidad de puertas. Esto es un hotel, aunque las puertas no están numeradas. Una única esperanza, como una raja de luz profanando una grieta, sugería que, en el fondo yo sabía a quién buscaba. Mis pasos, silenciosos y blandos, me llevaron ante una puerta que no se diferenciaba en nada de las otras. Sin embargo, no dudé. Apoyé la mano en el picaporte y la puerta se abrió.
Aunque sumida en la oscuridad, la habitación no estaba vacía. Olí una fragancia, oí un susurro. Un cuerpo recién llegado de otros tiempos se movió hacia mí, y por un segundo divisé el contorno, una luz apenas dorada en la penumbra. Ella no dijo nada, me tomó la mano y la besó. La boca era suave y parecía haber atravesado una gran distancia, por lo que el aire de miles de comarcas aleteó un instante, invisible y porfiado. Yo, sin abandonar la calidez de aquellos dedos, me moví para rodearla y la abracé. ¿Sabía quién era? No. El sueño era escueto. Así y todo, arqueé el cuello y busqué los labios, que se abrieron húmedos, dóciles. Aunque estoy soñando, pensé, esto es muy placentero. ¿Por qué me espera una desconocida en una habitación oscura de un hotel sin nombre? Porque formé este recuerdo en un inesperado recodo del camino, y permaneció intemporal, latente, aguardando para hacerse carne en este mágico momento. La respuesta fue tan rotunda como silenciosa; ella conocía los laberintos de mi memoria mejor que los rincones de su propio cuerpo. No necesitábamos hablar. Lo supe cuando una fina llovizna empezó a caer del techo. Agua, simple y tibia. Y en mi lengua apareció un trozo de pulpa de una fruta desconocida, ácida y fresca, aromatizada con el sabor de su saliva. Entonces, sus brazos se alzaron, exponiendo el cuerpo a mis caricias, y recibí la recompensa de un antiguo sueño inconcluso. De pronto, el tiempo se estiró, oscuro y denso como humo, pero una urgencia indeseable cruzó el cielo como un pájaro perdido; empecé a temer el despertar, que el sueño desembocara en otro sueño, temí morir. Ella detuvo mi fuga usando pocas palabras.
—No —dijo—. Es mi sueño. ¿No lo sabías? —Volvimos a besarnos, los cuerpos se acoplaron al deseo, aunque el deseo, como siempre, solo fuera el desvarío de un pobre anciano tratando de subir una pendiente empinada, rumbo a la casa de tejas azules. Recordé que nos habíamos citado allí en otra vida. Y en su sueño, que ahora era el mío, nos amamos despacio, saboreando cada roce, comiéndonos el cuerpo como ráfagas de viento que roban el paisaje, subiendo juntos la cuesta, hacia la casa de tejas azules. Pero esta vez el camino era liso, y lo flanqueaban macizos de flores pequeñas. Subimos tomados de la mano, dueños de todas las sensaciones posibles, aun las que no nos pertenecían. Luego sonó un trueno brutal, desafiante, pero ya era tarde para otro final; en ese momento dejó de llover; no necesitábamos escondernos de nada ni de nadie, porque no voy a despertar jamás.
Sergio Gaut vel Hartman
Buenos Aires,1947. Es escritor, editor y antólogo. Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Fase Uno (1985), Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos(2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias (2019). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán ruso, griego, búlgaro, japonés, hebreo y árabe. En septiembre de 2020 su novela corta Otro dios caprichoso obtuvo Mención Honrosa en el Premio UPC de ese año y será publicada en 2021. Su biografía apareció en Latin American Scientific Fiction Writers. An A – To – Z Guide, editada por Darrell B. Lockhart en los Estados Unidos de Norteamérica. Wikipedia