La luz roja de la lámpara de sal es igual de tenue que la música. Pink Floyd. Una versión en vivo de Coming back to life en la voz irreprochable, académica, de Gilmour. Recostada sobre el sillón, Sofía fuma un porro que parece infinito. Apenas unas secas al comienzo de cada canción. Después a volar. Es la rutina de los viernes a la noche: toda la semana esperan este momento como si fuese el único en que viven de verdad. Paula trae una cerveza escarchada del freezer. Sirve los dos vasos hasta el tope y la espuma se detiene a punto de rebosar.
—A lo último hay que romper un poco la birra, ¿ves? Levantás la botella, servís desde más lejos. Los gases estallan acá y no en tu panza. Lo vi en Youtube.
—No seas careta y pasame ese vaso. Vení.
Paula se acuesta a su lado y apoya la cabeza contra su pecho. Sofía le acaricia el pelo todavía húmedo, que huele al shampoo barato de manzana que usan siempre. Con la otra mano se lleva el vaso a la boca. El contacto de la espuma con la lengua le produce una repulsión mínima, un asquito, que enseguida se disipa cuando toma.
—¿Enjuagaste bien el vaso? Creo que tiene detergente.
—Bue, después me decís careta a mí. Aparte estos vasos los lavaste vos anoche. Dale, te toca. ¡Dale que ponen esta publicidad de mierda!
Sofía agarra el celular, toca Omitir anuncio y escribe.
—¿Qué pusiste? —pregunta Paula. Por el parlante se escucha un zumbido sordo, hueco, como un aire viejo que espera un sonido inminente.
—Me mantengo en el género, digamos.
—Buenísimo. Entonces ya tengo el próximo tema.
Suena una guitarra distorsionada. Una nota aguda que se curva hacia abajo y vuelve a subir al instante, como una ondulación. Luego un bajo y un platillo seco, casi imperceptible, son el preludio de lo que viene. Y lo que viene es la voz:
Still, by the window pane…
Es una voz cansada, densa, que obliga a Sofía a activar dos o tres secas más del porro. Es que, ¿cómo no fumar con esta música? ¿Cómo no fumar en este momento exacto? Y hasta fumar, pensaba Sofía, con cierta solemnidad.
—¿Ves, Paula? La vida es así. Todas esas discusiones sobre el detergente y la espuma que teníamos recién no existen. Digo, ¿éramos nosotras las que hasta hace dos segundos hablábamos de un vaso del orto?
Paula la escucha pero tiene la vista clavada en el espejo de la pared, como si hubiera notado algo extraño.
—Che…
She sleeps in a chair in her sad America…
—¡Ella duerme en una silla en su triste América! —Sofía prosigue su monólogo—. ¡Es terrible! ¡En su triste América! ¡Me rompe la cabeza, Pau! ¿A vos no? Me imagino una abuelita yanki, negra, sentada en el pórtico, ¿pórtico se dice?, de una casa pobre de Indiana, de Tennessee, no sé dónde carajo vive la gente allá. Pero me la imagino, vieja, con la mirada perdida, esperando a alguien que no va a venir nunca.
—Una abuelita en una mecedora —suma Paula.
—Mal, boluda, en una mecedora tristísima. Que rechina toda, más vieja que la vieja —y ambas ríen con fuerza, se palmean las rodillas. Como fondo, otra vez la guitarra distorsionada de Robert Fripp.
—¡Uh! —exclama Paula y se incorpora.
—¿Qué pasa? ¿Qué hay?
—El espejo, algo se movió. Te iba a decir antes. ¿No lo viste? ¡Mirá! ¡De vuelta! ¡Ahí!
—¡La puta madre! —grita Sofía clavando sus uñas en Paula—. ¿Qué mierda era? ¡Se fue!
—¿Se fue?
—No sé, qué cagazo.
—Pará, pará… —reflexiona Paula.
—¿Qué?
—Por ahí son estas flores.
—¿Decís?
—Sí, Sofi. A ver… decime. ¿Vos, qué es lo que viste?
—Uh, no sé, yo me asusté porque vos gritaste. Y vi como un reflejo o una sombra. No, sí: una sombra, una sombra. Algo oscuro, del tamaño de una pelota, ponele.
Una escalera de cuerdas eléctricas se precipita al silencio. ¿Son tres, cuatro escalones hasta apagarse? Paula tose una resaca del porro, un calor en la garganta que calma con un nuevo trago de cerveza. La escalera al fin termina, conducía a un anuncio de Trivago. Una sombra, como una pelota, se queda rumiando Paula. No quiere decirlo, porque sabe cómo es Sofía: se va a perseguir todavía más. Pero esa descripción un poco difusa, coincide con lo que ella vio. Una sombra, como una pelota. Si tuviera que jugársela, es más, ella diría que lo que vio fue una cara, una cara oscura que las observó por unos segundos, y luego se fue.
—Ah, entonces flasheamos —miente Paula mientras toca Omitir anuncio en el celular—. Ahora me doy cuenta. Lo que yo vi son las luces de los autos. Se filtran por la persiana. Mirá, ¡justo! —dice señalando la calle. Una moto pasa rugiendo. Se podría decir que un destello blanco se dispara en la penumbra rojiza de la habitación. Entre el porro, la cerveza y el miedo, esa explicación le cierra bastante bien a Sofía. Si cada una vio algo diferente, no hay de qué preocuparse.
—Increíble lo que pega esto —dice Sofía, ya más relajada.
—Increíble —repite Paula, mientras piensa en la sombra con forma de pelota. En esa cara de abuela de Tennessee detrás del espejo.
Alan Lell
Alan Lell nació en Buenos Aires en 1988. Es escritor y estudia Comunicación Audiovisual en la Universidad Nacional de San Martín. Participa del taller de lectura y escritura Heterónimos.
Su cuento El aplastamiento obtuvo el primer premio en el IV Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve en Homenaje a Hugo Gola, del 2019. Uno de sus poemas integra la antología Poetas latinoamericanos, publicada por Editorial Imaginante en 2015.
Es autor del blog Caminar conociendo, que actualiza con cierta irregular frecuencia.