Íbamos mi padre y yo tomados de las manos, caminábamos a la bartola como dos que se quieren mucho. De a ratos nos soltábamos y corríamos muertos de risa a patear las piedras de tierra; no todas, solo las que estallaban; aquellas que llenas de aire se alzaban cocoritas sobre el camino; o bien buscábamos tréboles de cuatro hojas, y los arrancábamos para colocarlos detrás de la oreja; no muchos, los suficientes para que la suerte nos protegiera y la desgracia no nos alcanzara. Muertos de risa seguíamos cuando de golpe la lluvia se nos vino encima: parecía que en el cielo hubiese explotado un río. Mi padre se dio vuelta, miró a mi madre que venía detrás, le hizo un gesto de impotencia, después levantó la cabeza, miró hacia arriba. Algo vio allá o bien Dios le dijo algo malo sobre los sietemesinos, porque indignado bajó la cabeza, miró la tierra con disgusto. Puso las manos en la cintura, miró nuevamente hacia el cielo, lo escupió y dijo:
-Me cago en Dios.
Mi madre lo fulminó con la mirada y luego lo redobló:
-Y yo me cago en tu boca.
Mi padre se prometió: tengo que llegar a la casa de Don Patarino, golpear la puerta, pedir que me preste una, una sola, atarla al carro y seguir nuestro camino, con la mula que me prestará, si me ve con ropa decente; de lo contrario, que Dios se apiade de nosotros.
Qué esperas entonces, lo desafió mi madre, que se te estropee el traje con esta tormenta.
Eso, reconoció él, qué espero. Me dio el sombrero. Luego se quitó el saco, después los pantalones, dobló el saco en cuatro, lo mismo hizo con el pantalón, montó uno sobre el otro, como marido y mujer, y juntos los acomodó debajo del brazo para que no se estropearan con la lluvia. Con su ropa a buen resguardo agarró la delantera y enfiló decidido para la casa, que todavía no se veía, por la lluvia, más que por la distancia. Fue allí que mi madre, al verlo pasar en culo le gritó:
-Ey diga, no tenés calzones.
-Tampoco tengo mula, le contestó, mientras se colocaba el sombrero que yo le había devuelto.
Mi padre volvió triste. Ya conseguiremos otra, le dijo mi madre. Eso es todo lo que recuerdo, digo, todo lo que recuerdo de mi padre vivo; de mi padre muerto heredé la tristeza que tuvo bajo la lluvia; que se me agrandó cuando mi madre, durante el velorio, le dio charla a un haragán que ni para vago servía. Esa noche había llorado mucho, porque mi madre me dijo: Petre estamos solos y tengo que pensar por los dos, ese que está ahí, prometió que nos va a traer una mula.
La mula que trajo no me gustó, aunque tiraba bien del carro, pero al mirarla me ponía triste, porque su tranco no era como el de la mula de mi padre, ni siquiera parecido; hasta que mi madre me dijo: Cambiá la cara de culo y agradecé, porque tu padre, de haber conseguido otra mula, igual se hubiese muerto, era un hombre enfermo, no lo olvidés. Así es, dijo el chupador y me sentó a su lado; yo no quería, pero igual me quedé quieto, porque mi madre sonrió.
Al otro día, ya en el carro, me dio las riendas; eso sí me gustó. Pero al rato saqué la vista de la huella y me quedé mirando la cola de la mula, que iba detrás de las moscas, una y otra vez tratando de acertar. El chupador se enojó, porque el carro perdió el rumbo, entonces me renegó:
Dame las riendas, sietemesino.
Miré a mi madre para ver si había escuchado, nada más que para eso, pero ella no me entendió y me soltó un revés que a mí no me dolió, porque entendí a mi madre, y me fui para atrás, aspiré mis mocos y me quedé mirando cómo el camino se alejaba del carro.
Al rato, y no sé por qué cosa, ella también vino apoyando la nariz en la palma y removiéndola de un lado a otro aspiró sus mocos; se acomodó junto a mí y también se puso a ver cómo se alejaba el camino. No la quise acompañar y me puse a pensar en mi padre. Lo veía empapado bajo la lluvia, con la camiseta estirándose hasta taparle las nalgas, aunque lo otro le seguía colgando como a los perros. Creí que mi madre también pensaba mucho, no tenía certeza, pero se me hizo que ahora pensaba mucho. El haragán se daba cuenta, porque enseguida le gritaba: no te pongas a perder el tiempo, si no mirá cómo lo desperdiciaste pariendo fenómenos como ese; y me señaló. Hablaba todo el tiempo de mí y apenas me conocía. Fue entonces que le dije a mi madre: llevame con el abuelo. Pero ella me zamarreó y me gritó:
Callate la boca, sietemesino.
Una mañana mi madre fue a la casa de unos vecinos a curar del mal de ojos a varios chicos, les pedía algo para comer y por qué no también, algo sabroso para tomar, yo ya sabía curar en empacho con la cinta y procurarme algunas cosas para la olla y también algunos libros con dibujos, pero ella no me quiso llevar; llegó la tarde llena de frío, y mamá no había vuelto todavía. Entonces el haragán me llamó, tomó un buen trago del porrón, agarró una correa y mientras la enrollaba en su mano, me dijo:
No llores mugriento, porque tu madre se emborrachó o se fue con otro, y si es como digo, jamás volverá, así que no quiero estorbos conmigo. Cuando escuché eso le di la espalda, me aferré a la rueda del carro y esperé los correazos.
Después tiró el látigo a un costado y me ordenó: sacate la ropa. Cuando me vio desnudo se acercó y me dijo: quiero ver el hoyito que tenés ahí, y me tocó. Inmediatamente me acostó y aferró mis manos a la rueda, lo sentí detrás de mí, me abrió, me tocó otra vez; luego me hurgó y se desesperó, como cuando borrachos se hurgaron con mi madre cerca del fuego. Metió la mano en su bragueta y me tiró su aliento y me sangró. Al rato largo me desató, subió al carro y se fue. Quise correrlo para que me dijera que lo de mi madre no era cierto, pero tenía las caderas y las piernas adormecidas y me caí.
Cuando desperté estaba bendecido: mi madre me abrazaba.
No te preocupes Petre, nos vamos de acá, me dijo en la estación, este tren nos va a cambiar la suerte. El viaje nos puso contentos, y así, tomados de la mano, nos reíamos de miedo cada vez que el tren bramaba en las alcantarillas. Mi madre no solía abrazarme, pero cuando me abrazaba, no sentía ninguna pena. Al bajar en Roque Pérez, comenzamos a buscarte, abuelo.
Hey, preguntaba mi madre en la estación, usted no conoce al viejo Pedro, tiene un carro colorado, su hija y su nieto lo están buscando.
Así pasó mucho tiempo y después, andábamos de pueblo en pueblo solo por andar, hasta que al cumplir los once mi madre quiso regalarme, porque ella se estaba por casar. Yo me enojé y agarré sus zapatos y los tiré, luego agarré el vestido de novia que ella había arreglado para su boda y también lo tiré al suelo. Mi madre lo levantó y me dijo que me fuera, que te buscara solo, agarró una vara y me dio en las piernas para que corriera, mientras gritaba:
Tullido, tullido te vas a quedar. Con esta vara te voy a comer las piernas. Pero a mí no me dolía, hasta que mi madre me dijo: vos me lo quitaste aquella vez, vos, sietemesino.
Fue allí, abuelo, cuando le hundí el cuchillo.
Jorge Emilio Nedich
Avellaneda 1959, Argentina. Es Director de la editorial Voria Stefanovsky Editores y ha publicado novelas tales como Gitanos para su bien o su mal (Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1994), Leyenda Gitana (Editorial Planeta. Buenos Aires, 2000), El aliento negro de los romaníes (Editorial Planeta. Buenos Aires, 2005) y El alma de los parias (Ediciones de la Flor, 2014) y su última obra publicada fue Fisura (Voria Stefanovsky Editores 2016), novela breve que trata sobre los intentos fallidos de un marginal venido a menos que se niega a asumir su decadencia. Es colaborador de los diarios, La Nación, Perfil y Revista Ñ.