El pelo negro y duro de la cabeza de Paco no cae lentamente, ni danzando en el aire como lo haría una hoja seca en otoño, sino horizontal y tieso. Solo por las puntas aletea con desesperación como un colibrí con obesidad mórbida que por eso no aguanta su propio peso y cae al suelo tipo, ¡plof!
Y ahí se queda el pelo, solo y estirado. Hasta que pasa un zapato de hombre, un zapato con chicle blando, pegado en la suela: un chicle con forma de nube gris por lo sucio y con restos de baba del niño que lo escupió la semana pasada, porque el chaval tenía hambre de bocata.
Y el chicle encuentra al pelo y el pelo encuentra al chicle. Y ambos se dan un beso tierno y pegajoso que los une durante unos pasos de recorrido porque, como es julio, todo queda en un sofocón, una breve aventura de verano, que termina cuando el chicle abandona al pelo, ahora todo pringoso, en la acera: el colocón de azúcar ha sido una mala experiencia. Y el pobre pelo, triste y abandonado y pegajoso, se queda un par de horas esperando a que alguien le recoja. Y se fumaría un pitillo en la espera pero, dadas las circunstancias, no puede porque el cigarro es unas 800 veces más grande que él y le iba a dar un subidón que te cagas.
Cuando empieza a estar desesperado pasa un perro jadeante, de patas peludas. Uno de esos perros grandes que, aunque orientados, caminan como borrachos, con la boca abierta, siempre chorreando babas. Y el perro se lleva al pelo pegado en la yema, después de haberle echado varios salivazos desde su lengua gigante. Y el chucho llega a casa cuando se cansa de pasear de un lado a otro. Y su dueña que le espera ve que el perro tiene suciedad en las patas porque las tiene muy peludas. Y también ve que el perro tiene un pelo largo y negro pegado entre los pelos marrones de la pata y lo sabe de inmediato: ese pelo no es de su perro. Y saca las tijeras y corta rápidamente los pelos de la pata del perro. El pelo queda cortado en dos trozos; una parte acaba en la chimenea y grita, apenas medio segundo de alarido de trozo de pelo para carbonizarse en un cuarto de segundo. Y se convierte en un rizo negro de carbón que se deshace rápidamente y se confunde con el resto de cenizas. El otro trozo de pelo se queda, temblando y perdido, en la casa del perro y la mujer de las tijeras, que cada vez se parece más al protagonista de Psicosis, que en un momento ha cortado a su cuerpo en dos partes y carbonizado a su otra mitad en el fuego, sin piedad.
El medio pelo tiene miedo, mucho miedo. Transcurridas unas horas, valora sus posibilidades: está al 50%, en una casa con un perro marrón que no para de tirarse pedos en el sofá y nadie dice nada; y con una mujer psicópata que ha quemado a su hermano gemelo en la chimenea y está ahí, tan tranquila, comiendo palomitas en el sofá y tirándose pedos con el perro, como si nada.
El medio pelo no entiende nada: no entiende como una mujer tan bonita puede estar en el sofá, comiendo sola palomitas y tirándose pedos con su perro cuando podría estar por ahí, asesinando a gente con sus tijeras de psicópata y metiéndola en el congelador, porque en la chimenea no le cabrían.
Y entonces ocurre el milagro: una ligera corriente de aire que se forma en la habitación, inesperadamente, gracias a que la pedorra necesitaba ventilar el cuarto de flatulencias. Y el medio pelo grita, “¡ahora o nunca!”, y sale flotando por la ventana: ¡ahora es tan ligero!
El día es ventoso y aunque el medio pelo toca suelo una y otra vez, vuelve a volar y a volar y a volar de un lado a otro, hasta que cae dentro del mar.
Y aquí se resume el resto de la historia del medio pelo, que se convierte en marinero y rompe muchos corazones porque tiene muchas aventuras en cada puerto. Y poco a poco, acunado por las olas del mar, va envejeciendo, disolviéndose día tras día con el agua del mar. Y un día soleado y precioso, desaparece en la sal del agua.
Y yo no lo sé, porque no estaba allí, pero unos peces me contaron que le vieron poco antes de desaparecer. Y que esbozó media sonrisa porque le faltaba una mitad, pero que era sincera del todo y dijo que había sido muy hermoso vivir.
Beatriz Schleich
Beatriz Schleich nació en Castellón de la Plana en 1970. Se diplomó en Ciencias Empresariales por la Universidad de Valencia y se licenció en Traducción e Interpretación por la Universitat Jaume I de Castellón. Realizó el master en Traducción especializada alemán-español a distancia por el SELM (Sociedad Española de Lenguas Modernas) de la Universidad de Sevilla, el master CIEL (Comunicación Intercultural y Enseñanza de Lenguas) en la Universitat Jaume I de Castellón. Actualmente estudia Enfermería en la Universitat Jaume I de Castellón. Finalista en Festival Dramaturgia Femenina, Atenas 2021 (IASPIS). 2019 Accésit en certamen I internacional de cuentos Juan Bosch (ACUDEBI). Finalista en premio de relato Ana María Matute (Ediciones Torremozas). Finalista en concurso relatos Alucinadas (Editorial Palabaristas).Twitter