Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
Federico García Lorca
Las apariencias engañan. Quizá fue su mirada pura, su corta edad, o el haberla visto sola en medio de flores blancas en la festividad. Cuando la muchedumbre comenzaba a disiparse se le acercó con un vaso de cerveza. Ella lo miró y le dijo:
–cómo te voy a aceptar una cerveza si no te conozco.
–Precisamente por eso –contestó él, con una sonrisa nerviosa– para empezar a conocernos.
A ella le gustó su atrevimiento, lo miró furtivamente con una sonrisa y le aceptó el vaso.
–Sos muy creyente –preguntó el muchacho.
–Para nada –respondió ella.
–Y qué estás haciendo en una fiesta religiosa.
–Y eso qué tiene que ver –acotó la muchacha extrañada– también me gustan las catedrales y el arte gótico y eso no quiere decir que pertenezca a ninguna religión.
–Es verdad, ¡pero no te enojes!
–No me enojo, simplemente me gusta aclarar ciertas cosas.
–¿Siempre te gusta aclarar todo a vos?
–No –dijo ella– algunas cosas necesitan de cierta oscuridad.
Ramiro pensó que era el momento. Que aquella muchacha, que no debía superar los dieciocho años, gozaba de una lucidez tremenda. En pocas palabras, le estaba abriendo la puerta para que la invitara a un lugar más tranquilo. Él coincidía, en que algunas cosas se llevan mejor con la oscuridad.
Sin propuestas de por medio, llevados por la inercia que el destino parecía haber trazado para esa noche, la pareja comenzó a caminar con rumbo al río. A las dos cuadras de la plaza, las luces ya no resplandecían. El bullicio del pueblo en fiesta había dado paso al chirrido de los grillos y al croar de las ranas. Caminaban entre risas y tragos, en un momento, Ramiro detuvo la marcha y la miró fijamente, la muchacha respondió a su mirada, con otra que parecía decir, sí, estoy esperando. Entonces la besó. Mientras deslizaba su lengua por la boca de la muchacha, en su mente se atropellaban las ideas. No podía entregarse libremente a las sensaciones del momento y dejar que una mano invisible, una personalidad incorpórea y trascendente o algún tipo de hado sobrenatural, decidieran el futuro inmediato. Debía ser él, o ella, o ambos, los responsables de ese nuevo mundo recién creado. La ciñó por la cintura suavemente y esperó. Siempre se acobardaba cuando llegaba a estas instancias y esperaba que la otra parte marcara el ritmo, como si de un baile se tratara. No sentía temor ni vergüenza en invitar con una cerveza a una desconocida, pero cuando la barrera había sido pasada, la habilitación había sido dada y la realidad ya era otra, no sabía qué hacer. La muchacha, más entregada a los impulsos de la pasión que a los cálculos de la razón, empujó su cuerpo contra Ramiro, de manera de poder sentir el vivo animal del muchacho, que ya comenzaba a despertar como una inspiración entre sus piernas. Ramiro, con suaves movimientos, comenzó a refregar su sexo en el de la muchacha hasta que la respiración entrecortada de ambos indicó que era el momento. Sin hablarse, tomados de la mano, atravesaron el bosque de arrayanes que los separaba de la playa. Llegaron a un sitio donde los troncos de los árboles habían dejado un espacio. Sola, en lo alto, una luna cómplice y opaca apenas sombreaba las altas copas. Del pueblo, no llegaba más ruido que el eco de los perros, que se mezclaba con el murmullo de la playa cercana. Ella, dio libertad a su pelo antes de dársela a su cuerpo. Ramiro, fue desprendiendo uno a uno los botones de la camisa de la muchacha, de donde se escaparon dos frutas frescas, ávidas de ser devoradas. En ellas hundió el rostro y comenzó a besarlas, mientras la muchacha, le metía la mano por debajo del pantalón y le acariciaba su enérgico y lubricado miembro. La luna cómplice, sombreaba los muslos de aquella hembra libre en medio de la noche. Ramiro la cubría con su cuerpo y la luz se iba, la alzaba entre sus brazos contra un árbol y aparecía tenue para sombrear dos senos despiertos como la noche. Y así siguieron, esos potros sin establo, esos animales de viento, cabalgando entre besos y arena, en su universo recién creado, en medio de esa nada, que era su todo. Y el viento sopló, y descansaron abrazados en la arena. Sopló y se desprendieron algunas flores blancas de los árboles, que comenzaron a caer sobre sus cuerpos desnudos, como una hora antes caían sobre el santo de la festividad.
Fernando Chelle
Fernando Chelle (Mercedes, Uruguay, 1976). Poeta, narrador, ensayista, corrector de estilo y crítico literario uruguayo, radicado en Colombia desde el año 2011. Autor de los libros: Poesía de los pájaros pintados (2013); Curso general de lectoescritura y corrección de estilo (2014); El cuento fantástico en el Río de la Plata (2015); Muelles de la palabra (2015); Las otras realidades de la ficción (2016); El cuento latinoamericano en el siglo XX (2016); SPAM (2017); Las flores del tiempo (2018); Cadencias que el aire dilata en la sombra (2018) y Palabra en el tiempo (2019). Su obra poética forma parte de diversas antologías. Ha sido corrector de estilo de las revistas: Respuestas (Universidad Francisco de Paula Santander) y Fronteras del saber (Universidad Simón Bolívar) y también, Director de Contenido y Redacción del periódico El Libertador (Universidad Simón Bolívar). Ha participado como ponente y conferencista en diversas universidades, encuentros de escritores y ferias del libro. Sus poemas, ensayos y críticas literarias se han publicado en revistas, periódicos y portales literarios de más de treinta países. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, al árabe, al catalán, al griego, al inglés, al italiano, al japonés y al portugués. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos por su obra ensayística, cuentística y poética, entre ellos: Libro de Oro de la Literatura Colombiana (2019); Premio Nacional de Ensayo Literario (2017 y 2019); Premio Internacional Sacra Leal de Poesía (2019); Premio a la Excelencia en Periodismo Cultural (2018); Premio Internacional a la Investigación Ana María Agüero Melnyczuk (2018); Premio Internacional de Poesía Caños Dorados (2017). Blog