“Cada copo de nieve estaba vivo
Cada huevo de insecto estaba vivo y soñaba Pensé: ahora
me voy a quedar solo para siempre Pero la nieve caía
y caía y ella no se alejaba”
Roberto Bolaño
Es otro de esos días lóbregos en que los rayos de sol no se atreven a traspasar las apretadas nubes que vuelven el cielo gris y las caras bajas. El día se hace largo adentro, en el autoencierro. Ir del sillón a la cama y de la cama al sillón, hacerse un sándwich y ver que se terminó la mayonesa, improvisar con la mantequilla que entorpece el sabor salado del jamón y el queso, darle a Bruno la mayor parte del emparedado, pero en pedazos chicos porque así parece disfrutarlo más. Seguir hambriento, pues ya se tornan las siete y la merienda se ha pospuesto demasiado. Dudar, mirar hacia los adentros y analizar la disyuntiva: merendar o esperar la vuelta de la flaca, que a estas horas estará saliendo de la estética, seguro ya está montada en el transporte, y a lo mejor piensa en mí, que yo pienso en ella, en que yo pienso que ella piensa que yo pienso en ella. Y cuando llegue le preguntaré si pensó en mí mientras veía las gotas escurrirse por la ventana del urbano, bajando por el riachuelo en que imagino se ha convertido la avenida Zaragoza, ella me dirá que sí y será verdad, nos reiremos mucho y diremos: pensaba que pensabas en mí, pensando en ti pensando en mí, mirando esto o aquello otro, caeremos en el bucle de las palabras, del que ella sabrá salir y sabrá sacarme, hablándome del día y de los chismes, de la baja afluencia en la estética, de los preparatorianos a los que rasuró por apenas veinte pesos, porque es lunes y se entiende la angustia del estudiante que es mandado a casa, privado de su derecho a estudiar por reglamentos insensatos y arcaicos. Y yo le diré que estuve escribiendo, que ahí va el texto, que ya casi está, y será mentira. Ella no pedirá verlo, sabe cuánto me disgusta mostrarle mis obras inconclusas, pero sé que en todo ese apoyo habrá también algo de cansancio y desesperación, por eso mismo no podré decirle que no he escrito nada hace mucho, le diré que incluso me sobró tiempo y me sobró, ante todo, inspiración, porque mientras pensaba en ella pensando en mí pensando en ella, me vi invadido por un amoroso aliento del que resultó un poema que le leeré, será un poema dulce, con una métrica que no sabrá apreciar, ausente de esas palabras domingueras —diría ella— que tanto me pide que deje de lado, porque no entiende lo que escribo, y en el fondo yo tampoco, y es por eso mismo que no he escrito, porque no sé adónde van todas esas palabras vacuas, ni para quien las escribo, porque no es para mí, ni para ella.
El tiempo, dos horas. Apenas escribí esos obligados versos que ella deglutirá tan satisfecha, se sentirá amada y besará mi boca erguida por la presión de sus dedos flacos sobre mis mejillas cadavéricas, me pedirá que vuelva a leerlo, escuchará atenta mirándome a los ojos con la dulzura de un cachorro, como sólo un cachorro y ella pueden mirar, me abrazará y quizá se quede dormida, soportaré el entumecimiento de mi brazo bajo su cabeza y cuando esté bien dormida lo sacaré y me dormiré oliendo su pelo.
La tarde ya no es tarde, hace mucho que es noche, no hay grises, todas las paredes son negras y sólo las luces de afuera me iluminan torpemente. A través de las ventanas veré su silueta corriendo para no mojarse de más, saltando los charquitos que reflejarán su flaquísima figura de elegancia perdida. Abriré la puerta, la alcanzaré en las escaleras, tomaré su paraguas y su bolsa, le daré un beso en la mejilla derecha y sentiré el cosquilleo de su pelo acuoso y salado tocar mis labios. Volveremos a casa, le ofreceré un sándwich porque seguramente regresa cansada y hambrienta, la falta de mayonesa no será problema pues a ella siempre le ha dado asco —y yo le he dicho que no debe sentir asco por la comida, que sólo no la coma, pero ella me argumenta que no es su culpa sentir asco, que si pudiese evitarlo lo haría, pero no puede—, ella comerá y se acostará cansada, y a lo mejor ya no me dará tiempo de leerle el poema. A lo mejor se lo leeré mientras duerme, así quizá sueñe que leo para ella, quizá encuentre en esas horas de sueño la compañía que no he podido darle fuera del mundo quimérico.
El sueño me entrecierra los ojos, pero aun miro la ventana y sigo sin ver su silueta, intento confundirla con cualquier otra flaca que pasa por la acera, pero me es imposible, la conozco bien, ni las horas ni las sombras me permiten olvidarla. Leo y releo el poema una tras otra vez, acaricio a Bruno, le leo el poema mientras me mira con unos ojos, unos ojos de perro viejo que no igualan la ternura que hace algunos años tuvo, leo y Bruno se queda en vigilia conmigo, como un buen perro. Es un buen perro, no dudo que a él también le pesen los ojos, me recuesto en el sillón, y sólo en ese estado de entresueño barajo la posibilidad de que hoy tampoco regrese.
Daniel Domínguez Toledo
Nace en Coatzacoalcos, Veracruz, México, el 26 de agosto de 1997, donde ha vivido hasta el día de hoy. Se aficiona por la literatura a los diecisiete años, edad desde la cual comienza a leer asiduamente y, posteriormente, a escribir. Se licencia en administración de empresas, situación que, sin embargo, no lo aleja de la literatura. Publicado en antologías locales y extranjeras, diarios locales y revistas. Instagram