Era una noche de verano con luna llena y el firmamento, en todo su esplendor de estrellas, parecía estar celebrando la felicidad de aquella noche. La fiesta estaba en su mejor momento. Seguramente, los dioses envidiaban el glamour y el brillo de los presentes a la boda: damas ataviadas con trajes de noche, gasas, sedas y lentejuelas por doquier; caballeros de etiqueta: frac o levita obligatorio. Mi novio Gustavo y yo éramos casi dos intrusos en aquella boda tan despampanante, donde se despilfarraba tanto lujo, ya casi agresivo a la vista. Pero la novia, Silvana, era mi mejor amiga, crecimos juntas, así que yo no iba a perderme aquel momento de su vida, ni siquiera por el novio, al que no tragaba. Para mí era un cheto inservible, patético, y encima soberbio. Pero bueh… si a ella le gustaba… si lo quería…No sé qué le había visto.
El vestido de novia de Silvana nos deja a todos boquiabiertos. Es soñado; hecho en tul y gaza, bordado a mano con hilos de oro y brillantes y un tocado de flores naturales que deja al descubierto sus rizos dorados. Es la novia más bella que vi en mi vida. Y se la ve radiante de felicidad.
El jardín de la mansión es espectacular. Una verja de hierro en la entrada conduce a un túnel formado por árboles altos y oscuros. Esta noche todo el parque está iluminado con faroles de colores; en el medio, una gran fuente de mármol blanco, también iluminado. Los jazmines y rosales perfuman el aire. Todo es de una belleza apabullante.
La música y el bullicio de la fiesta tapan la tragedia que está a punto de desatarse, lo que nadie espera. Los invitados beben champagne; mi hermano baila con Anita, el amor de su vida; yo bailo con Gustavo, que se deshace en movimientos extravagantes, no sé si sensuales o cómicos. Todos nos movemos frenéticos al ritmo de “Call me” de Spagna. Los flecos de mi vestido negro estilo años veinte, se mueven de un lado a otro, Una anciana apergaminada y enjoyada hasta los dientes, nos contempla encantada. De pronto se oye un estampido. Todos miramos hacia arriba; pensamos que son fuegos artificiales, buscamos con la mirada, pero no vemos el cielo iluminado de fogonazos. Yo dejo de bailar. Tengo un mal presentimiento.
-Gus, pasó algo –le digo, con un nudo en la garganta. Eso fue un tiro.
-¿Estás loca? ¿Qué decís? Habrán sido los pibes tirando cuetes, me contesta muy tranquilo.
Pero algo en mi interior me dice que no es así. Busco a mi hermano con la mirada, lo veo charlando con un amigo y respiro aliviada. No me da tiempo a relajarme, Silvana viene hacia mí y me pregunta por su flamante marido.
-¿Ame, lo viste a Marcelo? –me pregunta nerviosa. Tiene las facciones alteradas.
-No. Hace rato que no lo veo. Pensé que estaban juntos. Debe andar por ahí, charlando con los invitados –le digo, sin mucho convencimiento-. Tené en cuenta que esta mansión es inmensa, y ni hablar del parque, te perdés –agrego para tranquilizarla.
-Sí, seguro –dice cabizbaja–. Pero, ¿oíste eso? Me pareció un tiro –agrega, confundida.
La veo alejarse, turbada, pálida. “No puedo dejarla ir así, en ese estado”, pienso. Yo también presiento que algo pasa.
-Voy con ella, Gus. Después seguimos –le digo a mi novio, mientras le hago un gesto de preocupación por mi amiga.
-Bueno, no pasa nada. Debe estarse tirando las últimas cañitas al aire –dice riéndose con una sonrisita de mierda.
A mí no me hace ninguna gracia su bromita; y menos a Silvana, que está cada vez más nerviosa. La ansiedad la está matando.
La novia camina rápido, casi la pierdo entre tanta gente. Cuando por fin la alcanzo, veo que está mirando hacia un punto a lo lejos. “Es él. Lo encontró”, pienso. Ahora lo veo bien. Sí, es él. Está debajo de un árbol, un poco alejado. Parece que charla o discute con alguien, pero no alcanzamos a divisar con quién. Silvana empieza a caminar rápido hacia ese lugar, casi se cae enredada en su larga cola de tul. Se lo sostengo con la mano para que no se tropiece, y la sigo como una autómata; ni sé por qué, pero algo me dice que debo estar con ella en ese momento, que no la deje sola.
Nos vamos acercando. Ya distinguimos a la persona que está junto a él; es Elizabeth, la hermana de Silvana, algo menor que ella. Es muy bella; esta noche luce preciosa en su vestido de strapless negro ceñido al cuerpo y con su cabello azabache que le cae desordenado sobre los hombros. Se los ve como si estuvieran discutiendo; envueltos en una discusión acalorada, como dos enamorados; tanto, que ni siquiera se dan cuenta de que nos acercamos. Él la tiene agarrada del brazo, la está zamarreando. Parece que tratara de quitarle algo de la mano derecha. ¡¡¡Es un arma!!! Ya nos acercamos corriendo.
Marcelo continúa zamarreándola. Al fin consigue sacarle el arma.
-¿Qué pasa acá? –grita Silvana, espantada, casi sin poder creer lo que está viendo.
La luna ilumina su rostro, ahora transformado, lleno de dolor y desconcierto.
Ya todo es tensión y silencio. Se podría cortar el aire con un cuchillo. Corre una brisa fresc, pero no se mueve ni una hoja. Los dos se quedan petrificados al verla; están pálidos, con el semblante denodado. Elizabeth baja la cabeza; su rostro devela vergüenza. Cuando reacciona, trata de huir, pero Silvana la detiene tomándola del brazo.
-Vos no te vas a ningún lado. Nadie se mueve de acá hasta que me digan lo que está ocurriendo –dice Silvana, con la cara desfigurada de angustia.
-No pasa nada, mi amor –dice él, también consternado-. Sólo estaba tratando de calmar a tu hermana que, está muy nerviosa por problemas personales; ya la conocés, es exagerada para todo.
Se le nota la desesperación en su mirada y en su tono de voz.
Y diciendo esto, trata de tomar a Silvana del brazo y encaminarla hacia la fiesta.
Yo sigo ahí, también tiesa y confundida. Trato de no pensar lo que estoy pensando, pero es inútil; no puedo.
Silvana se suelta violentamente de las garras de Marcelo y con la mirada envenenada de ira y dolor, grita:
-¡Dejáme! ¡Quiero saber qué pasa! ¿De verdad piensan que soy tan estúpida? –grita Silvana, con cara de desquiciada.
Elizabeth se toma la cara con las manos y rompe a llorar con desconsuelo. De repente, pronuncia la palabra “perdón”.
Silvana la mira azorada, con los ojos inyectados en sangre. La veo en estado de shock. “Pobre Silvana”, pienso.
Elizabeth se abalanza, llorando, sobre su hermana y trata de abrazarla, mientras le pide mil veces perdón. Silvana se la quita de encima de un tirón y los mira a los dos con el rostro desfigurado de asco y espanto. Sigue sin poder creer lo que ven sus ojos, lo que su corazón ya sabe. Se tambalea conmocionada y comienza a hacer un ruido espantoso que nunca pude olvidar.
Yo la abrazo. Sé que va a caerse si no la sostengo. Es mi amiga. La quiero. A mí también me duele el alma.
-Acá estoy. Siempre a tu lado –le digo con ternura.
Su tocado de novia cae sobre el césped, húmedo por el rocío de la noche. A lo lejos se escucha “It’s a Heartache” de Bonnie Tyler.
Linda noche pasamos.
Amelia Beatriz Bartozzi
Docente, traductora y escritora. Nacida en Buenos Aires, Argentina, donde reside en la actualidad. Confiesa no poder imaginar su vida sin escribir. Asegura que la escritura es como la vida misma: escribir, leer, releer, corregir, borrar, rehacer, fallar, volver a escribir, volver a equivocarse y animarse a intentarlo otra vez. Ha publicado cuentos en Antologías Digitales y en el transcurso del presente año una editorial publicará uno de sus cuentos en una antología en formato físico (papel). Actualmente, co-dirige la revista Guka de Arte y Literatura junto con su creadora y directora, la escritora argentina Alicia Digón.