El primer paso lo dio fuera de la cama, allí iniciaba su viaje, se frotó los ojos y peinó su cabello con ambas manos, acudió al baño y obró, luego aseó sus manos y dientes, entonces se miró al espejo, descubrió su reflejo, sus ojos rojos, su piel vencida, maltratada, el cabello desaliñado, la incipiente barba que crecía cada día y él la dejaba porque no se podía permitir un rastrillo; luego se lavó la cara y no quiso mirarse otra vez, volvió a la recamara con la cabeza gacha, se vistió y acudió a la cocina, bebió café y ahí sí que miró de nuevo su reflejo, en aquel líquido negro que distorsionaba su forma. «Soy yo», pensó. Cuando terminó el café pasó sus manos por su cabeza, despeinándose, luego por su rostro, frotó sus ojos, la cerviz doblada, y pensó: «otro día más».
Abandonó su casa y partió bajo la lluvia que persistía desde la noche anterior. Los pies del hombre se hundían en las depresiones del terreno y pronto su calzado estuvo empapado del todo. Caminó hasta el paradero y esperó con los demás usuarios, silentes, enfadados unos, preocupados otros, distantes todos. Poco a poco se retiraron en sus respectivas rutas, en desorden, en tropel, empujándose, maldiciendo. El hombre por fin hizo lo propio, abordó el autobús y se abrió paso hasta el fondo de la unidad. A pesar de ser viejo y famélico nadie le cedió el asiento, su semblante era duro y atrevido; pero sucedía que a esa hora nadie otorgaba su lugar, se instalaban y no se movían hasta que bajaban del camión, pues he aquí que mujeres en cinta abordaban y ninguno le permitía un asiento, incluso las féminas, sabedoras de las molestias de la gravidez, no intercambiaban lugares; los hombres giraban la cabeza, bajaban la mirada, fingían dormir, algunos lo hacían, todo para evitar la confrontación visual con la menesterosa que impelía la imbécil ética de género, la imposición del varón como caballero. Las mujeres, por otro parte, mostraban una mueca de desaprobación porque ningún hombre ofrecía su asiento, miraban a la embarazada, la examinaban y se volvían con indiferencia; a penas un lugar se desocupaba una usuaria se abría paso empujando con fuerza a todos hasta ocuparlo. La carrera, hay que decirlo, era con otras mujeres, los hombres sólo eran obstáculos. La ganadora recibía miradas fúricas, de desprecio, adjetivos peyorativos, en una palabra: la maldición, la repulsión del resto de su género.
El hombre de los pies empapados, el viejo, el de rostro duro, todos los días contemplaba las mismas figuras, los mismos rostros, las acciones repetidas, una y otra vez, hasta la náusea. A veces caminaba porque detestaba compartir la vida y transcurrirla a bordo de un camión con aquellos seres: hembras y machos, mamíferos, animales, bestias, brutos, y le era placentero recorrer los jardines, los parques, acariciar la flora y reposar sobre ella, a esa hora, por las mañanas, estos sitios se hallan vacíos, sólo algunos corredores; pero hay silencio, paz. Sin embargo, aquel día lluvioso, con el hambre sobre los párpados, el frío de la madrugada en los huesos, los labios partidos, los ojos rojos, el oído dolorido y un ligero mareo, decidió abordar el camión para trasladarse a su destino.
Allí escuchaba las mismas conversaciones sin importar de quién se tratara, la vida se repetía en todos los usuarios salvo algunos contrastes: las infidelidades, el descaro de relatar la perfidia como un acto heroico, digno de una epopeya, como respuesta: la risa complaciente del que guarda el secreto, el cómplice del defraudador; las deudas contraídas, el sueldo que no basta para comer, para vivir, mucho menos para morir. Así lo decía una mujer a otra a la cual llamaba «comadre».
–Con el sueldo de hambre que me pagan no me alcanza para nada, quiero morirme, he intentado suicidarme, pero luego pienso en mis pobrecitos padres, no tienen para comer, mucho menos para enterrarme, así que decidí ahorrar para mi funeral, para no dejar deudas. No tengo dinero para vivir, pero sí lo tendré para morir. Algunos trabajan para vivir, yo lo hago para morir.
–Ay, comadre, qué cosas dice, aunque la verdad me parece justo.
–No saldremos vivos de la vida, y cuando morimos dejamos toda la responsabilidad a los nuestros, apenas pueden malvivir y deben cargar con el muertito.
–Bueno, pues también podría optar por un lugar en la fosa común.
–No comadre, yo no soy de esas, a mí no me gusta que cualquiera me agarre. Imagínese, me tocan hasta las entrañas y luego me desechan, eso sí que no.
Y estas conversaciones motivaban una sonrisa apenas perceptible en el viejo, en su ser. Sin embargo, las charlas pretensiosas, engreídas, le provocaban el vómito, úlcera gástrica y vértigo. Entonces, ¿qué hacía a bordo del autobús?, buscaba historias de suicidas, pero no afectadas por un desamor o la decadencia económica, sino optimistas de la muerte, «vivir para morir», pues cualquiera puede ser un suicida, hasta un borracho, pero no cualquiera enfrenta la muerte y trabaja por ella. Esos seres le parecían extraordinarios y él vivía en busca de ellos, para escribir su historia, para inmortalizarlos. Así que permanecía en el vehículo escuchando, tanto como podía, los relatos de todos esos extraños.
Como todas las mañanas observaba a los niños, que le parecían detestables, crueles en su mirada, en su ignorancia, en su saber. Todos los días presenciaba su energía destructora, alzaban la voz, gritaban, condicionaban a sus padres, estorbaban, ensuciaban, en fin, seres inútiles, corrompidos a su breve edad, pero soñadores, es decir, defraudados desde la infancia, como todos. Cuando se es mozalbete, los Reyes Magos; en la adultez, un buen salario y prestaciones sociales. Y las mentiras se contagian generación tras generación, se perpetúan por medio de la familia, la escuela y las tradiciones. En los infantes contemplaba el fracaso de la vida toda.
Aquella mañana las voces de los infantes y no tan infantes le impedían escuchar la conversación de las dos mujeres, entonces la ansiedad acudía acompañada del vértigo y el viejo se sujetaba del pasamanos tan fuerte como podía para no caer, pero he aquí que de pronto todos callaron: tres sujetos abordaron el camión, pistola en mano, y amenazaron a los pasajeros. Algunas mujeres temblaron, unos niños sollozaron, los hombres que dormían por fin despertaron, la embarazada apeló por su gravidez, las ancianas dijeron no tener «ni un quinto», pero nada de eso impidió el asalto, a uno que otro que había quedado petrificado lo golpearon con el arma para que reaccionara, y la sangre comenzó a correr lento por las cabezas y frentes heridas, escurrió por el rostro y se precipitó al vacío ora por la nariz, ora por la barbilla, salpicando alrededor por el ajetreo del camión. Todos entregaban sus pertenencias, excepto la potencial suicida, que abrazó su bolsa y se negó a entregarla, entonces el bandolero que la amenazaba puso su pistola en la frente de la víctima y todo fue silente.
–¡Dame la bolsa, hija de la grandísima, o de un plomazo haré saltar tu cerebro!
–No harás nada, jamás lo has hecho, por eso robas, disparar esa porquería será la cúspide de tu existencia.
–Carajo, mi horóscopo decía la verdad.
–¿Qué decía, hijo?, ¿acaso afirmaba que hoy serías hombre?
–No sé leer, pero alguien me dijo que lo que está escrito en la empuñadura de este revólver se haría realidad: «Hoy es tu día de suerte, ¡dispara!»
Primero acaeció un sonido agudo, ensordecedor, luego la bala salió, caliente, envuelta en llamas, del cañón del arma, impactó la frente de la mujer y al instante hizo saltar los huesos frontal y parietal, a un mismo tiempo, en un corte circular; el cerebro fue licuado al paso del proyectil, los restos salpicaron a diestra y siniestra, entonces todos se agacharon, golpeándose entre sí o contra los asientos, otros más se tiraron sobre el pasillo.
Tras el asesinato uno de los delincuentes, que todo el tiempo amenazó al chofer, hizo detener el camión, entonces los pistoleros bajaron y se perdieron entre la multitud. La sangre cubría el pasillo, poco a poco, tiñéndolo de bermejo.
El viejo, que había contemplado de pie, ahora aprovechaba que uno de los usuarios se había tirado sobre el pasillo y ocupó su lugar. Desde ahí veía pasar el mundo, idéntico al de ayer, al de mañana, al de hace quien sabe cuánto tiempo, era el mismo desde que el anciano recorría las calles, la gente sólo pasaba, iba al trabajo y volvía, eso era todo, eso era la vida, bajo un sol calcinante y tras el crepúsculo, la lluvia. El día transcurría como una película incesante y aburrida.
De pronto tuvo hambre, así que hurgó entre su ropa en busca de algo para llevarse a la boca, pero no portaba nada; los sueños, que era todo lo que tenía, los había olvidado hace mucho tiempo en los bolsillos de otro pantalón.
Jorge Torrealta
Jorge Armando Pérez Torres, 14 de febrero de 1986, Puebla, Puebla, México. Licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha participado en múltiples congresos literarios a nivel nacional, colabora en diversas revistas literarias, como en el número 23 de la revista Los Heraldos Negros, con el relato ‘Falsa primavera’; asimismo, ha ganado concursos literarios y menciones de honor como el XXX Concurso de Prosa y Poesía Timón de Oro, en el que obtuvo el tercer lugar en prosa con el relato ‘El olvido’; de igual forma se hizo acreedor al tercer lugar en microrrelato en el primer premio internacional Letras de Iberoamérica con el relato ‘Inmortal’, entre otros.