Adentro esta oscuro. Debe ser primavera porque los musgos se están desprendiendo. Mi piel está seca y pica, sobre todo en la espalda, en la parte de arriba, donde no llega mi mano, me refriego contra los ladrillos del muro, y el cemento que los une cae en pequeños trozos.
Afuera encienden el auto, la familia completa sale por el fin de semana, es algo inusual, porque es él quien se escapa a diario, sin cerrar el portón. Luego se oyen los tacones cansados de ella. Arrastra los tachos de la basura y suspira, se queja y cierra el portón, que hace un sonido agudo, desagradable de fierro oxidado, choca con el muro y siento un temblor suave acá adentro.
Las niñas están contentas, se ríen y una canta, llevan maletas con rueditas suenan, run, run, run. Le piden a su madre los lápices de colores. La mujer es dulce, siempre les dice mi amor. El hombre no habla, pero sé que está ahí, en el auto, porque escucha rock en inglés y da golpecitos en el manubrio, como un baterista frustrado. Cada mañana, cuando se va al trabajo, pone esa música, a todo volumen, igual que hoy. Cierran la maletera, luego el sonido del portón, siento el temblorcito, se cierra la cuarta puerta y se van.
A veces, imagino esa casa, luminosa, con cortinas floreadas, papel mural, repisas con libros y polvo, baños con bidet, y el olor ¿cómo será el olor de esa casa? ¿tendrá un aroma dulce, acido o podrido? Pero las niñas, sé bien como son. Las escucho cuando conversan en las tardes, apoyadas en el muro, juegan al negocio, una vende jugo de naranja imaginario y la otra le compra. La clienta la felicita, le dice que está muy dulce y sabroso, y le pide otro, después paga. En ese juego ambas pueden vender y tomar todo el jugo que les permita el tiempo. Me agradan esas niñas, sospecho que se parecen a su madre, pecosas, tal vez pelirrojas y de melenas cortas.
Hoy es viernes, porque el hombre llegó temprano del trabajo, y eso pasa los viernes. Es extraño, pero cuando se van, los echo de menos, siento que de una u otra forma pertenezco a esa familia y se han ido sin mí.
Como la casa esta silenciosa se puede escuchar claramente el sonido de los pájaros, a veces cerca, otras distante. Uno se posa sobre el muro y desde ahí canta, es una diuca, porque hace un sonido corto, fuerte y parejo, con un marcado “iu – iu”.
Después de un rato, siento los ladridos histéricos del perro del vecino, del otro lado del muro, y al hombre de la silla de ruedas, las gomas se oyen sintéticas contra el piso caliente de la terraza. Su hija lo deja ahí y le dice que tome aire o que juegue con el perro. Pero el animal le muerde los pantalones. El hombre trata de levantar la voz para ahuyentarlo, “sale perro de mierda, suelta mis pantalones”, pero el perro es una especie de demonio indomable. El viejo queda abandonado muchas horas ahí afuera. Ya es mediodía, se escucha la sirena de bomberos, y aun carraspea, se suena los mocos secos, no parece brotar de su nariz una masa contundente, el exhala aire limpio, lo hace de aburrido, pelea con el perro, y espera que giren su silla de ruedas, para ver otro horizonte, que no sea la pandereta, el muro que lo separa de la familia vecina que no conoce. Que vengan por él, le cambien los pañales, lo dejen limpio y perfumado, lo lleven al comedor y pueda tomar su sopa, sin importar que esté media tibia.
Busco un agujero en los bordes del muro, entre los suaves musgos, desprendo algunos en las esquinas, pero luego retrocedo por el mismo camino. Voy hacia arriba, subo los ladrillos están firmes y secos, pero tengo poco espacio para maniobrar, uno que otro orificio. Ingreso a uno, pruebo en otro, retrocedo, vuelvo a entrar, me equivoco y así me doy cuenta de que ya son las ocho, porque se activa el riego automático, y un día más muere conmigo acá adentro.
El perro arrastra un tarro, lo golpea. Escucho algunas conversaciones y me llega olor a cigarro, hay sonido de ollas que caen, chocan entre sí, como si quien las manipula estuviera molesto y quisiera desahogarse con este objeto irrompible, a prueba de un ataque de ira, o de la furia del fuego. La hija del viejo habla con un joven, conversan sobre el padre, ella le pide más dinero, que ella está agotada, lo dice entre golpes violentos de puertas de muebles de cocina que abre y cierra, y me cuesta seguir el hilo de la conversación. Él dice que intentará conseguir más plata para pagar a alguien que lo cuide. Luego grita que el viejo es un estorbo, que debió haber ahorrado para su vejez. Yo pienso en ese viejo, sentado en la silla de ruedas, como un objeto olvidado en un rincón de la casa.
Anoche no pude dormir muy bien, desperté cada cierto rato pensando que alguien derrumbaba el muro. Oía una picota golpear contra los ladrillos y me despertaba buscando la luz después de cada golpe, pero la oscuridad sigue aquí, aún más negra y comienzo a ahogarme.
Hacía tiempo que no me faltaba el aire, desde el incendio de la bodega colindante. Me quemaba la piel, trataba de arrastrarme, subir a lo más alto, pero el fuego cubrió cada centímetro de este infierno. Los ladrillos calientes me hacían saltar. Cuando ya no tuve donde escapar, todo quedó quieto, la temperatura disminuyo y los gritos de afuera, las sirenas y los llantos, quedaron silenciados. Sentí el alivio de las cosas caliente cuando el agua las moja. Después, volví a quedarme dormido, tratando de pensar en otra cosa, sentía mi cuerpo tan húmedo que era una masa de baba, pálida y resbalosa.
Mi abdomen es un enorme callo, la boca la tengo rota de comer cucarachas y arañas. Con el tiempo se han vuelto lentas y torpes. Se mueven en mi lengua, buscan escapar, pero es una trampa, van directo hacia mis amígdalas, y luego de una arcada las trago livianas.
Abren el portón, el auto ingresa, me parece ver las luces de los focos, pienso que es mi imaginación, pero un trozo del muro se desprende con el último cierre del portón. Me arrastro boca arriba con el impulso de mis talones. Él viene molesto, insulta a la mujer y le dice que baje las cosas del auto, que él ha manejado muchas horas y ella durmió todo el camino. Ella no habla, pero susurra… ándate a la mierda, lo dice muy suave, para que él no alcance a escucharla, pero lo dice, y eso es lo que le importa …ándate a la mierda. La más pequeña llora, dice que está enferma, arrastran las maletas y ya todos viene mal del viaje del fin de semana.
Quiero mucho a esa mujer, a las niñas y también al anciano del lado. Como si fuéramos del mismo club, uno de los míos o yo uno de los suyos, los infelices, atrapados y olvidados.
El hombre sale nuevamente en el auto y grita que llegará tarde. Y cuando se sube al vehículo y se aleja, ella agarra el portón y lo estrella contra el muro. El temblor se convierte en cataclismo, caen pedazos de cemento sobre mi cabeza, mis ojos. Mi boca se llena de musgos secos, los mastico. Me acerco a ese rayo de luz. Con las uñas trato de romper el cemento, mis dedos sangran.
Ahora puedo verla. Está en la cocina, metiendo cosas al interior de una bolsa, moviéndose rápido por la casa, desesperadamente, en un caos de terror. Pateo el muro, el hueso de mi dedo gordo del pie se quiebra y me atraviesa la carne, siento como se sale de cuajo, pero insisto hasta que la mitad de mi cuerpo sale del muro. Repto y la luz de la cocina me encandila. Ella sale con las niñas, corren fuera de la casa, no llevan sus maletas de rueditas, las tres tienen sus melenas despeinadas, los ojos idos y atemorizados.
Son las ocho, parte el riego automático. Salgo expulsado junto a mis suciedades y restos de existencia, y quedo un momento congelado en el suelo del garaje. El perro comienza a ladrar y mis dedos ya no parecen míos, me arrastro hasta el pasto, el agua de los regadores me golpea fuerte en los muslos, en mi rostro, mi espalda arañada, se diluye la sangre, sobre el césped. Siento frío, la columna rota, recuerdo al viejo de la silla de ruedas. Levanto la cabeza, tratando de ver. ¿Dónde se han ido todos?
Alejandra Truffello Hurtado
Es una periodista, chilena, de 45 años, que vive en los verdes valles de la Región de O´Higgins en Chile. Escribe desde niña, pero sólo el año recién pasado se lo ha tomado en serio, tomando cursos de literatura he intentado perfeccionar su escritura.
Tiene clara cuál es su pasión por lo que no dejará pasar más tiempo y no cesará hasta concretar su anhelo, terminar su novela. El haber creado ese texto con disciplina y perseverancia ha sido una de sus satisfacciones más grandes, ya que cada página ha sido una obra propia y no ajena. Instagram