Había una vez un maniquí masculino que no estaba contento con su vida. Para empezar, tenía el sueño de montar alguna vez una familia. Además, tampoco le gustaba su trabajo. No se sentía muy satisfecho con la tienda en donde continuamente tenía que ser expuesto. Decía que aquel lugar no era para maniquíes de su talla porque lo que a él le gustaba era vestirse como una mujer, y como no podía hacerlo a plena luz del día, aprovechaba cada noche para ponerse la ropa que quería; desde sombreros de pamela hasta faldas de corte femenino retocadas con adornos florales. Su color favorito para los vestidos era el rosa fucsia, y lo solía combinar con chales de tonos más oscuros. Le chiflaban esos modelitos que normalmente sólo podían llevar las figuras de la sección para mujeres.
Desgraciadamente, una noche, la euforia acabó con el maniquí, que se había quedado dormido antes de volver a vestirse como un hombre. Cuando el dependiente de la tienda llegó a la mañana siguiente y vio las pintas que tenía el maniquí, le arrancó furioso cada una de las prendas dejándolo completamente desnudo y apenado. Los demás maniquíes también eran bastante tradicionales y jamás aplaudieron sus inclinaciones, al contrario, lo señalaban por sus gustos y por vestirse diferente. Cansado de la vida tan oprimida que llevaba, otra noche, el excéntrico muñeco se armó de coraje y de un cabezazo rompió uno de los escaparates, por donde salió corriendo como le permitían sus rígidas y acartonadas piernas.
Con las prisas de su huida, se le olvidó despedirse de todos, y hasta de vestirse. Por suerte, pasó junto a un tanatorio, donde vio arrinconado un contenedor de basura lleno de ropa usada de los difuntos. Pensó que los muertos ya no la necesitarían, así que cogió un montón de prendas y se las llevó detrás de un montón de bolsas de basura para probárselas. Se puso una peluca rubia y ondulada, él siempre había querido ser rubio, unos pendientes de aro bastante grandes, un vestido ajustado de color verde que le llegaba hasta los tobillos y, cómo no, unos zapatos de tacón con los que tanto le gustaba caminar cuando las persianas de la tienda tocaban el suelo. Estaba tan contento con su nuevo conjunto que se fue a caminar por las calles de la ciudad, luciendo aquellas prendas que aún desprendían un fuerte olor a perfume femenino.
Se hicieron las cinco de la tarde, y en ese momento el maniquí pasaba cerca de una escuela de la que ya empezaban a salir los niños. Se paró a observar cómo los padres y madres recogían a sus hijos, quienes salían disparados del recinto con los brazos abiertos y llenos de alegría. “Ojalá a mí tambien me recibieran así”, soñaba el maniquí, que volvía a recordar su anhelo de poder tener una familia. De repente, escuchó acercarse la desahogada y radiante voz de un crío:
– “¡Mamá, has vuelto del cielo para recogerme!”
Enrique Girona García
Nacío en Elche (1993), una pequeña ciudad alicantina abanicada por las palmeras. Allí se graduó en Periodismo por la Universidad Miguel Hernández, trabajó como redactor televisivo y fue guionista en un largometraje. En 2017 se mudó a Rusia para pasar frío, trabajar como profesor de español y atiborrarse de requesón. Escribe relatos, poemas y novelas.