Sonó el teléfono en el escritorio de la señora Milagros, que por casualidad estaba allí. Era la hija de Azucena quien llamaba.
—Voy a ver si terminó de almorzar su mamá; ya se la llamo…
La señora Milagros vio que Azucena estaba sentada en el sillón de mimbre de la sala, con los ojos cerrados frente al televisor.
—Azucena, está su hija en el teléfono, quiere hablar con usted.
—Hola María Julia, ¿sos vos?
—Sí mamá ¿Cómo estás? ¿Terminaste de almorzar?
—Sí, hija, sí. ¿Qué decís? ¿Vas a venir?
—Te llamo por eso. Tengo que ver a un cliente cerca de ahí. Y después paso por si querés venir a casa y quedarte hasta mañana, sábado, hasta la tardecita, porque el domingo tenemos un compromiso.
—Sí, te espero. ¿A qué hora venís?
—No sé; alrededor de las cinco.
—Bueno, bueno, hija…
—Quedamos así. Ahora te dejo porque estoy apurada. ¡Chau mami!
—Te espero María Julia, hasta luego ¡un beso!
Azucena fue decidida a su habitación. En el fondo del estante del ropero estaba su shampoo, su jabón y su toalla. Casi todas las otras ancianas que vivían allí, habían perdido la propiedad sobre sus objetos personales, incluso la ropa. Pero no Azucena, ella estaba bien de la cabeza, salvo algunos ligeros olvidos. Y también con decisión le comunicó a la señora Milagros que ella se iba a bañar sola; María Julia la vendría a buscar; y aprovechó para decirle además, que el sábado lo pasaría en casa de su hija.
Se bañó, y se lavó el cabello, se puso la mejor ropa que descansaba en el ropero desde hace dos veranos, cuando ingresó al Hogar por una tontería que no vale la pena recordar. María Julia se había ido unos días con su esposo y sus dos hijos al departamento que tienen en la costa. Cuando regresó se enteró que Azucena se había caído en su casa enredada con el cable del ventilador de pie. Estuvo un día y medio en el suelo hasta que los vecinos se dieron cuenta y llamaron a los bomberos. No fue nada. No hubo rotura de huesos; solo una luxación muy dolorosa. Fue tremendo el alboroto que hizo su hija al enterarse, tremendo e innecesario.
Ahora se había recogido el cabello con unas hebillas, y se puso aquella blusa de colores sin mangas porque hacía calor. Se alegró de que pudiera meter los botones en los ojales con facilidad, había adelgazado, y le quedaba mejor que antes. Quiso sorprender a María Julia poniéndose el pantalón jean que ella le había regalado. Por suerte también le iba un poco holgado. Hasta abrió la ventanita del baño para que entre más luz, y poder pintarse los labios con el lápiz rosa, como siempre solía hacer. Cuando estuvo lista fue a sentarse en un banco del patio. Una de las enfermeras que pasaba por el corredor le dijo:
—¡Qué pinta, Azucena! ¿Hay baile hoy?
—No…—dijo ella sonriendo—. Viene mi hija, María Julia…
—Ah…¡Con razón!
Había dejado su bolso de tela sobre la cama con una muda de ropa interior, dos blusas, el peine, el cepillo de dientes, su perfume…
Estaba tardando mucho su hija. Empezó a intranquilizarse pensando que tal vez le habría pasado algo con el coche. Cuando gracias a Dios la vio parada al final del pasillo. Estaba conversando con la señora Milagros.
Azucena se puso de pie para que su hija la viera. Había estado planificando el sábado. Invitaría a sus nietos a tomar helado. Iría a visitar a Josefa a quien no veía hace mucho tiempo, su amiga de toda la vida, vivía a la vuelta de la casa de su hija.
Ya venía a paso rápido María Julia hacia su madre. Se dieron un beso.
— Tardaste mucho, ¿cómo te fue?
—Bien, aunque en realidad, no tan bien. Tengo que volver la semana que viene. Estuve pensando en aprovechar para traerte el televisor nuevo y llevarme el viejo para regalárselo a la mucama.
—Ah…bueno. Como vos quieras…
—Se me hizo muy tarde y tengo un día muy complicado mamá. Mejor venís a casa la semana que viene. ¿Te parece bien? Yo me tengo que ir ya.
—¿Entonces no voy ahora a tu casa?
—La semana que viene, mamá. El otro sábado… ¡Aparte, hace tanto calor!
—Sí, es verano. Hace mucho calor.
—No está para andar por la calle. Acá estás bien con el aire acondicionado.
—Sí. Estoy bien.
—Bueno mamá, el otro viernes nos vemos…
—Mandale besos a todos, María Julia, a Pablo y a los chicos. Y conducí con cuidado, hija.
—Sí, no te preocupes.
Azucena después de un rato fue a su habitación y se sacó el pantalón jean, lo dobló para guardarlo. Hizo lo mismo con la blusa. Se puso el vestido liviano de algodón. Al rato se sacó las sandalias y se puso las chinelas. Pensó descansar en su cama, faltaba poco para la cena pero no tenía hambre, no iba a ir al comedor. Cuando se recostó se dio cuenta que las hebillas con las que se había recogido el pelo le molestaban, se las quitó y las puso sobre la mesa de luz… Vio sobre el estante el lápiz de labio rosa y se incorporó para guardarlo en el cajón. Por suerte si no dormía iba a descansar, ya que en la habitación de al lado, seguramente a Perla le habían dado un sedante para que deje de llorar y llamar a su hijo.
Mercedes Aguirre
Mercedes Aguirre nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos aires, Argentina. Es escritora autodidacta y Profesora de Bellas Artes. Sus actividades siempre tuvieron relación con la literatura y la docencia en artes visuales. Escribe poesía, cuento, novela y ensayo. Es artista plástica y narradora oral.
Recibió premios literarios a partir el año 1987. Fue presidente del Círculo de Escritores de Ramallo, lugar donde vive actualmente. Desde febrero de 2015 a enero de 2017 colaboró con una columna sobre Literatura y Opinión en un Canal Global con sede en Canarias.
Publicó: La casa diferente (cuento, 2016), El Malquerido (cento, 2017), El primo (cuento, 2018). Tiene tres novelas en proceso de edición: Sivela, Terapias paralelas y La escapada, como también una Antología poética.