El cabello lacio y largo, ya blanco, y con un rodete detrás de la cabeza que cae sobre el cuello de un vestido liviano como el que usan las señoras mayores puertas adentro, hecho de algún estampado de algodón. Su perfume de aroma a naranja, canela y jazmín me llega desde dónde está sentada. Alrededor de su cuello cuelga una imagen de la Virgen del Milagro. Tiene la espalda recta y es muy delgada. Hay que adivinar un cuerpo debajo de los aromas y de los algodones. Se asoman unos brazos lánguidos que están reunidos sobre su falda mientras ella permanece largas horas sentada sobre un sillón Luis XVI.
Vine disfrazado de algún pariente lejano que ella ya no recordaba muy bien. De esa manera, podía llegar hasta ella, ya que permanece escondida dentro de una casa de muchas habitaciones y patios en el corazón de la capital de Salta. La casa se encuentra sobre una de las calles más angostas del centro de la ciudad.
Allí, ella continúa a velar por su peculio como lo ha hecho siempre desde que ella se casó y abandonó la casa paterna. Ya han pasado muchos años desde ese lejano evento que fue su casamiento. Ya viuda, viven con ella una de sus hijas y los hijos de esta, es decir, cinco nietos. Pero, la casa es grande. La cocina también lo es. La despensa es aún más grande. Allí, se guardan los quesos de cabra y los vinos de Cafayate. Las uvas traídas de Cachi, las nueces y las pasas, también son de los valles calchaquíes, como lo es el pimentón oloroso. Hay viejas tinajas de barro que contienen aceites y vinagres. También hay frascos con tomates en conserva. Hay canastos con cebollas doradas y papas andinas de diferentes colores y tamaños.
Porque en la casa de Genoveva se cocina durante casi todo el día. Pero, ella es ajena a la cocina. No siempre ha vivido en Salta. Se crió en una finca de su padre en las tierras que antaño pertenecían a los indios. La bella Genoveva, de niña, recibió una educación esmerada para su época y su condición de mujer, de parte de un tutor escocés que le enseñó algo de inglés, de historia y de matemáticas. No era muy lectora. No creo que haya leído siquiera a Madame Bovary. Sin embargo, estaba muy seguro de sí misma, a pesar de que, en esa lejana finca en los confines del Valle de Lerma, le faltara lecturas de novelas francesas o inglesas. Tuvo otros educadores y aprendió otras cosas.
No, ella no cocina, pero la cocinera sí lo hace y muy bien. En su casa se preparan humitas dulces y tamales con su relleno de carne sabrosa. Mientras que yo les relato como es la bella Genoveva, ella permanece sentada en su sillón. Es algo así como un exótico trono, dado que ella pasa horas sentada en ese sillón, y es desde ese lugar que ella todavía imparte las órdenes a sus empleados y sus familiares.
Sus manos, ahora observo sus manos, y veo anillos de oro y de plata, con piedras preciosas. Así sus largos dedos finos se ven enmarcados por esos signos de riqueza. Sus uñas están cuidadosamente pintadas de color nácar. Posee, además de esa medalla que cuelga de una cadena de plata, la medalla de una virgen, y un collar de perlas que su marido supo comprarle cuando ella era aún joven y bella, poco tiempo después de haber dejado la finca en la que se criara. Se casó joven con ese señor al cual le supo dar muchos hijos e hijas.
Genoveva siente que la muerte se acerca. Hace días o incluso, tal vez meses, que la muerte la visita a la hora de la siesta, cuando reina el silencio en la casa y el calor se hace sentir, húmedo y agobiante. En ese momento, ella reclina su cabeza sobre el respaldo del sillón y cierra los ojos. Duerme durante unos cortos minutos y se desvela. La desvelan los recuerdos de su infancia y de su adolescencia. Recuerda también a su marido que ya ha partido. Recuerda aquella tarde en la cual se le murió ese hijo que tanto dolor le causara y lo difícil que le había resultado aceptar esa muerte injusta. El consuelo se lo trajo la Virgen del Milagro a quien ella le reza desde ese día todos los días del año. Las tías no habían podido consolarla. Su marido tampoco había sabido suavizar ese dolor profundo.
Pero, ya habían pasado muchos años desde aquella tarde triste. Era invierno y la casa estaba fría. Ella había llorado una tarde entera con el niño a su lado en una cama ya húmeda de tanta lágrima. Las tías habían desfilado por ese dormitorio que ese día parecía vacío, ya que ni siquiera esas espesas cortinas parecían adornarlo. Y, la imagen de un cristo sobre la cruz velaba la desdicha de aquella madre desconsolada.
Genoveva, acaricia su medalla y la reza a la Virgen. Y, la virgen responde porque ella siempre lo hace cuando sus devotos la invocan. Todavía, la imagen de ese niño que se llevó la muerte la acecha. Pero, ahora cree entender que esa muerte cumplió con un designio divino y que le enseñó la humildad. Porque sabe que el deseo o empeño personal siempre se enfrentará con fuerzas aún mayores que no le será dado controlar. La muerte no pide permiso a la hora de llevarse un ser querido. Subsiste en Genoveva una borrosa sensación de culpa porque se siente responsable por lo que sucedió. Pero, también sabe que nada se puede hacer cuando la muerte decide morir, elije matar.
Y, cree que ese niño inocente, por cierto, se ha ido al cielo donde reside rodeado de querubines alegres y de mejillas rosadas entre nubes rosadas como las que se ven al atardecer durante el verano en los valles. Y, a veces, entre sueños, cuando recuerda a su hijo muerto a su tierna edad, cree escuchar risas y hasta breves poemas balbuceados por los angelitos que en el cielo juegan entre ellos y cuyas voces inaudibles para la mayoría, le llegan desde arriba y se entremezclan con el canto de los pájaros que habitan el fondo de la casa.
Y estos sonidos, a su vez, se entremezclan con su propio aliento, con el viento que retiene dentro de sus pulmones, cuando le reza a la Virgen en esas tardes de siesta. Por cierto, la vida le ha dado otros hijos e hijas. Porque, durante muchos años, cada año le trajo un hijo o una hija y, los amó a todos por igual, y las hijas supieron casarse, y los hijos llegaron a ser influyentes y adinerados, y entonces, la familia supo mantener su posición brillante dentro de la sociedad de una generación a la otra.
Se sabía, de alguna manera, elegida y por ese motivo, cuando se construyó la casa que aún habita, le pidió a su marido que la complazca con un cuarto azul. Porque juró, una vez superada la pena causada por la pérdida de aquel niño, que nunca volvería a llorar frente a los demás. El llanto era una inadmisible demostración de debilidad frente a la adversidad y había sido desterrado de esa casa de patios interminables.
A la hora de llorar, las mujeres se retirarían al cuarto azul a verter sus lágrimas y gritos sofocados. Los hombres de la casa no lloraban y, por lo tanto, ese sería un ámbito reservado a las mujeres. Las más jóvenes lloraban fácilmente a causa de sus amores no correspondidos porque eran muy enamoradizas, y un cruce de miradas en la misa podía provocarles el deseo de ser amadas por un apuesto joven de ojos tristes y melena tupida.
Entonces, ellas se retiraban hacia el fondo de la casa, y atravesaban el patio para llegar al cuarto azul. Y, ese cuarto en la cual se encontraba una mesa rodeada de sillas era sencillo. Se llamaba así, porque sin duda, predominaba en él el color azul del mar donde van a terminar todas las lágrimas vertidas. Contra la pared del fondo que servía de marco a esa constelación de sillas de respaldo alto donde iban a llorar las mujeres, se encontraba una imagen de la Virgen del Milagro y dos candelabros de alpaca con sus gruesas velas.
Convivían con esa imagen de compasión desbordante, otras menos sacras: estampas de enamorados caminando por un jardín florido y querubines con instrumentos de música. Las espesas cortinas eran azules con un estampado de flores y otras de algodón de color blanco que eran más livianas y permitían que la luz del jardín del fondo entrara en esa estancia tamizando su levedad.
Genoveva había tenido el coraje de admitir su debilidad y la de sus hijas. Era sabido que las mujeres lloraban mientras que los hombres rara veces lo hacían. Su marido había dejado entrever algunas lágrimas cuando murió ese hijo, pero no habían sido más que unas pocas que brotaron de unos ojos enrojecidos y fueron rápidamente sofocadas. En su lugar, brotó una ruda queja debido al llanto femenino. La circunspección era el dominio de los hombres. En esta familia los hombres no lloraban y las mujeres se callaban cuando ellos hablaban.
Nadie se oponía a este estado de cosas, por más que en el fondo, nadie sabía muy bien por qué debía de ser así. A los hombres no les estaba permitido llorar. A las mujeres sí, siempre y cuando, fuese en el cuarto azul.
Daniel Lange
Daniel Lange nació en Buenos Aires, Argentina en 1955. Se crió y educó en los Estados Unidos. Posteriormente, se traslada a París, Francia, donde residirá durante casi 15 años. Estudia Artes teatrales en la universidad de París. Se dedica a la pintura y expone en reiteradas oportunidades durante esos años. Edita la revista en línea, El rugido del león, sobre el budismo tibetano. Actualmente, reside en Yacanto, Traslasierra, Córdoba, en la Argentina. En el 2018, publica una novela corta que se titula Melancolía.