Hacemos ronda frente al fogón. Las ramas crujen mientras las devora el fuego. Cada tanto, alguna se parte en dos y suena como si fuera un hueso reventándose. De ese quiebre surgen chispas que suben hacia el cielo negro. Las sigo con la mirada hasta que se desvanecen y me quedo mirando las estrellas. Puntos blancos de brillo punzante, que me queman los ojos, así como el fuego me hace arder la piel. Lo escuchamos al abuelo.
A esta hora quedamos pocos alrededor de las llamas. El resto del grupo descansa sus cuerpos doloridos debajo de unas chozas de cuero. Mañana va a haber que desarmarlas y seguir el camino, seguir de nuevo. El viejo nos cuenta cosas. Yo debería estar durmiendo porque soy chico, pero su charla es fascinante. Nos cuenta de cuando regresaron los yaguaretés. Dice que, en ese entonces, eran tan poquitos que los podía contar con los dedos de las manos. Y que él sabía el nombre de todos, “¿se imaginan?” nos dice, “Tobuna, Tania, Chiqui, Arami, Mbareté, Karaí, Porá…” nos recita. Nos dice que los conocía tanto como si fueran los amigos. Que les enseñaban de ellos en las escuelas, antes de que pase lo que todos sabemos.
A Karaí lo vió de nuevo hace algunos años. Dice que estaba viejo y gordo, comiendo los restos de un ciervo, acompañado de dos hembras más jóvenes. Mi abuelo salió de un montecito y se los encontró de frente a pocos metros, se quedó duro y trató de manotear su machete, pero sabía que no hubiera tenido oportunidad. Karaí levantó la mirada, lo evaluó un rato, y volvió a hundir su gorda cabeza en la carne del ciervo. El viejo lo reconoció por la forma de las manchas, lo había visto antes muchas veces, por foto. Dice que el tigre lo perdonó porque sabe que son de la misma época y que vivieron lo mismo. Mi abuelo está viejo y flaco.
Para mi abuelo todas las lunas no son iguales. Él sabe medir el tiempo, dice “esto pasó en el ´72” o “eso fue en el ´29”, sabe de los números y los nombres. Él es de la época en que existían las ciudades, antes de que pase lo que todos sabemos. Y así como con los yaguaretés viejos, también sabe cómo llamar a los ríos y las lagunas. Todo el grupo lo escucha, cuando llegamos a una costa él dice “este es el río Miriñay” o “esta es la laguna Las Garzas”, hace unos dibujos en la tierra y dice tenemos que caminar para acá o para allá, y todo el grupo lo sigue. Tratamos de pasar rápido por los territorios de los grupos más violentos o por los dominios de los yaguaretés.
Le pido que me enseñe lo que sabe, que yo también quiero medir el tiempo. El me mira con los ojos grandes y tristes y me dice que no, que por conocer tanto, pasó lo que todos sabemos. Que lo que yo tengo que saber es nadar y pescar. Y aprender a silbar como los pájaros para poder conquistar a alguna gurisa que me guste.
Le pregunto si hay algo que extrañe de la época antigua. Piensa mucho y me cuenta que a veces de postre su mamá le daba dulce de membrillo, que es como la fruta, pero más rico. Me dice que, si alguna vez encontramos las ruinas de un almacén, de alguno alejado de las ciudades, vamos a ver si todavía se puede encontrar una lata.
Le pido que me dibuje una para ver cómo era. Él agarra una rama y hace un redondo sobre la tierra, que ya comienza a estar anaranjada por el sol que se asoma. La línea del garabato se va combando y primero parece que no va a coincidir con el punto de partida, pero al final se cierra en un círculo perfecto. Lo miro al abuelo y le pregunto si esa también es la forma del tiempo. Pone su pata sobre el dibujo. Y lo borra con el talón.
César Zarrabeitia
César Zarrabeitia nació en 1984, es oriundo de Corrientes, Argentina, región caracterizada por los mitos e historias guaraníes de los que toma inspiración. Autor de La Sociedad de Invierno y otros relatos, ha publicado cuentos en revistas y antologías de España y Argentina. Es un aficionado que lee de forma constante y escribe de manera furtiva.