Me dijo que le gustaba cómo escribía. Ay! Qué hermoso piropo! Cuando le mandé un WhatsApp contándole que la forma en que mi entrepierna se apoya en el caño frío y duro de mi bicicleta de hombre cuando paro en un semáforo me hacía pensar en él y me ponía cachonda, me dijo que le gustaba cómo escribía. Ay! Qué hermoso piropo!
Yo creo que por supuesto le gustaba más la idea de mi entrepierna apoyada contra casi cualquier cosa, pero me halagó mi escritura, y eso ya era suficiente para ponerme contenta. Una de las primeras cosas que me dijo en el chat de Tinder (que está interconectado con Instagram), es que le gustaba mi arte. Cuando me dijo eso se me cayó la bombacha. Más que cuando me piropean la cara, el pelo, los ojos, la boca, las tetas, las piernas y demás, lo que me alucina es cuando me halagan alguna cualidad creativa; mi escribir o mis obras de arte. Nunca sabré si realmente le gustaba lo que yo hacía y nunca ahondó por falta de conocimiento del rubro, o si fue una exquisita estrategia para engatusarme. Si fue todo una mentira, bueno, chapeau por lo perceptivo. Tan obvia seré? Tan boluda seré, de dejarme endulzar la oreja tan fácilmente? O todos los artistas estamos cortados con el mismo cuchillo y que nos tiren flores sobre nuestras obras es como si inflaran un globo aerostático lleno de ego que se va a remontar a la estratósfera, y desde ahí elegirá el lugar donde quieran ir, de tal forma que en una hora y media podremos estar en Japón, Corea, TAILANDIA o en cualquier parte del mundo?? (M. lo hizo) Siempre me quedará la duda, de si fueron halagos genuinos o maquiavélicos, pero en ese momento me conquistaron.
Pese a la diferencia horaria, esa semana que pasamos separados, esos 7 días que pasaron entre que él se fue de Berlín y yo fui a reencontrarme con él en una isla perdida en Tailandia, prendimos fuego nuestro chat de WhatsApp. Nos pasábamos el día entero hablando, contándonos todo, mandandonos selfies, audios, promesas de amor y competíamos por quién tenía más ganas de ver al otro. Empezamos a engendrar una gran torre de Babel de expectativas. En el tercer o cuarto día del viaje, me manda un audio contándome sobre las primeras paradas del crucero, la belleza de las playas asiáticas, las conferencias sobre bitcoins, el enojo de su amigo millonario por el inconveniente con el dron, sobre la parada que hicieron en Singapur y fueron de ácido a un famoso jardín botánico y flashearon que estaban encerrados en La Tiendita del Horror. Muy frescamente, también me dice que estaba tan fascinado con el mundo oriental (fascinación que cultivó del acercamiento que tuvo a Asia en 4 días arriba de un crucero all inclusive), y que estaba muy seriamente considerando irse a vivir a Tailandia el año que viene (país al que el crucero no había llegado aún). Porque, según decía, enseguida había podido percibir el estilo de vida que tienen allí, la filosofía de vida, el ritmo fumón, y -a diferencia de los alemanes-, los tailandeses son mundialmente famosos por lo sonrientes que son, entonces.. qué podía salir mal?
“Por dios, qué pibe intenso!”, pensé, mientras googleaba cómo sacar una visa laboral para Tailandia. Porque no podía irme a vivir a Tailandia sin una visa laboral. Porque si él se iba a vivir a Tailandia al año siguiente significaba que yo también me mudaría, porque lo que había entre nosotros era amor y estábamos destinados a estar juntos y coger para siempre, porque OBVIO dentro de un año seguiríamos juntos y felices, no? No? NO??!! O no qué sí?! (No). “Qué pibe intenso”, pensé, mientras El Alemán me decía que lo único que necesitaba era decidir a qué isla de Tailandia irse a vivir. La verdad es que si bien para mí era incuestionable que nuestros planes de vida ya estaban cruzados y que cualquier plan nuevo incluiría al otro, me puso un poco triste que él quisiera irse a vivir a otro lado. Yo seguía profundamente enamorada de Berlín, y sentía que era el lugar donde tenía que estar. Donde tenía que estar pero también donde tenía que quedarme por un largo tiempo. Se me rompió un poco el corazón, cuando me contó tan frescamente su plan, sin haberme consultado, sin haber considerado qué querría yo, porque es lo que hubiese correspondido, no? No? NO??!! O no qué sí?! (No).
Yo no sabía qué llevarme al viaje. Noooo chicos, no es que quería llevarme los 44 pares de zapatos que me traje de Buenos Aires a Berlín y no podía descubrir cómo meterlos a todos en un carry on… Es que no sabía cómo armar una valija para Tailandia. No sé cómo armar una valija para ir a un lugar con playa, porque no es mi hábitat. La última vez que había pisado una playa había sido 2 años antes. Fui a Grecia con mi mamá y mi hermana, y me pasé los 20 días de olas y viento y sucundún vestida cual monja de clausura: pollera o vestido negro (porque aunque el negro absorbe todo lo que viene del sol, el blanco nunca fue mi color, y convengamos que ante la duda, negro) largo hasta los pies, zapatos cerrados, remera con mangas largas y capucha anti rayos UV, sombrero negro de ala anchísima, paraguas negro a modo de sombrilla, protector factor 110 para la cara y las manos (ya séeeee que es una mentira pero me deja más tranquila que un simple 50), lentes negros con marco negro y cara de orto. Qué te cuento que al final del viaje me había quemado la piel igual, pese a todas las medidas vampiras. En esa época también me caracterizaba por tener un gran inexplicable y casi constante mal humor. Muchas cosas me molestaban todo el tiempo y más me molestaba todo al sol y con calor. Así que llevarme a mí 20 días a la playa era como darle de comer a un gremlin pasada la medianoche. Ojo, tampoco es que yo estaba rehén de mi familia y me habían obligado a irme de vacaciones a Grecia (qué mala madre..); yo estaba ahí por voluntad propia, porque si bien la idea de la playa me da calambre, era tanto lo que quería compartir con ellas dos y lo mucho que disfruto de estar juntas, que puse a un lado todos mis ideales y acepté ese soleado destino. Hice el sacrificio a conciencia y lo volvería a hacer una y mil veces. Por ellas, la playa. Y ahora estaba haciendo ese enorme sacrificio por un chongo. En qué me había convertido?! Aún dudosa de si él se merecía semejante sacrificio de mi parte o no, pero recontra firme de estar embarcándome a esta aventura, no sabía qué llevarme en la valija.
No quería caerle al chongo con look monja de clausura (quizás le cabía el juego de roles?), pero tampoco quería broncearme. Qué dilema.. el chongo o piel de sana-blanca-joven-sin cáncer, dejarlo contento a él o hacer lo que es bueno para mí, él o yo? Ay, qué dilema, qué dilema…… Por supuesto que elijo mi piel sobre por cualquier cosa, pero con un poco más de elegancia que en Grecia. Me molesta más aún que el propio sol, tener que protegerme de él. Porque cuanto más sol hay más tengo que cubrirme, por ende más ropa. Cuánto más estoy cubierta, cuanta más ropa me pongo, más calor tengo. Eso es lo que no entiendo de la gente que se queja de sufrir el frío; si tenés frío es muy fácil combatirlo (en contexto del mundillo de una nena de clase media yéndose de vacaciones a Tailandia), es cuestión de ponerse capas de ropa y frazadas, de tomar algo calentito, comer, coger, tocarse, moverse, fumar, ponerse al sol, quedarse adentro y/o estar cerca de una fuente de calor. No digo que siempre sea agradable el frío, pero es combatible. Cuando hace mucho calor o está muy soleado, todos los caminos llevan al sufrimiento. Aunque estés a la sombra el calor sigue allí.. acechándote. Si te metés a la pileta o el río o el mar, lo más probable es que el que te esté esperando cuan león agachado en la sabana sea el sol, y así con todo. También está, obvio, el glorioso protector solar. Pero es la parte más incómoda del verano. Me molesta más aún que el sol, tener que hacerle frente embadurnándome con protector. 2018, el hombre llegó a la luna, médicos en alguna parte del mundo trasplantan una cara y el paciente vive, Cremadecrema viaja a voluntad a Tailandia y un montón de otros avances en la humanidad en un mundo donde todo parece posible pero no podemos diseñar un protector solar que no te convierta en una milanesa de arena, que no sea un enchastre, que dure más de 15 minutos y que funcione acorde a su factor. Finalmente me llevé un par de vestidos bien largos, la remera anti rayos UV, un sombrero grande, pero también un mini short y muchos tops pequeñitos. Estaba dispuesta a hacer las paces con el pegote del protector y poder mostrarle un poco de carne al Alemán en la luna de miel.
Me sentí muy orgullosa de lo poco que estaba llevando al viaje, de lo inteligente y mesurada que fue mi selección de cosas que metí en la valija. También me sentí orgullosa de lo puntual que había llegado al aeropuerto. Soy la reina de llegar tarde a todos lados y, si bien mi pasaporte sigue siendo azul, desde que vivo en Berlín, varios aspectos de mi personalidad y mi comportamiento se han ido alemanizando bastante. No cruzo la calle cuando el semáforo está en rojo (aunque no venga nadie), los chistes con humor alemán genuinamente me causan gracia, y casi casi que no soy más impuntual. Nunca voy a entender igual la devoción que tienen algunas personas con llegar puntuales. Llegué como 3 horas antes al aeropuerto y tuve que esperar 2 horas y 45 minutos sentada en la zona de espera de embarque. Por supuesto que fue mejor plan que perder el avión por llegar demasiado tarde, pero el nivel de aburrimiento que me genera llegar antes o puntual a un lugar no estaría ayudando a mi proceso de alemanización.
Dormí como una marmotita las 400 horas que duró el vuelo, que no estuvo bueno porque ni siquiera me despertaron para cenar, y cuando llegué estaba famélica, pero estuvo buenísimo llegar descansada y fue clave para estar alerta durante la aventura que me depararía al salir del avión, pues El Alemán no me esperaría en el aeropuerto, sino que yo debería encontrar mis propios medios -y camino- para llegar hasta la isla donde estaba él. Cuando acordamos ese plan me pareció normal y le dije a todo que sí, pero cuando llegué sola al aeropuerto internacional de Bangkok a la 1 de la mañana, empecé a dudar si todo esto era realmente un plan maestro, o todo lo contrario.
Lo primero que hice, bajo recomendación de unos amigos que habían estado en Tailandia hacía muy poco, fue comprarme un chip thai, para poder manejarme con un poco más de tranquilidad. Sobre todo para este primer tramo en el que estaría sola, y en ese momento no lo sabía, pero casi que me salvaría la vida un par de horas más tarde, donde el acceso a internet, el crédito para llamadas, hablar buen inglés y saber manejar un GPS fueron puntos claves para evitar que me infartara del miedo.
Paso 1: comprar el chip. Checked. Paso 2: pedir un Uber (nunca NUNCA tomar un taxi cualquiera, MENOS sola, menos de noche). Checked. El conductor de mi Uber tenía un nombre absolutamente impronunciable para mí. Por suerte tenía el color y la patente de su auto, y su foto carnet. Mientras lo espero durante 3 o 4 minutos en la puerta del aeropuerto, busco en Google Maps el recorrido al puerto, donde El Alemán me había explicado qué barquito tomar para que me llevara a la isla correcta. Aparentemente este pequeño puerto de pescadores a 1hr20 del aeropuerto era muy concurrido durante el día, pero de noche se convertía en un puerto fantasma. En Tailandia. En medio de la nada. A las casi 3 de la mañana. Y una sola “empresa” (un chiringuito atado con alambre) de botes, llamada “White Shark”, trabajaba de noche. Llega el Uber, coincidían el color del auto y la patente, la cara del tipo. Le pregunto si hablaba inglés, porque más allá de que Uber tenga el destino y todo era aprentemente claro, me interesaba poder comunicarme con él. Me dice que sí,sonriente asintiendo reiteradas veces con la cabeza al cantito de “yes yes yes yes”, pero no mucho más tarde me demostraría que en realidad era un “no no no no”.
El aeropuerto (como casi todos los grandes aeropuertos internacionales), queda un poco en las afueras de Bangkok, como en la cima de una maraña de autopistas. De alguna forma, en medio de la nada. No el mismo paisaje que el medio de la nada de White Shark, pero un punto totalmente desconectado del resto de la ciudad. Sin lograr comunicarnos en inglés pero sí a través de señas, sube mi valijita al baúl, me subo yo al asiento de atrás, y emprendemos viaje. Yo iba con los ojos pegados a la pantalla del celular, chequeando que cada metro que avanzábamos en ese enredo de autopistas fuese parte del camino, y que no nos desviáramos, pues tenía al fantasma de la trata sentado de copiloto. Llevábamos 400 metros hechos, y empieza a tirar el auto para agarrar una salida que no era la que San Google Maps marcaba. Me pongo histérica en cuestión de milisegundos, y le cuestiono la maniobra. Su inglés de repente parece haber mejorado, me entiende lo que le pregunto y me da una respuesta si bien horripilante a nivel gramático, entendible. Con una gran sonrisa en la cara y tratando de teñir su explicación con cierta inocencia, me explica que su jornada laboral acababa de terminar y que tomaría la posta del viaje “un amigo” de él. Que me quedara tranquila, que su amigo también era chofer de Uber y que me llevaría sana y salva a mi destino. E incluso, todo el plan era tan increíble que para no pagar la comisión de Uber, marcarían el viaje en la app como “no realizado” y me cobrarían menos… Qué suerte la mía de haber encontrado a dos thais tan amorosos y dispuestos a hacer todo esto por mí! Por supuesto que empecé a los gritos y -mientras agarraba la manija de la puerta y pensaba cuál sería la posición en la que me lastimaría menos contra el asfalto si saltaba de un auto en movimiento en medio de una autopista en Bangkok- le dije que me llevara en ese instante de vuelta al aeropuerto. Que él no podía disponer de mi tiempo, mi viaje y mi persona sin consultar semejante movida, que no estaba de acuerdo con nada de lo que estaba pasando, que había gente esperándome en el puerto (mentira, si llevaba a cabo su plan y yo no lograba huir de ese auto nadie se enteraba), y que iba a llamar a la policía en ese mismo momento, brindándoles el color del auto, la patente y la foto de su sonriente cara. En ese momento estuve feliz de tener un chip thai con crédito suficiente como para llamar a la policía alemana si hiciera falta. Me puse firme con mi amenaza y ésta fue muy creíble. Mi mamá dice que soy buena actriz. Quizás supe actuar y no demostré que estaba cagadísima de miedo, quizás el tipo no tenía ganas de enfrentarse a una mina que estaba dispuesta a darle pelea, quizás siempre me dijo la verdad y yo confundida con el jet lag reaccioné mal y el que se asustó fue él. No sé qué fue lo que terminó de convencerlo, pero finalmente pega la vuelta en una de las miles de curvas de esa agitada autopista y en cuestión de minutos me dejó en el mismo punto del aeropuerto donde me había recogido en un principio. Cuando estaba bajando mi carry on del baúl, más calmada porque ya no estaba encerrada en un auto sola con él en medio de la autopista sin escapatoria, traté de explicarle en tono maternal que está mal que haga algo así y no debería hacer pasar por una situación como esa a una persona. Menos a una chica extranjera que anda sola. Ya en ese momento su nivel de inglés había vuelto a cero y su respuesta fue un “yes yes yes yes”, mientras asentía agitadamente su cabeza y me sonreía de oreja a oreja.
Muerta de bronca, por haber pasado ese mal momento pero también por haber perdido tanto tiempo teniendo en cuenta el viaje que tenía por delante (1hr 20 al puerto y de ahí quién-sabe-cuánto en barco hasta la isla del Alemán), cancelé el primer viaje y pedí un segundo auto a través de Uber. A los segundos me vibra el celular con una notificación de Uber que me decía que un conductor había tomado mi viaje y me pasaría a buscar en 2 minutos. Feliz y aliviada, abro la app. Hago clic para abrir el perfil del conductor, hacerle screenshots y mandarselos al Alemán (Escuela de Autodefensa para Señoritas“Viví 9 años en Buenos Aires”). Abro el perfil. Era el mismo tipo. Así como lo leés. Me enojaba más que fuese tan tarado como para tomar mi viaje por segunda vez, que la posibilidad de un tratante de blancas estuviese tratando de secuestrarme. Para el auto al lado mío, baja con su sonrisa encarnada y como si nunca me hubiese visto antes en su vida, amaga a agarrarme el carry on para meterlo en el baúl. Empecé a los gritos otra vez, esta vez contenta de que hubiese gente alrededor y les llamara la atención. Lo ahuyenté como se ahuyenta a las gallinas en el campo, o a las palomas en una plaza. Me sentí como atrapada en un videojuego, imposibilitada de pasar al siguiente nivel por no conocer la combinación de teclas que me teletransportaría a la islita donde me esperaba El Alemán y toda la seguridad germana que me generaba. Mordiéndome el labio inferior con bronca y con las lágrimas de frustración queriendo saltar de mis ojos como de un trampolín olímpico, pido por tercera vez un auto a través de Uber (porque nunca NUNCA tomar un taxi cualquiera, MENOS sola, menos de noche). A los pocos minutos aparece un auto, esta vez y por suerte con un tipo al volante que nunca había visto en mi vida. Sube mi valijita al auto, le muestro el destino en mi celular y le pregunto si sabía cómo llegar ahí. Sonriente asiente repetidas veces y me dice “yes, yes, yes, yes”, y me agarró un espasmo en el estómago de la sensación de estar viviendo un dejà vu.
Empezamos a viajar Tailandia adentro. Yo prendida a Google Maps, chequeando y rechequeando que estuviésemos sobre la ruta correcta, ni cien metros desfasados. El tipo de Uber se daba vuelta cada tanto y me sonreía. Yo le devolvía cada sonrisa por el miedo a que me secuestre por antipática. El viaje era eterno, avanzábamos dentro de la nada misma, todo oscuridad, toda vasta zona semi-rural, casillas que aprecían de papel, con tenues estructuras de iluminación que parecían estar atadas con alfileres. El país entero me parecía estar cubierto de una manta de polvo, escombros, pobreza, algunos puestitos de fruta cerrados sobre la ruta. Desconocí en qué momento irme a Tailandia con un Tinder que conocía hacía 5 minutos me había parecido buena idea. Avanzában los kilómetros y el paisaje no cambiaba, todo parecía cada vez más solitario y más oscuro, y yo me sentía cada vez más desamparada y secuestrable. Mi única tranquilidad era que seguíamos firmes, sin desviarnos de la ruta sugerida por Google Maps. Era claro que estaba en área desconocida, pero al mismo tiempo ese paisaje rutero podía ser cualquier localidad perdida en Argentina entre parada y parada de bondi larga distancia. De alguna forma ese parentezco de zonas semi rurales entre Argentina y Tailandia me hace sentir menos miedo. Pasada la hora de viaje, empezábamos a entrar en zona portuaria. La imagen es: cualquier película de terror donde una minita caucásica, blanquita y rubia va de viaje sola a Tailandia y termina asesinada/violada/secuestrada y asesinada otra vez. Con los huevos en la garganta sigo controlando a cada metro la ruta de Google Maps. Faltaban metros para el destino final. Llegamos, el teléfono hace un ruidito avisando que habíamos tocado la gotita naranja de la location deseada. Levanto la vista, y el paisaje no había cambiado en nada. Si hubiese tenido que adivinar en qué parte del mundo estábamos, hubiese dicho una favela en el corazón de Rio. Una enredadera de casillitas atadas con alambre, todas amuchadas trepando la ladera de una colina, alguna que otra bombita de luz orbitada por ocho mil bichitos colgando de un cable alumbrando la vía pública, callecitas llenas de charcos sin asfaltar, un perro durmiendo en la entrada de alguna casa, ninguna otra alma alrededor, oscuridad. El conductor se da vuelta desde su asiento y sonrisa mediante me dice que ya llegamos, lo miro con el ceño fruncido en duda, y me dice “yes yes yes, we are here”. Google Maps mediante o no, ese no podía ser el lugar. No había nada ni nadie. Muerta de hambre, muerta de miedo, muerta de sueño y muy confundida, empiezo a fantasear que Google está metido en el negocio de blancas y todo el camino que me había sugerido era una trampa. No podía ser el lugar donde debía bajarme. No había nada, ni nadie. El sonriente conductor tiene un momento de comprensión no de idioma pero de la situación, y me señala con su dedo índice la cima de la colina: el edificio quizás más iluminado en 10km a la redonda (no tenía una bombita de luz parpadeante colgando de un alambre, sino DOS), y un cartelito pintado a mano que decía “Hotel”. Lo miro aterrada, le digo que yo necesito llegar a la isla perdida esa misma noche; que no era una posibilidad dormir en un lugar donde no estuviese El Alemán, tampoco era una posibilidad no tomarme el barquito, y menos lo era quedarme sola. Le rogué en inglés y con los ojos que no me dejara sola hasta que me subiera a algún tipo de embarcación. No sé si entiende lo que digo pero sí entiende cómo me siento, y me vuelve a sonreír: “yes, yes, yes, yes”.
Damos unas vueltas en el auto para ver si encontrábamos alguno de los chiringuitos de traslados del continente a las islas abierto. Todo cerrado, todo muerto. Nos metemos en un callejón sin salida y cuando estamos maniobrando para salir de allí las luces de la marcha atrás iluminan a un hombre que caminaba hacia nosotros. Como si hubiese salido de abajo de una piedra, porque de verdad no había nadie, camina sonriente hacia nosotros. Un thai de unos 35 años, con la corta altura que los caracteriza, pero robusto, en ojotas y traje de baño, sonriente. Se acerca a la ventanilla del conductor, éste baja el vidrio, hablan agitádamente en tailandés. “Listo”, pensé, “este es el momento en que la minita caucásica, blanquita y rubia que fue de viaje sola a Tailandia es asesinada/violada/secuestrada y asesinada otra vez. Mientras seguían preguntándose y respondiendose cosas entre ellos, me mentalizo para dar pelea. Si no puedo evitar que me secuestren, violen y maten, al menos les voy a dar pelea. Cierro los puños y hago un repaso por todo lo que había aprendido en mis clases de Muay Thai (boxeo tailandés) en Buenos Aires unos años antes. Tengo que acordarme de mantener la guardia alta para protegerme la cara y el pecho. La guardia ALTA, repito como un mantra en mi cabeza mientras me hundo las uñas en la palma de la mano, listo para revolear piñas. El thai que salió de abajo de una piedra me mira, y me pregunta en el mejor inglés alguna vez hablado por un thai, qué estaba buscando. Sin aflojar los puños le digo que tengo que llegar esa misma noche sí o sí a una isla perdida. Le doy el nombre de la isla, el nombre del puerto principal de esa isla y el nombre del resort, que tenía un puertito privado y si tenía la suerte de que no me secuestraran ni violaran, podría quizás conseguir cómo llegar al hotel sin escalas. El thai me responde con una frescura sospechosa “ah, yo tengo un barco! Yo puedo llevarte”. Saca del bolsillo de su traje de baño una tarjeta de presentación, escrita con Comic Sans en amarillo “Boat Trips Thailand” (“viajes en bote”), con fotos bajadas de internet de un yate trasladando lo que parecían turistas (o muchachas secuestradas muy sonrientes). Era demasiado bueno para ser verdad y la tarjeta muy fiera para ser un negocio serio. Estábamos perdidos en medio de la nada, en una favela que no era favela donde el mismo conductor como local estaba perdido y algo asustado. Lo miré al conductor rogándole con los ojos que no me dejara sola hasta que me subiera a un barco. Me entiende, me sonríe paternalmente, y mientras asiente con la cabeza me dice “yes, yes, yes”. El thai que salió de abajo de una piedra y misteriosa pero mágicamente tenía un barco con mi nombre, listo para llevarme adonde yo necesitaba ir, empieza a caminar delante de nosotros, guiándonos a través de la boca de lobo en la que nos habíamos metido. Lo seguimos con prudencial distancia con el Uber. Unos 300 metros más adelante para en un ranchito que parecía un balneario abandonado a la vera de un río de las sierras de Córdoba. Me bajo del auto, el conductor me baja el carry on, y mientras me lo entrega lo miro desesperada y vuelvo a pedirle con los ojos que no me deje sola. Sonríe enternecido y me dice “yes, yes, yes.
Detrás de una cortina de tiritas de nylon sale una mujer thai. Habrá medido unos 120 o 130cm de alto, toda arrugada, quizás de unos 87 u 88 mil años. Toda sonriente -por supuesto-, viene y me hace señas de que me acercara a una mesa de entrada improvisada con unos hierros y un cartón. Me muestra las tarifas de viajes, era una planilla excel toda en thai con una lista de islas y los precios todos con números de 4 dígitos. Me señala con el dedo que el viaje que yo quería hacer salía un montón de Bahts (moneda thai). Hago la cuenta y no solo había una diferencia de más de 100 euros entre lo que El Alemán me había dicho que me saldría el traslado y lo que esta mujer me estaba queriendo vender, sino que pagar eso significaba darle absolutamente todo mi dinero en efectivo. Me da un poco de bronca, porque por más que yo en ese momento y dadas las circunstancias hubiese casi dado un riñón porque me llevaran a la isla esta de mierda, me molesta siempre pagar cosas al pedo, pagar algo que no es, que me caguen. Cuestión que a regañadientes acepto, porque en ese momento lo único que quería era llegar adonde estaba El Alemán. Ni siquiera por extrañarlo tanto, pero quería estar con él y que me llenara de esa seguridad germana que siempre me supo transmitir. Quería hablar con alguien que hablara mi mismo idioma, quería dormir, ducharme, comer, llegar. Acepto el precio exorbitante que le puso la vieja al viaje en barco, pero por supuesto me faltaban 5 para el peso y no llegaba con el efectivo que tenía encima. Para encontrar un cajero teníamos que prácticamente volver al aeropuerto de Bangkok, porque la Tailandia profunda es todo menos civilización (en el sentido de cajeros automáticos y calles asfaltadas). Lo miro por última vez a mi santo conductor de Uber, que estaba firme al pie del cañón, esperando -y a este punto rogando- que yo me subiera a un barco fuera de su alcance. Lo miro a los ojos pidiéndole socorro con la mirada. Me sonríe, y mientras me dice “yes, yes, yes”, saca de su bolsillo los bahts que me faltaban para poder pagar el traslado (y salir de su vista por siempre). Casi que lo abrazo, pero no. Le agradezco casi al borde de las lágrimas, beso los billetes que me dio y le pago a la viejita. El conductor me regala una botella de agua mineral antes de subirse al auto y me despide sonriente agitando su mano. Debe haber estado tan aliviado que por fin se deshacía de mí…
La viejita cuenta feliz los euros y me hace señas de que la siguiera. Me hace caminar por un muelle hecho de maderitas podridas donde había varios barquitos pesqueros amarrados, y me indica que espere ahí parada. En medio del muelle, a las 3 de la mañana, en quién sabe qué parte de la Tailandia profunda, sin mi Uber, sin un peso, pero con una botella de agua y lo que parecía ser toda la suerte del mundo de mi lado (cualquier desenlace que no fuese ser secuestrada, violada y asesinada me parecía la posibilidad más suertuda del universo). A los pocos minutos vuelve el thai que hace un rato había salido de abajo de una piedra, me mira, me sonríe, agarra mi carry on y lo sube al barquito más precario de toda la flota. El Uber ya se había ido, no me quedaban ni 50 centavos en la billetera y no tenía plan B; la suerte estaba echada. El thai parado en el barco me estira la mano para ayudarme a subir. Me muero de miedo pero no lo dudo, y le tomo la mano. Cuando tuve los dos pies arriba del barco me di cuenta que en ese momento ni salir corriendo podía. “Confiá”, me dije. Es que no me quedaba otra… “Confiá”, me repetí mientras el thai soltaba amarras. El bote era una cáscara de nuez oxidada, con apenas espacio e infraestructura para soportarnos a nosotros dos y mi valijita. “Confiá”, insistí. El motor del bote era desproporcionalmente ruidoso. Nos empezamos a alejar del muelle, de la orilla, del continente, de la viejita arrugada ahora llena de euros, de cualquier tipo de escapatoria. Me aferré fuerte a la precaria cáscara de nuez, y mientras mi carry on iba y venía deslizándose al ritmo del mar por el piso de la embarcación, viendo las pocas luces del puerto pesquero achicándose hasta desaparecer en la noche, decidí confiar. Soy una gran creedora de que todo (y todos) pasa por algo. Todo tiene una razón, aunque en el momento no tenga sentido. Me entregué entera a la situación, muerta de miedo agarrada al botecito oxidado, pero sintiéndome tranquila de que todo lo que tendría que pasar, pasaría. (y lo que no, también)