Año nuevo, vida nueva, pija nueva.
Esa fue mi resolución para el 2018. Nada de metas inalcanzables, nada de sueños ridículos como ganar la lotería o llegar flaca al verano, no; los pies en la tierra. Año nuevo, vida nueva, pija nueva. Estaba segura de eso, y muy tranquila con mis metas 2018. Me era indispensable mantener la claridad mental para que no me gane el cagaso y volver bajo ningún concepto con El Danés, ni volver a ninguna relación que se le asemejara. Y también era importantísima la apertura para darle lugar al cambio. Mi vida entera estaba a punto de cambiar, pero yo tenía que cooperar. Apertura mental, espiritual, de piernas, de emociones, de hambre de aventura. Todo en su justa medida (o quizás no), pero digo, sin llegar a ponerme a mí ni a terceros en peligro. Abierta como una flor.
Llevaba 24hs de soltera en Berlín, y decidí (re)abrirme tinder. Para bien o para mal, siempre fui una gran defensora del uso de las aplicaciones de citas. Nunca me pareció justa la mirada lapidaria hacia Tinder o cualquiera de las variedades de apps para buscar el amor o un garche. Más allá de que sea una novedad generacional y haya gente de la edad de mis viejos que desapruebe Tinder como desaprueba Instagram sólo porque no entiende cómo funciona, hay pibxs de mi edad que siempre (me) han reprobado el uso de esa aplicación. Yo entiendo que no sea para todos, y también entiendo el apego a la magia de conocer a alguien “en la vida real”. Pero no me parece una cosa terrible ni un horror acudir a una app, luego de pasar años emocionalmente sola y sin ser muy buena entablando conversación con extraños (menos en alemán). Es cazar en silencio. Es como ir a pescar a una pileta llena de cloro y filtros en vez de ir a pescar aventuradamente a mar abierto. No está mal. Quizás sea un poco más cobarde, pero no está mal. También para mucha gente que viene de una relación intensa o de algún tipo de trauma a partir de una relación que se acaba de terminar, es un impasse bastante más amable que la vida real entre ese pasado y la reinserción al mercado de los solterxs. “La gente miente en Tinder”; ah y en la vida real no?!. “Los pibes en Tinder buscan sólo garchar”; ah y las mujeres no pueden también buscar sólo garchar?!. “Tinder es para losers, feos y cobardes”; ni idea, la vida está llena de losers, Tinder está lleno de potrxs y no he encontrado hombres valientes en los últimos 5 años, ni aquí, ni allá, ni en Tinder, ni en la vida real. Y si bien a través de internet te podés llevar sorpresas igual y no es garantía de nada, a mí en ese momento de mi vida (y en algunos anteriores) me cerraba la herramienta de dejar en claro qué estaba buscando, y encontrar a alguien que quizás esté buscando lo mismo, o al menos algo no muy diferente. Pero sin vueltas. Quiero decir, en mi perfil no decía nada como que estaba buscando el amor de mi vida ni mucho menos, pero sí que me interesaba algo más que un one night stand (la jodita de dar todo por una noche y a la mañana siguiente ni nos vimos). Por supuesto que se requiere mucho más que un perfil de Tinder para conocer a alguien, pero a mí y a mi ansiedad social me facilitaba la existencia saber más o menos de qué iba el tema: la edad, los intereses, saber si tirábamos más o menos para el mismo lado. Creo que también ayuda a combatir cierta soledad. Charlar con alguien, aunque después no te termines conociendo cara a cara, me daba cierta compañía que no había tenido en todo este tiempo en Berlín. Sentía también que de alguna forma Tinder me facilitaba ahorrarme tiempo, y convengamos que, para bien o para mal, Tinder siempre me dio de morfar.
En su momento, cuando le conté a algunas amigas por lo que estaba pasando, no sólo a muchas otras les parecía vergonzoso que usara Tinder como medio, sino que a muchas otras les parecía horroroso que no esperara más tiempo para salir otra vez “al mercado”. Les parecía un espanto meterme en Tinder al día siguiente de haberme separado, agitando la bandera de paz hacia la soltería. Me tildaron de rápida, de tremenda, casi de puta, y mi favorita: “ja! Vos no perdés el tiempo”. Are you serious, bitch? He perdido tiempo suficiente en esta última relación como para andar por la vida perdiendo aún más. Un año y medio perdido para mi vida sexual, mi ego y mi salud emocional. Mi idea no era pasarme por la entrepierna a cuanto hombre se me cruzara, ni ser anfitriona de un gang bang, ni revolear la bombacha por las calles de Berlín hasta encontrar al clavo que me sacara al otro clavo (y si esa hubiese sido mi idea, qué?). Me pareció medio chota e injusta esa reacción de parte de amigas mujeres. Pero para serles honesta, no me dejé llevar por ellas. Estaba convencida de lo que estaba haciendo no estaba mal. Cada uno atraviesa un duelo como puede. Como le sale. Y creo que frente a una pérdida (de una persona, de una relación, de un sueño), hasta está bien no ser uno mismo por un rato. Lo que cada uno necesite para sanar, debería estar bien. Yo lo que quería era volver a sentir cosas. Y hacerle sentir cosas a alguien. Quería que alguien me hiciera reír y que mi risa lo hiciera feliz, o que al menos le levantara el ego. Quería deslumbrar de novedad a un hombre. A un hombre nuevo, arrancar de cero conociendo a alguien. Quería alguien que me abrazara mucho, que me encuentre sexy y hermosa e interesante. Quería a un hombre que me metiera la lengua hasta la garganta, que me agarre el culo con decisión. Quería a alguien que no tuviese miedo de poner su cabeza entre mis piernas, que no le tenga miedo a su propia sexualidad. Quería divertirme con alguien que al mismo tiempo quisiera cuidarme. Quería coger de a dos; con El Danés era como coger sola. Quería coger con alguien a quien le calentara que yo me calentara. Quería dejar de sentirme tan sola cuando estaba con alguien. Quería recuperar el año y medio que pasé al lado del Danés sin ninguna de estas cosas. Quería sentir. Quería ser con alguien. No sabía si estaba lista para el amor propiamente dicho, pero quería sentir, un montón de cosas al mismo tiempo.
Hice match o supermatch o showmatch con un par de alemanes, le digo que sí a casi cualquier plan, y quedo finalmente en verme con un Alemán que me sugiere encontrarnos para merendar.
Si hay un efecto positivo casi inmediato de una ruptura amorosa, es que bajás de peso. Si estás contenta de haberte separado, bajás de peso de la felicidad, y si estás con el corazón hecho trizas, bajás de peso de la tristeza. O por éxtasis, o por angustia. No falla. Ante todo, prioridades: no digo que separarse sea un evento genial. Es siempre devastador, no importan ni las razones, ni el tiempo que hayan estado juntos ni la historia, ni nada. Pero bajar de peso tras cortar con un novio es casi una compensación psicológica; “ah, te sentís tan triste que sentís que te vas a morir y tan sola que nunca más vas a encontrar a alguien capaz de quererte? No worries, podría ser peor: al menos ahora te entran esos skinny jeans que compraste en 2008”. Con el corazón patío’, pero espléndida ella.
Cuando me separé de Martín bajé de la noche a la mañana 5 kilos. Te juro. Y tenía un pelo ondulado hermoso, una cascada platinada larga por la cintura que me había costado un huevo de tiempo hacerla crecer y un huevo de plata mantenerla sana. Y me tenía tan loca la separación, estaba tan segura de lo que estaba haciendo pero tan perdida sin él, quería todo con él y no quería nada con él, lo quería conmigo, pero no. Me quería yo, pero no. Tenía el control de la situación, pero no. Me estaba volviendo tan loca entre tanta ambivalencia, extrañaba la certeza que él me significaba y la estabilidad psicoemocional que él lograba mal que mal mantener bajo control. Quería romper todo, y quería al mismo tiempo reconstruir todo entre él y yo. Quería todo, y no quería nada. Quería cambio y quería pasado. Necesitaba canalizar por algún lado tanta intensidad para mí sola. Tuve el impulso adolescente de declarar que el dolor que estaba sintiendo era digno de cortarme las venas. Por suerte -y en contra de lo que dicen las malas lenguas- mi nivel de drama queen no llega a niveles tan desconmensurados. No voy por las venas; agarro la tijera más grande y afilada que encuentro en mi departamento, y voy por la cascada de pelo platinado. Zás, zás, zás! Corto mechón por mechón, cada vez más rápido, zás, zás! Cada vez más decidido, zás! Cada vez más violento, cada vez más corto, zás, zás, zás! Cuando rocé el lóbulo de mi oreja izquierda con la hoja de la tijera, supe que era suficiente. Cuán liberador! Cuán cómodo! Cuán tremendamente CORTO. Y en realidad yo buscaba liberarme de mí misma, pero con lo que se sentían como kilos de pelo, por ahora me alcanzaba. Me sentí poderosa, triunfante, in charge. No sabía si me quedaba bien, ni estaba segura si me gustaba. Pero me encantaba cómo me hacía sentir. En tercer grado me corté el flequillo yo misma a escondidas. No me había separado de ningún novio, pero los arranques emocionales los tengo desde chiquita. Agarré sólo un mechón de pelo bien de adelante que salía del medio de la coronilla (cosa que si me salía mal, que fuese impiloteable), lo sostuve tirante con mi mano izquierda en frente de mi cara, y mientras miraba fijo el mechón y cada un par de segundos rechequeaba en el espejo la altura, achinando un ojo y mordiéndome la lengua para mayor precisión, rebané de un tijeretazo el mechón entero. Es tan engañoso cortarse el flequillo a una misma, como que medís a qué altura te gustaría que te quede y vas de una a cortar pero no dimensionás cómo va a quedar cuando lo sueltes. En cuanto terminan de cerrarse las hojas de la tijera me doy cuenta que fue un error terrible decidir cortarme el pelo. Solté el mechón y de mi frente no salía el flequillo frondoso y largo hasta las cejas que me había imaginado, sino dos mechoncitos curvos de 2 centímetros de largo, dos pirinchos erectos que parecían antenas, o cuernitos. Era un mini minotauro. “Quién me mandó a hacer esto?”, pensé. Fun fact de la vida de Cremadecrema: me meto en quilombos yo sola, sin que nadie me invite. No sabía con qué cara iba a contárselo a mis viejos ni con qué cara iba a ir al colegio al día siguiente. Para mi fortuna, eran los ’90, y las bandanas eran furor. También eran los últimos días de clases, y los maestros se ponían menos y menos densos sobre cómo y qué llevabas en el pelo, así que cual fashion victim de Christina Aguilera o el rarito de los Backstreet Boys, me pasé ese verano con una bandana azul y blanca encarnada en la cabeza, casi desapercibida.
15 años después y con las bandanas ya pasadísimas de moda, mi cambio de look no pasó desapercibido. El primero en notar el cambio fue Martín, gracias a que nos costó un tiempo dejarnos del todo y gracias a las redes sociales. Lo notó, y le gustó. Que se haya dado cuenta enseguida de que me había cortado el pelo me dio aún más bronca e inseguridad sobre habernos separado; sentía que estaba siendo una malagradecida con la vida, por estar dejando a un hombre que se da cuenta cuando te hacés un cambio de look. Porque esos escasean, no? Desde ese día nunca más pagué por un corte de pelo. Dominé mi pelo y mi corte rápidamente, y nunca dejó de serme terapéutico. La primera vez que me corté el pelo en Berlín, lo tenía largo hasta los hombros y muy esponjoso, como una nube platín. Me lo corté carré, bien bien cortito, corto por donde la hoja de la tijera roza el lóbulo de la oreja izquierda, y casi sin volumen. Con El Danés aún en mi vida y en ese momento sin departamento, cortarme el pelo drástica y dramáticamente era una forma de tener ALGO bajo control. Por supuesto que El Danés no se percató de mi cambio de look, sino que al cuarto o quinto indicio que le dí de que era algo sobre mi pelo, tampoco pudo ni jugar a adivinar qué es lo que había cambiado en mi apariencia. Y, si bien según todos los chistes sobre parejas los hombres en general por alguna extraña razón no suelen percibir los cambios de looks en las mujeres, yo sabía que existían hombres que sí, y me frustré, una vez más, al no encontrar a Martín en el hombre al que tenía al lado.
Cuando me separé del Danés tenía el pelo a punto caramelo, pero el cambio de look estuvo en perder, también de repente, mucho peso. Creo que nunca me sentí tan linda. Tampoco nunca me había sentido tan libre. Y era tal la seguridad que llevaba en mí misma, que sentía que tenía el mundo a mis pies, que cualquier cosa me era posible; el mundo era un pedazo de torta y este era mi cheating day. Me puse para la cita de merienda de tinder el pantalón ese que me había comprado en 2008, que amaba pero nunca me quedó del todo bien porque era dos o tres talles chico. Ahora me entraba y me quedaba pintado. Nunca mi culo se había lucido tanto en un pantalón. Evito los pantalones porque me suelen quedar bien de piernas pero recontra ajustados en la cadera/rollo. No soy muy caderona, pero heredé las piernas fibrosas de mi madre y la curva de la panza de mi padre. Normalmente no soy compatible con los pantalones; mi armario es 50% zapatos (no importa cuán gorda esté, siempre me quedan bien), 25% leggings y 25% polleras y vestidos. Aahh pero el pantalón comprado en 2008….
Me ponía un poco nerviosa una primera cita con un alemán. Sentía que era fundamental no llegar tarde, así que procuré arrancar con el doble de tiempo del necesario para no hacerlo esperar. Con el pantalón ya tenía definida la mitad del outfit, lo que prometía ser un increíble ahorro de tiempo. Pero no; me paseé durante 2 horas por el departamento con el pantalón y corpiño puestos, pero sin poder definir qué ponerme arriba, el peinado ni el maquillaje. Mil otros outfits a base de leggings o un vestido me hubiesen quedado igual de bien o aún mejor de lo que terminé eligiendo, pero no iba a dar el brazo a torcer con el pantalón. Ese pantalón, mi soltería a estrenar y mi culo flaco que había logrado deslizar en un pantalón talle 2, iban a salir a divertirse. Tanto tanto tardé en probarme mil cosas y terminar decidiéndome por lo primero que me había puesto, que a esa altura ya era indefectible mi llegada tarde. Fuck. Es más fuerte que yo, no fallo en llegar tarde a todos lados. Le mando un mensajito haciéndome la simpática y hablando como si fuese la primera vez en mi vida que llegaba tarde a una cita, le explico muy compungida que estaba llegando 5 (15) minutos tarde. Me responde con lo que parece mucha calma, y me dice que todo bien, que *GIRO INESPERADO*, él también estaba llegando tarde. Qué raro, pensé. No suena muy alemán. Quizás estoy siendo víctima de un caso de phishing y estoy camino a encontrarme con un argentino. Decidí igual confiar y embarcarme en la aventura. Llego al punto de encuentro, y el lugar estaba cerrado. A los pocos minutos llega muchacho. Alemán, alto, buenmozísimo, 14 años mayor que yo (a mi Edipo se le caía la bombacha), con un porte impresionante, sonriente, amoroso, real. Me abraza al saludarme, y me dice muy animado que qué lindo conocerme finalmente.
Decidimos buscar algún plan B y encontramos a pocas cuadras un cafecito abierto. Nos sientan en una mesita mini en una esquina, donde en lugar de sillas la onda era sentarte en unos asientos de avión que parecían arrancados de un Boeing menemista de Aerolíneas Argentinas. La merienda se transforma en cena tempranera, él se pide una pasta con nosequé y yo me pido la sopa de calabaza más rica y cremosa que tomé en mi vida. 2 copas de vino que se transforman en 6. En un momento me levanto al baño y deliberadamente le doy la espalda a la mesa lo más rápido posible. Cuando vuelvo a sentarme le pregunté si me había fichado el culo cuando me levanté al baño. Sonriendo me admite que sí, y me dice que esos pantalones me quedan increíbles. Vida real 1 – pánico escénico 0. Me siento, seguimos charlando, seguimos algo nerviosos. En algún momento él me saca una cucharada de sopa sin preguntarme y me parece lo más natural del mundo compartir mi comida con él. El Alemán manejaba una naturalidad y una frescura que me hacía sentir que nos conocíamos de hacía muchas citas, me sentía cómoda y relajada, me sentía en casa. Con la misma espontaneidad y desvergüenza que me robó una cucharada de sopa, me roba un beso. No fue nada espectacular, de hecho no se sintió como un primer beso. Se sintió bien, se sintió obvio, lo sentí cómplice. Como si supiéramos cómo besaba el otro, como si supiéramos lo que el otro quería y para dónde iba a revolear la lengua; como si supiéramos. Al tercer o cuarto beso ya habíamos entrado en una confianza absoluta. Entre beso y beso hablábamos un montón. Hablamos de prácticamente todo, con una franqueza y confianza que pocas veces he tenido con un chongo. La vida después de Tinder, sin filtros. 15 o 20 minutos después de habernos sentado en esos asientos de un avión inexistente, al lado nuestro en una mesa normal con sillas normales se sentaron dos chicas normales. Durante las siguientes 2 horas entre ellas no intercambiaron ni sopa, ni besos, ni palabras. Se dedicaron la cena entera a escuchar nuestra conversación, muy atentas, muy entretenidas. Masticando despacito, para hacer el menor ruido posible y no perderse ni una palabra de nuestra cita. Nunca entendí por qué el pochoclo siendo el snack más ruidoso del planeta es el snack estrella en los cines. Tras casi 3 horas de cita, 3 copas de vino cada uno, muchos besos, y 2 chicas comiendo en silencio haciéndose una fiesta con lo que estaban presenciando, mientras compartíamos un postre igual de empalagoso que nuestras risitas adolescentes de dos personas que se acaban de conocer y todavía no cogieron, me empieza a contar de un viaje a Asia que tenía programado. Aparte de su trabajo de programador freelance, El Alemán había invertido cierto dinero en bitcoins. Asesorado por un amigo de él que aparte de ser conocido por haberse convertido en millonario tras ingeniosas inversiones con bitcoins, era popular por su adicción a las drogas y al alcohol, había hecho unas pequeñas inversiones que estaban ya dando sus frutos rápidamente, y él contaba con que éstas crecieran lo suficiente como para dejar de trabajar en un año y medio, y poder dedicar sus días a fiestas de electrónica y a su bandita de rock amateur. 2 semanas después de nuestra cita se subiría a un crucero junto a su amigo millonario y drogadicto, donde asistirían a una especie de congreso para millonarios e inversores de bitcoins (lo que a mí me sonaba como una especie de workshop de Monopoly para niños adultos llenos de plata), y después de una semana de conferencias sobre plata que no existe y alguna que otra parada en playas paradisíacas, pasaría 2 semanas panza arriba en una isla perdida de Tailandia. Ya tenía todo pago; el hotel sobre la playa, una motito para recorrer la isla, un kilo de protector solar. Sentados todavía en el cafecito que quería ser avión, sin mucha vuelta, sin pensarlo mucho, sin haber cogido, sin conocernos, sin replantearse el impulso, me invita a ir con él esas dos semanas a Tailandia (las chicas de la mesa de al lado que seguían con las orejas paradas como antentas de TV flasheaban en colores). Me toma por sorpresa, y al mismo tiempo no. El Alemán siempre me hizo sentir que todo lo que pasaba entre los dos -hasta ese momento y aún después- era porque tenía que pasar. Era el destino, encajábamos y fluíamos y estaba buenísimo y cada vez que me besaba y me abrazaba desde un asiento de avión al otro yo sentía que me derretía en sus brazos y que estábamos ya en vuelo hacia algún paraíso. Sin mucha vuelta, sin pensarlo mucho, sin haber cogido, sin conocernos, sin replantearme el impulso, le dije que sí. ¡Por supuesto que sí!
Nunca había estado en Asia. Un poco porque como todo en la vida, me da miedo. Me aterra lo desconocido y me dan cagazo los cambios.. Otro poco porque cuando pienso en un viaje a casi cualquier lugar de Asia pienso en calor y sol, bichos y playa. Y la idea de este viaje era todo eso. Sufro el calor. Odio el sol. Le temo a los bichos de otro continente. Detesto la playa. Aaahhh pero cuando hay piel con el chongo y el viaje es todo pago……
Entré en razón y haciendo a un lado todos mis miedos vampiros y prejuicios, me auto-convencí de que tenía que hacer ese viaje. Cuándo, si no en una primera cita de Tinder con un desconocido sentados en butacas de avión de 1994 en un café de Berlín se me iba a dar una oportunidad como esta? Jamás de los jamases optaría por un destino asiático para irme de vacaciones, y menos invertiría dinero en ello. “Si no es ahora, no es nunca”, pensé. Cuántas veces en la vida me iba a pasar de que me invitaran todo pago (menos los aéreos y las pastillas contra la malaria de 100€ que después me tuve que meter en el culo porque justo en esa isla no había mosquitos) a Tailandia? Todo pasa por algo, ese siempre fue uno de mis mantras predilectos. Todo pasa por algo, y si le decía que no a la aventura y a salir de mi zona de confort, nada de lo que vengo pujando en este blog hubiese valido la pena. Le dije que sí. En ese momento yo estaba tan encantada de la vida con todo, que le hubiese dicho que sí casi a cualquier cosa. Me sentía como Jim Carrey en esa peli que se inscribe en un programa de autoayuda basado en la única condición de decir “sí” a todo, y su vida empieza a transformarse de manera sorprendente e inesperada. Tenía casi la certeza de que El Alemán estaba en la misma sintonía. Con la misma rapidez que le dije que sí, le dije que mi condición era tener copia de su pasaporte (hija de escribana..), de los pasajes de avión, de la reserva el hotel, ADN y por las dudas su contraseña de Netflix, para tener la seguridad de que él era una persona real y buena, y no un asesino serial (como si alguno de todos esos papeles fuese garantía de ello). Me dice que sí, a todo que sí, y siento que somos dos Jim Carreys hecho uno.
Después del café nos fuimos de bares y chapamos en cada rincón de Berlín. Nos colamos en una fiesta judía llena de luces de colores y música al palo y entre beso y beso me decía que no podía creer la felicidad de haberme conocido. Que no sólo sentía que era un encuentro diseñado por el destino, sino que sentía que el universo por fin había escuchado sus plegarias, que por fin después de tantos desencuentros y relaciones que terminaran mal, la vida (o Tinder?) le había mandado a la mujer para él. Todo el tiempo también recordándonos el uno al otro que nos conocíamos hacía tan sólo un par de horas, todo el tiempo tratando de no flashearla demasiado y bajar a tierra, y convencernos que este encuentro era demasiado bueno para ser real, pero con la misma velocidad volvíamos a besarnos y a elevarnos junto a nuestra intensidad hacia la estratosfera. No nos importaba nada, ni siquiera si todo esto no era del todo real.
Entrada la madrugada no dábamos más del cansancio ni de la calentura, y me invita a ir a dormir a su casa. Le digo que sí (seguía poseída por el espíritu de Jim Carrey), pero que iba a aplicar mi regla de oro : no íbamos a coger. Mi respuesta lo desestabiliza por unos segundos, pero me dice (a todo) que sí. No me apura con el tema de coger, sólo reconoce que va a ser todo un desafío dormir a mi lado sin penetrarme. Me explica también que su hermana estaba de visita y había usurpado el living, pero que si eso no me molestaba y no tenía inconveniente en conocer a su familia (era su única hermana y sus padres habían muerto), estaba todo bien. Todo estaba bien. Le digo que sí, que vamos. Nos subimos ambos a mi bici de hombre Black Queen Elizabeth of England , y emprendemos la primera de muchas aventuras. Se sienta él en el asiento, y yo en la rejita de atrás donde usualmente engancho la mochila o la bolsa de las compras. Me da un libro de economía de bitcoins para amortiguar el peso de mi culo contra el armazón de hierro de la rejita. No sé por qué pero me calienta un poco. La superficie de la rejita misma y del libro son considerablemente pequeñas, pero también lo es mi culo flaco dentro del pantalón talle 2 comprado en 2008, y me es tan cómodo como lo ha sido la cita entera. Él pedalea con la misma decisión con la que me chapó toda la noche, yo me sujeto de él abrazándolo por detrás envolviendo toda su cintura, lo aprieto más fuerte de lo necesario, lo huelo de cerca y me es muy reconfortante sentirle el olor a un hombre que no sea El Danés. Es enero en Berlín y se supone que debería hacer un frío polar, y no sé si es la felicidad o la adrenalina, o la calentura, pero siento la brisa invernal en la cara como una caricia y la noche me parece divina. Me siento E.T. en la bici de Elliot volando hacia la luna. Soy feliz.
Estaba haciendo match en la vida real, el plan estaba funcionando aún mejor de lo esperado, y no me importaba nada con tal de que esa sensación durara más de una cita. Mientras pedaleaba me preguntó si yo estaba bien, le dije que sí con la misma seguridad y entusiasmo que le dije que sí al sol de Tailandia y me seguía repitiendo en mi cabeza que sí, sí, sí! Qué genialidad todo. Sentí que esa noche, en El Alemán había encontrado lo que había venido a buscar a Berlín. No mucho tiempo después me daría cuenta que en realidad lo que esa noche encontré, y lo que había venido a buscar a Berlín, no era El Alemán; era yo misma. La vida realmente está llena de sorpresas, y Tinder, también.