Avanzábamos al compás de las olas en la cáscara de nuez oxidada, cada vez más rápido, cada vez más oscuro, yo cada vez más entregada. Navegábamos mar adentro, ciegos atravesando la noche como una cortina de terciopelo negro. Por alguna razón no sentía miedo. No le temo a la oscuridad, y en ese momento tampoco le temí al thai, ni al mar, ni a la trata, ni a los bichos, ni a no saber adónde estaríamos yendo. Creo que más miedo me daba, de alguna forma, el reencuentro con El Alemán. Y si algo había cambiado? Y si llegaba y nos dabamos cuenta que ni nos gustábamos? Y si entraba al hotel y estaba con otra? Y si estaba con otro? El día que nos conocimos y me contó de este viaje -al que luego me invitó-, le pregunté si alguna vez se había acostado con un hombre, me dijo algo como que una vez un chico le chupó la pija pero no le despertó gran interés o algo así, entonces le pregunté si una vez en Tailandia tendría curiosidad de acostarse con un Ladyboy. Creo que no quería asustarme y después de titubear mucho no me dio un ‘no’ rotundo, pero me dijo algo así como que no viajaba a eso, pero que tampoco rechazaría la oportunidad. Me impactó un poco su respuesta, pero la preferí mil veces antes que me mintiera diciéndome que no pensaría en cogerse a nadie más que a mí sólo para hacerme sentir especial. Honestidad mata romanticismo, siempre. Pero mientras avanzábamos sobre un mar de terciopelo negro, me daba más miedo encontrarme a un Alemán todo cogido por un Ladyboy (o por una chica, o por quien sea), más que estar sola con un tipo en medio del mar en esa cáscara de nuez oxidada.
A lo lejos (MUY a lo lejos) empezaron a asomar, al fondo de lo que parecía la boca del lobo más grande del mundo, unas lucecitas. Tierra a la vista! A esa altura podían ser luciérnagas o uno de esos peces de las profundidades que tienen una luz en la jeta para atraer a peces más pequeños e inocentes y alimentarse de ellos. Yo por supuesto que en la historia soy el pez pequeño que va a ser devorado porque me siento incontrolablemente atraída por casi cualquier cosa que brille, pero ver una luz en ese manto de oscuridad realmente lo sentí como una esperanza. La luz al final del túnel. Pasadas unas leguas reconfirmo que es la costa, y logro divisar un resort haaaarmoso todo decorado con telas blancas y mil luces y velas románticas y ruego por Dior que el barquito me esté llevando ahí. Por supuesto que esquivamos el resort top-romántico a toda velocidad, y nos empezamos a acercar más y más a un resort vecino, lleno de luces de colores cual matiné de pueblo, una pista de boliche sobre el mar y música electrónica barata a todo volumen. ‘Llegamos’, me dice el thai. Para el motor, se tira al agua y me estira sus brazos desde abajo, como un infante cuando pide que lo alcen. Lo miro con duda, y finalmente me arrojo entregada, como esos tipos sponsoreados por Red Bull que se tiran al vacío con un paracaídas del tamaño de un frisbee en cada axila. El thai me ataja con las dos manos en mi cintura, y me lleva a upa hasta la orilla. Agarra con la misma sensualidad Bay Watchera mi carry on y lo deja junto a mí en tierra firme. Ahora sí, estaba sola.
En recepción se niegan a darme una llave, y por un momento tengo la esperanza de estar en el lugar equivocado, pero la fantasía se me pincha cuando me da un número de habitación. Subo por unas precarias escaleras a una de las habitaciones con vista al mar, y toco la puerta. El Alemán me mira asombrado como si yo hubiese viajado a Tailandia de sorpresa. Lo abrazo fuerte porque no sé qué decir, y le doy un pico rápido y nervioso. Cuando me pongo nerviosa me pongo verborrágica, así que mientras desensillaba y en menos de 5 minutos le conté todas mis desventuras desde que salí de Berlín hasta que llegué a sus brazos en esa isla perdida. En pleno relato me doy cuenta que del cagaso constante que había tenido en las últimas horas, no había caído en la cuenta que hacía como 48hs que no comía nada. Estaba famélica y soñaba con un bowl de curry thai. No me importaba si la convivencia con El Alemán no funcionaba o incluso si tenía un Ladyboy escondido bajo la cama, I was there for the food. Amo el picante, el curry, la leche de coco, los mariscos, el arroz, la comida asiática en general pero más la thai en particular, y se me hacía la boca de sólo pensar que comería eso durante quince días. Era ya pasada la medianoche y El Alemán, con toda la paja del mundo, ofrece calmar mi hambre con las boludeces que había en el mini bar. Lo rechazo con elegancia, e insisto en salir a la aventura.
La isla era un pueblucho de casi cualquier lugar de Latinoamérica flotando en el Golfo de Tailandia: absolutamente minúscula, callecitas de tierra, motitos estacionadas a lo largo y a lo ancho de toda la isla, puestos de fruta sobre la calle, bocha de vegetación, un laberinto de cables eléctricos de un poste a otro, ni un alma en la calle. Caminamos un par de cuadras y encontramos una garita de seguridad de un hotel, con el guardia dormido dentro. Se despierta con el sonido de nuestras zapatillas contra las piedritas de la calle, y nos saluda asintiéndo suavemente la cabeza, con la instantánea sonrisa thai dibujada en el rostro. Con señas -porque si no hablaban inglés en el aeropuerto internacional de Bangkok, olvidate en esta isla desierta- le preguntamos sobre el alquiler de las motitos que tenía al lado de la garita. Nos dice a todo que sí y nos da unas llaves. Sin entender si a cambio debíamos entregarle dinero, un beso o un riñón, nos subimos a una de las motitos y encaramos para el lado contrario de nuestro hotel. Siempre le tuve miedo a las motos, pero había algo en estar abrazada al Alemán, él habiendo tomado el control de la moto y de la situación, la brisa tibia en la cara, bordeando el mar, que me sacó todos los miedos y me llenó de felicidad. Llegamos al “centro”, que consistía en un mercadito 7Eleven y una estación de servicio para motos. Al lado, el puerto principal, que en ese momento del día estaba cerrado y parecía la escenografía de una peli apocalíptica sobre Ladyboys devorados por zombies. Desde la puerta del 7Eleven nos miraban desconfiados un grupito de adolescentes punk, y desde 3 o 4 mesitas de plástico en la estación de servicio nos miraban incrédulos un grupo de hombres transpirados que devoraban sopa con palitos. Las cajeras del 7Eleven se asomaban por la puerta, dejando escapar el aire fresco del casi único aire acondicionado en toda la isla. En la estación de servicio, una thai muy gorda con aires de capo de mafia -que me dio la sensación que era la dueña de la isla- revolvía una olla gigantesca de algo que parecía estar muy caliente -o muy picante-, nos miraba inquisidora. Si hubiese tenido que adivinar, hubiese dicho que nunca habían visto a un caucásico en toda su vida. Silencio de radio en el 7Eleven y en la estación de servicio, y todas las miradas sobre nosotros; sentí que hasta los bichos habían dejado de moverse, expectantes a nuestro próximo movimiento. Sonreímos con miedo, y con señas le pregunto a la thai gorda si podíamos comer de su olla comunitaria. En el instante en que quedó claro que lo único que buscábamos era un lugar donde comer y no colonizar la isla, el mundo volvió a su ritmo; las cajeras del 7Eleven volvieron a sus puestos, los punks a tomar birra, los hombres transpirados a sorber sopa con la mirada fijada en sus platos, la thai gorda a revolver la olla, los bichos a revolotear sobre todo este escenario. Sin emitir palabra nos armaron una mesita de plástico muy precaria con unas sillitas. Un Ladyboy nos trae dos latitas de té helado. Me pregunto si El Alemán se lo hubiese encarado si yo no hubiese estado con él. Muertos de sed y de calor, abrimos las latas casi desesperados y bebemos. El té helado tiene un horrible gusto a pasto pero nos saca la sed. Segundos más tarde, el mismo Ladyboy nos trae dos bowls gigantescos de sopa hirviendo, y dos cucharas en vez de palitos, porque teníamos tatuado el mapa de Europa en la frente. Al día de hoy que no podría explicar qué tenía dentro esa sopa, pero tampoco importaba. Era absolutamente deliciosa y también lo era la situación entera. Yo estaba encantada de no estar sentada en un restaurant turístico, y en cambio estar siendo adoptada por la thai gorda, como esas perras que recién paridas en youtube que amamantan a un gato huérfano. Me hubiese pasado los 15 días sentada en esa mesita de plástico en una estación de servicio, rodeada de thais deglutiendo sopa y Ladyboys, viendo la vida insular pasar. Esa era la Tailandia que yo quería ver… El Alemán, no tanto. Apenas terminamos la sopa, El Alemán dio por terminada la excursión como si la cena hubiese sido un trámite más que una experiencia. La thai gorda no nos quiso aceptar dinero, y aunque súper agradecidos y conmovidos por su gesto, por un segundo todo me pareció demasiado bueno para ser real y flashié que la sopa tenía algún tipo de somnífero y que amaneceríamos en una bañera llena de hielo con una notita en rústico inglés avisándonos que nos habían arrancado los riñones con los mismos palitos con que toman sopa. Sonrío nerviosa y le agradezco, juntando mis palmas a la altura del pecho y quebrando mi cintura hacia adelante, rogándole en silencio que dejara mis riñones dentro de mi cuerpo. Camino al hotel interrumpimos otra vez la siesta del guardia de seguridad y le devolvemos la motito. Él tampoco nos acepta dinero y me es muy difícil no sentir algo sospechosa tanta desinteresada bondad. Tan poco acostumbrada estoy a que la gente me trate bien?
No olvidemos que en Berlín era pleno invierno. Cuando nos conocimos ya estábamos los dos bastante resfriados (los primeros garches pierden un 20% de sensualidad cuando hay una lluvia de mocos de por medio). Mientras El Alemán estaba en el crucero y yo haciendo las valijas, era tal el excite que yo tenía que mis anticuerpos estaban en ebullición, y el resfrío se me fue casi por arte de magia. Cuando llegué a Tailandia, El Alemán estaba más congestionado que nunca (una movida astuta de su parte no haberme mandado notas de voz y haberse comunicado exclusivamente por escrito). Esa primera noche, post polvo con toda la incomodidad que no poder respirar por la nariz conlleva, él se quedó dormido casi inmediatamente. La programación televisiva de Tailandia deja mucho que desear, pero bendito seas, Netflix. El Alemán roncaba congestionado a mi lado, y pasados dos o tres capítulos de alguna serie tonta que me puse a ver, siento que su piel contra la mía hervía. Mi primera reacción de instinto maternal fue por supuesto preocuparme, pero no pude evitar sentir una tremenda paja de pensar que este chico estaba cayendo enfermo y que yo tendría que hacerme cargo de él. Después de lo vivido con El Danés, lo último que quería era ponerme en papel de enfermera, y mucho menos, de madre. Lo muevo un poquito para tocarle la frente, y volaba de fiebre. Mi mano sobre su cara hace que se despierte un poco, me mira sonriente, como aliviado de que yo estuviese ahí. Le pregunté en inglés cómo se sentía (mi nivel de alemán en ese momento no superaba el “Hallo”, “Danke” y “Scheisse”). Se incorpora un poco, lo piensa unos segundos y me dice -en alemán- que tenía mucha sed. Hasta ahí pude entenderle. Se levanta a buscar un vaso de agua y empieza a recitar un monólogo en alemán. Será porque nunca me pasó a mí, pero siempre pensé que tener fiebre tan alta como para empezar a delirar o alucinar era una leyenda urbana. Si El Alemán me estaba hablando en alemán era porque claramente no entendía con quién estaba. Le pedí en inglés si me podía repetir lo que me estaba diciendo en un idioma que yo entendiera, o que me dijera en inglés qué necesitaba. Me respondía mirándome a los ojos en alemán, una y otra y otra vez. Qué frustrante es la barrera idiomática. Rendida, decidí que lo mejor era meterlo otra vez en la cama a la fuerza, arroparlo, esperar que se hiciera de mañana y rogar que no me contagiara.
Al día siguiente la fiebre había bajado pero no desaparecido, y él no recordaba nada de la noche anterior. Era como una cabrita bebé abandonada por su madre, todo débil, necesitado, algo chinchudo y encogido en mis brazos mientras lo mecía. Lo llevé de los pelos al hospital, porque yo no iba a ser enfermera de nadie, y mucho menos, la madre. Imagínense el pueblo más precario de Latinoamérica, absolutamente minúsculo, callecitas de tierra, motitos con 4 personas arriba cada una, yendo y viniendo a lo largo y a lo ancho de toda la isla, puestos de fruta sobre la calle, bocha de vegetación, un laberinto de cables eléctricos de un poste a otro, lleno de gente que no habla inglés. Ahora imagínense el hospital del pueblo más precario de Latinoamérica. Ahí fuimos. No me dejaron pasar con él porque no estábamos casados, así que lo esperé preocupada en la sala de espera, en patas porque te hacían dejar los zapatos en la vereda, y bastante enojada por haberme perdido el desayuno buffet del hotel. Como a la hora sale El Alemán con una bolsita de nylon estallada de cajitas de medicamentos. Neumonía. NEUMONÍA. Estaba en el culo del mundo con un chico que había conocido por Tinder hacía dos minutos, en una isla perdida en algún lugar del Golfo de Tailandia, minúscula pero paradisíaca, que hasta a mí, la reina de la sombra y el invierno, me daban ganas de ir a la playa, y lo diagnostican con NEUMONÍA en el día 1 del viaje. Trato de disimular mi cara de orto y le digo que todo va a estar bien. Tenía que hacer reposo casi cuarentena, evitar el aire acondicionado (o sea, teníamos que quedarnos encerrados en el cuarto sin aire y sin escapatoria) y tomar 12 pastillas por día. PRO-GRA-MÓN. Las vacaciones soñadas de cualquier pareja que recién empieza una relación. De coger ni hablar.
Los siguientes 5 días me los pasé, en contra de mi voluntad, haciendo un poco de enfermera y un poco de madre. Qué insoportable se vuelve un hombre cuando está enfermo. Tengo que reconocer que amo la idea de quedarme encerrada con un chongo sin salir de la cama, mirando películas y alimentándome a base de snacks thai de 7Eleven y room service, pero a esa altura sentía que estaba con un amigo más que con un chongo. En el quinto día de terapia intensiva empiezo a sentir la piel sensible y me doy cuenta que yo también estaba afiebrada. No estaba enferma al punto de delirar y empezar a hablarle al Alemán en español, pero estaba segura de que me había contagiado. Como con casi todos los problemas en mi vida, apuesto porque el problema se solucione todo, y decido no comentárselo. Me daba más fiaca que él se preocupara e ir otra vez a ese hospital siniestro, que lidiar con unas rayitas de fiebre. En el sexto día Dios creó al hombre, y yo me hinché las bolas. Amanecí sintiéndome sana otra vez, y me espantaba la idea de quedarme pegada en esa cama el resto de mis vacaciones, chongo neumónico o no. La realidad es que el doctor había recetado 15 días de reposo (o sea, el total de nuestra estadía en la isla), pero al sexto él ya se sentía lo suficientemente recuperado como para salir del hotel. De festejo, decidimos salir a cenar. Nos habían asustado tanto tanto con todos los riesgos que había en Tailandia, que éramos precavidos y respetuosos en exceso con temas como no tomar agua de la canilla, no comer en los puestitos de la calle, no coger a un Ladyboy sin forro, etc. Decidimos dar por terminada la cuarentena, pero con precaución. Decidimos entregarnos a la aventura de la manera menos riesgosa de todas, y optamos por ir a cenar al restaurant del hotel. Todos esos días de hacinamiento (que no fueron tantos pero se sintieron como semanas enteras) nos habían aislado tanto de todo que ni nos habíamos dado cuenta de la belleza del restaurant del hotel, en una terraza sobre el mar. Las luces de colores y la música electrónica estaban prendidas al palo las 24 horas del día los 7 días de la semana, pero estábamos tan contentos de haber salido de la cuarentena que ni eso arruinaría nuestra primera cena romántica oficial. Habíamos perdido ⅓ de nuestras vacaciones jugando al hospital, pero no era demasiado tarde para volver a empezar y tener el viaje hot y exótico que habíamos soñado. Pedimos un vino y varios platos para compartir, yo me esmeré en elegir los platos más afrodisíacos de la carta, porque para mí más que 5 días perdidos de sol y playa, eran 5 días perdidos de sexo, amor y rock and roll. Qué rica es la comida thai… Está en mi top 5 de comidas preferidas del mundo. Pedimos un montón de cosas que no puedo ni pronunciar, todo riquísimo, lleno de condimentos increíbles, combinaciones de sabores que jamás imaginé, todo fresco e increíble, muchos mariscos y mucho picante. Al lado de la terraza del restaurant había una mesa de pool. Toda la vida soñé con aprender a jugar bien al pool, lo intenté varias veces pero cada vez que vuelvo a jugar es como si tuviese que aprender todo otra vez de cero. Me divierte muchísimo, pero soy malísima para retener las reglas y la técnica. Me propone jugar, le explico mi déficit de talento para ese juego, pero que igual me divertía un montón. “Yo te enseño”. Nada como que un chongo te enseñe a jugar al pool abrazándote por detrás para romper el hielo después de 5 días de estar con el cuerpo en pausa. El Alemán era extremadamente bueno jugando al pool, lo que me ponía más nerviosa aún porque detesto la sensación de que el otro se esté aburriendo conmigo. Su paciencia para enseñarme era igual de enorme que su talento para jugar, y a mí me divertía enormemente jugarla de tonta y que me explicara una y otra vez cómo agarrar el taco mientras me apoyaba desde atrás con toda su paciencia. No soy buena para retener información y técnica, pero soy una alumna diez y aprendo rapidísimo en casi cualquier materia. Por supuesto que no le gano, pero el partido se vuelve misteriosamente parejo y resulto ser una contrincante más que respetable. Nos divertimos mucho y siento que finalmente entramos en el mood de parejita de vacaciones, riéndonos y calentandonos un montón. Damos el partido por terminado pero la noche recién empezaba. Volvimos a la habitación con vista al mar y cogemos por horas y siento que todo está volviendo a la normalidad. Me voy a dormir con una paz interna que no sentía hacía mucho tiempo.
En medio de la noche me despierto con el desesperado gorgoteo de alguien vomitando. Qué sueño espantoso, pensé entredormida. Me doy media vuelta intentando reconciliar el sueño pero me resulta imposible tras escuchar una catarata de vómito proveniente de un lugar más cercano y real que mi subconsciente. Me incorporo sobresaltada, prendo la luz y me quiero morir al darme cuenta que no era un sueño. El Alemán estaba en el baño (era una habitación en suite, con las paredes que separaban el dormitorio de una pequeña cocinita y del baño finitas como un papel), vomitando sus tripas. Creo que esos momentos son igual de incómodos tanto para el que está vomitando como para el que está parado en el marco de la puerta del baño preguntándo qué hacer para que el otro se sienta mejor. No hay nada que puedas hacer para hacer sentir mejor a alguien que está vomitando; no hay nada que calme los horribles espasmos que se generan entre el estómago y la garganta -aún cuando ya no queda nada dentro para vomitar-, y no hay nada que te saque de la boca el horrible sabor ácido de una buena vomitada. Ya estaba harta de tomar la posta del papel de enfermera y el papel de madre. Le alcanzo un vaso de agua, le hago unos mimitos en la espalda y le digo que todo va a estar bien. El Alemán estaba agotado de sentirse mal y yo estaba agotada de tener que cuidar de él. Abrazado al inodoro me dice que probablemente hayan sido los mejillones que habíamos comido esa noche. Tenía sentido, pero si los dos habíamos comido, por qué sólo él se había intoxicado? Mientras me hago esa pregunta empiezo a sentir retorcijones en la panza, lo echo a patadas del baño y me doy cuenta que sí, que estábamos ambos intoxicados por los mejillones que habíamos comido unas horas antes. Trágame tierra. Después de estar sentada en el inodoro por lo que se sintieron horas, sabiendo que El Alemán me había escuchado una orquesta de pedos y diarrea de mejillones tóxicos (mientras yo lo escuchaba seguir vomitando en la bacha de la cocina), lo único que quería era morir. No sabía ni con qué cara mirarlo, ni qué decirle, ni cómo solucionar nada de esto. No sabía cómo remontar un viaje que se suponía iba a ser una luna de miel fogosa y se había tornado en un viaje de emergencia sanitaria. Sentía que no había forma de remontar nada, lo único que quería era irme a mi casa, pero todavía nos quedaban 9 días encerrados en esa isla. Tripa corazón, salí del baño muerta de vergüenza pero como si nada hubiese pasado, con una sonrisa al mejor estilo thai pintada en la cara, y le dije al Alemán que todo iba a estar bien.