Qué ensañamiento el de los hombres el de hablar de más. No digo ‘mentir’ (no siempre), pero ‘hablar de más’. Muy de más. Se van de boca casi por deporte. Prometedores empedernidos, fanáticos de hacer ilusión.
Vos de lo único que te tenés que ocupar es de llegar a Berlín, me dijo el Danés. Lo Ú N I C O que tenés que hacer, es llegar a Berlín. Que se encargaba de todo: de buscar -y conseguir- casa, de los muebles, de la vajilla, de las sábanas y las toallas, de que sea un alquiler con precios cuidados, y que incluya cocina. Porque sí, los alemanes tienen la curiosa costumbre de llevarse con ellos la cocina cuando se mudan, y yo quería que me hicieran las cosas lo más fácil posible. El Danés había vivido en Berlín antes, un par de años atrás. Eso es lo que facilitaba el acto heróico de que él se ocupara de todo. Porque ya conocía; la ciudad, los barrios, la movida, el idioma, y porque tenía en un depósito todos los muebles, sábanas, toallas y vajilla de esa otra vida.
Yo hice mi parte: vine a Berlín. Después de todo, soy mujer de palabra. Llegué, pero no teníamos casa. Ni muebles, ni sábanas, ni toallas. No es que no se haya ocupado por forro, ni por garca. Pero se llenó la boca de promesas, y se olvidó. Cuando llegué teníamos un alquiler temporal medio regalado a través del sindicato del padre del Danés por una semana, que luego logramos estirar a dos. Trató de romantizar la situación diciendo que le parecía divertido vivir una semana en cada barrio y ver qué onda. Que quería elegir conmigo dónde vivir, que quería ver qué barrio me gustaba a mí, y que no había querido elegir por los dos. Que era mejor hacer esto en equipo, de a dos, de la mano. ‘Okay’, le dije entre dientes. Sonaba romántico, y sonaba divertido, pero me daba bronca. Me dan bronca los hombres, son el sexo de (hacer) promesas. Me daba bronca que me haya dicho una cosa y después resultó otra. ES cierto que le parecía más romántico y divertido que yo participara de la cacería de departamentos, ES cierto que el tema de los alquileres en Berlín se dificultó en los últimos tiempos, pero también ES cierto que no se ocupó, cuando dijo que lo haría. Punto.
Y así pasamos las primeras 14 semanas en Berlín: la hermosa, romántica y divertida pesadilla de buscar departamento. Del departamento del sindicato pasamos a un AirBnb, luego a Copenhague (para más referencias leer el post del 8 de julio), de Copenhague a Londres (leer post del 29 de agosto), de Londres de nuevo a Berlín, donde dos AirBnb y un subalquiler temporal más tarde, seguíamos en bolas. Agravantes a tener en cuenta: Se acuerdan en el primer texto que publiqué en este blog, que contaba cómo me mudé con mil valijas, 18 kilos de sobrepeso en equipaje, y lo divertida que nos había parecido toda esa travesía? Bueno, las mil valijas y los 18 kilos extra perdieron glamour y gracia con la velocidad del tren bala, cuando me tocó cargarlos al hombro -literal-. Porque desde el momento en que me bajé del avión, el Danés se exasperó medio en joda medio bastante en serio, por mi cantidad y peso de equipaje. ‘No sos una light traveler’, me dijo. No, papito, no es que no sepa viajar ligeramente; ME MUDÉ. Me mudé de departamento, de país, de continente, carajo mierda. Pero nunca la entendió, y nunca dejó de molestarle. Así que un poco por orgullo, un poco porque me tenía las pelotas llenas con el tema, le dije que dejara de rezongar con mi equipaje porque en todo caso era mi equipaje, mi problema. Y así me paseé, de departamento en departamento, de AirBnb en AirBnb, llevando yo solita mis cosas, mis valijas gigantes, mis 18 kilos de sobrepeso que parecían ser más pesados en cada mudanza. Entre 3 y 4 viajes me costaba cada mudanza. Y en Berlín 90% de los edificios no tienen ascensor, y siempre nos tocaba el 3° o 4° piso. Y las calles son casi todas de adoquines. Y todavía hacía muchísimo calor.
Hay algo que noté en varios lugares de Europa ya, pero en especial con los escandinavos. Es muy admirable a nivel social cómo tienen interiorizada la cultura de la igualdad de género. Y parece paradisíaco, parece la meca, el ejemplo. Pero se van de mambo. Se pasan para el otro lado, que tampoco está bueno. El hombre percibe tan como par a la mujer, que la descuida. Y no hablo de machismo, ni de feminismo, ni de que me paguen una cena. Hablo de que la idea es “si el otro no es más importante que yo, ni que nadie, por qué me voy a ocupar de ese otro?”. Sobre la igualdad de género reina el individualismo, y yo no estaba preparada para lidiar con eso. Nadie me avisó. Porque esa inquietud la aplican a todo: a lo social, a lo político, a las relaciones familiares, al desarrollo profesional, al sexo. Es muy frustrante coger sistemáticamente con alguien que no sabe pensar en el otro, que no registra que el tema es de a dos, que considera que llegar al orgasmo es tu problema y tu responsabilidad. Esto, también fue llevado a la mudanza. Más allá de lo irritante que puede ser para un hombre de casi cualquier nacionalidad atravesar una ciudad con una novia que lleva más de dos docenas de zapatos en la valija, creo que ese hombre debe superar ese punto, bajarse del caballo de orgullo y testosterona, y ser un poco caballero y ayudar a arrastrar las valijas. Y nótese que no digo “debe llevarle las valijas”.. digo “debe ayudar“. Obvio que no sucedió. Y también con el riesgo de pecar de monotemática, me parece necesario volver a hablar de la hernia de la que hablé y lloré hasta el hartazgo en el post anterior. Porque sabiendo que no teníamos casa en Berlín, y sin tener urgencia ni necesidad en absoluto de someterse a esa cirugía, el Danés se ocupó de programar esa operación, de los 365 días que tiene el año, justo en medio de este período de mudanza eterna. Se ocupó de programar esa operación lo antes posible, por caprichoso, por bebé adulto, por no pensar en el otro, el primer día que se le ocurrió. Sabiendo que parte del post-operatorio era no poder levantar peso durante casi dos meses. Así que, guess what? Entre Londres y la casa final, en ese período de 3 meses, 2 AirBnb, 1 subalquiler y 30 grados a la sombra, no sólo que tuve que seguir arrastrando mis valijas con los 44 zapatos dentro, sino que también sus bártulos. Me estaba mudando sola. No me estaba mudando en pareja, ni en equipo, ni acompañada. Me estaba mudando sola, y a los 18 kilos de sobrepeso se me habían sumado 3 valijas danesas y un bebé adulto individualista que me gritaba escaleras arriba y escaleras abajo porque no le gustaba cómo levantaba los bolsos cada vez que entrábamos o salíamos de un nuevo hogar temporario.
A la tercera vez que me gritó sosteniendo que estaba agarrando mal las valijas, parado desde lo alto de la escalera de un 4to piso, rebajándome con la mirada, con el espíritu escandinavo individualista destruido y transformado en aires de superioridad, mientras yo remolcaba escalera arriba la valija más pesada que teníamos mientras la ropa se me pegaba al cuerpo empapado de sudor y me quedaba sin aire entre sollozos, llegué a mi límite. Terminé de entrar todas las valijas al monoambiente subalquilado que sería nuestro por un mes, cerré la puerta, me tomé un vaso enorme de agua, recuperé la respiración, me tragué las lágrimas y lo senté de un grito, como se le grita a un cachorro que te mea la alfombra por quinta vez consecutiva.
Le dije de todo, pero lo dije muy calma. Porque a un hombre, como al cachorro, el grito y el sopapo en el hocico con un diario enrollado sirven sólo para llamarle la atención. Pero si querés que aprenda, si querés que te escuche, si querés que te quiera y que deje de mearte la alfombra, hay que encararlos por otro lado. Con calma, con amor, con paciencia, pensando en ese otro, y no sólo en una misma. Le señalé entonces, el monstruoso bebé adulto en el que se había convertido desde Londres. Le expliqué lo mucho que me dolía el día a día, en lo triste que estaba con todo, en lo arrepentida que estaba. En lo poco dispuesta que estaba en seguir una historia así, en lo sola y poco querida que me sentía. Le planteé que quizás él lo que necesitaba al lado era una mujer que se sintiera a gusto con ese (mal)trato, pero que también, si encontraba a esa mujer, no iba a ser una relación sana bajo ningún concepto. Le pregunté también, qué pensaba y cómo se sentía él. Porque aparte de individualistas, los daneses son callados y evasivos del conflicto. Le pregunté si había algo en mí que lo hacía sentir como yo me estaba sintiendo, si había algo que yo hacía que le molestara, si cambiaría algo de nuestra relación, si tenía algo para decir. Porque no se trataba sólo de que él me escuchara vomitar mis penas, sino que yo también quería escuchar su versión de las cosas. Porque, le recordé, la pareja es de a dos, es un equipo. Se quedó helado con todo lo que le dije, como si fuera novedad. Porque no sólo evaden el conflicto, sino que se les escapa del radar. Se quedó helado, mudo. Después de procesar toda esa información por unos minutos, me miró a los ojos y me dijo que no. Que no había nada en mí ni de mí que le molestara. Que no se había dado cuenta que las cosas habían tomado este color. Que perdón, que no quería hacerme sentir así, nunca. Que perdón otra vez, que él sólo quería volver a hacerme sonreír. Que perdón, y bla. Soy una creedora y defensora de las segundas oportunidades (y las terceras y las cuartas), así que lo perdoné, y decidimos intentar todo de nuevo, sin gritonear y sin programar cirugías innecesarias en el momento más inoportuno posible. Lo que no le dije, es que a mí Londres me había quebrado el alma, y para sanar eso iba a hacer falta mucho más que pedir perdón. Y lo que yo todavía no sabía, es que no iba a poder volver nunca más de ese quiebre.
Como dije, conseguir casa permanente en Berlín no es tarea fácil. Más allá de la poca voluntad del Danés, esta dificultad es un hecho. Hay poco lugar, mucha gente, precios inflados, y mucho chanta. Yo estaba pisando el borde de la desesperación, y empecé a recurrir a recursos que jamás hubiera imaginado. Por ejemplo, Craigslist. Quizás tenga demasiado cine pochoclero encima, pero la idea que le tengo a Craigslist es que se trata de un nido habitado por estafadores, pedófilos y taxi boys, foro con diseño digital que nunca superó Windows 98, al cual sólo recurre gente que no sabe usar Google. Pero se me acababan las ideas, el alquiler del monoambiente estaba llegando a su fin y el Danés seguía sin cumplir la promesa de conseguir él la casa, así que decidí resolver el problema con mis propias manos, y publiqué un anuncio. Por supuesto que enseguida me cayeron 6 o 7 mails por demás sospechosos, todos con remitentes de identidad árabe o india (no offense), todos pidiendo dinero por adelantado o por alguna razón sonaban un poco perversos y me los imaginaba respondiendo a mi anuncio con una mano en el teclado y la otra adentro de su pantalón. Decidí no responder a ninguno. Al día siguiente me llega un nuevo mail respondiendo a mi anuncio. Por primera vez, escribía una mujer. No que garantice nada, pero me dejaba un poco más tranquila. Aparentemente tenía lo que estábamos buscando, y enseguida concretamos una cita para ir a ver el departamento. Fuimos, nos enamoramos del departamento, del barrio, de la dueña. Al final parecía todo demasiado fácil, demasiado bueno para ser real. Preguntamos cuánto pedía por mes, y nos dijo que en realidad ella esperaba que nosotros hiciéramos una oferta. En casa de herrero cuchillo de palo, y con un padre martillero, yo una hija que no tiene idea de cómo hacer una oferta por una casa. Igual podíamos tomarnos unos días, porque según ella no le había mostrado la casa a nadie más, y habíamos pegado tanta onda que quería que nosotros fuéramos sus nuevos inquilinos. Nos dijo también que quería que conociéramos a su marido, así que sin poner el alquiler como condicionante, nos invitó a cenar esa noche a su (otro) departamento. Compré una botella de vino argentino y ahí fuimos. Un departamento aún más espectacular que el que nosotros le queríamos alquilar, buena comida, buen vino, y si bien sentimos toda la noche que nos querían coger, la pasamos bien. Habíamos pasado el postre ya y habían abierto la segunda botella de champagne, cuando ella saca de su bolsillo un juego de llaves y nos dice que quieren que pasemos una noche de prueba en el departamento por el cual teníamos que ofertar. Porque era importante, decía, que si lo íbamos a alquilar estuviésemos bien seguros de que nos resultara cómodo, y como está pegado al aeropuerto de Tegel, era importante también corroborar cuánto nos molestarían los aviones que van y vienen por encima del jardín. Yo se los dije, todo sonaba demasiado bueno para ser real. Y como todo había nacido en la nefasta lista de Craig, si bien aceptamos la llave y la noche de prueba, yo no podía evitar sentir una enorme burbuja de sospecha en el pecho. Porque si te pasa esto en Argentina, amanecés violado o matado o en una bañadera llena de hielo sin un riñón. O no? Quizás sí tengo el cerebro pinchado de tanto cine pochoclero. Pero mi imaginación no podía parar de desconfiar. Pasamos entonces la noche ahí, no amanecimos ni violados ni matados, teníamos ambos riñones y nunca escuchamos ni un solo avión. Y sí, a veces hay que confiar. Y a veces las cosas se dan, y a veces son demasiado buenas, pero también son reales. Recorrimos un poco el barrio, y como mi imaginación es grande y promiscua para lo malo pero también para lo bueno, yo ya no podía imaginarme viviendo en otro lugar. Esa era mi casa ahora y no me importaba cuánto deberíamos pelear la oferta; yo iba a vivir ahí cueste lo que cueste.
Hicimos la oferta, nos dijeron que no, la peleamos un poquito, y conseguimos la casa. Estábamos listos para mudarnos. POR SUPUESTO que el Danés seguía sin poder levantar peso, pero ni apoyo moral durante la mudanza iba a darme: programó -POR SUPUESTO innecesariamente- un viaje a Londres justo para el fin de semana que debíamos mudarnos del monoambiente del terror a la casa de mis sueños. Yo estaba tan contenta con la casa nueva que ni energía en explicarle y reprocharle el viaje estaba dispuesta a gastar. Y a esa altura no había hecho amigos ni tenía a quién recurrir para que alguien me diera una mano, pero soy una mujer independiente, autosuficiente y por sobre todas las cosas muy testaruda, así que no tenía de qué preocuparme. Yo podía sola. Siempre puedo. Ya había planeado cómo me pasaría el domingo entero mudando(nos): compraría un pasaje de transporte público válido para el día entero, y armada de paciencia haría lo que había calculado en alrededor de 20mil viajes en subte ida y vuelta de una punta a la otra de la ciudad, y lograría mudar valija por valija, bolso por bolso.
En medio de un intercambio de mensajes con la dueña para organizar la entrega de la casa, firma del contrato y demás, le comento mi plan de mudanza y enseguida me dijo que estaba loca, que cómo no le había pedido ayuda a ella. Porque soy mujer independiente, autosuficiente, y muy testaruda, le explico. Me dijo que de ninguna manera, que ella era igual de independiente, autosuficiente y testaruda, que efectivamente no necesitábamos a ningún hombre para lograrlo, pero que ella iba a darme una mano. Pasaría a buscarme en su auto y lo llenaríamos hasta el tope de bártulos, lo que reduciría los 20mil viajes a al menos dos. Aunque todavía tenía que bajar todo del 4to piso a la calle, porque me parecía demasiado pedirle que me ayude con esa parte. Bajo todo, los mil bolsos, por los mil escalones, y me sorprendo con el hecho de que a mí no me haya salido una hernia después de todas estas idas y venidas, y agradezco a la genética y las piernas fibrosas que me ha dado mi madre, la voluntad de hierro, y haber aprendido a una temprana edad a levantar las cosas con las piernas y no con la espalda. Me siento triunfante. Al final, nada es al pedo.
Me siento a esperar en el cordón de la vereda rodeada de mi mar de valijas. De repente veo en contramano un mercedes descapotable que se acerca a mí a toda velocidad. Temo que sea ella y tardo segundos en corroborarlo. Me saluda despreocupadamente agitando los brazos y me dice que espere un segundo que va a dar la vuelta para poner el auto en la dirección correcta de la calle. Maniobra agitadamente y en el proceso de hacer pequeños movimientos hacia adelante y hacia atrás choca varios autos que estaban estacionados. Me pregunto cómo puede haber alguien que maneje peor que yo, y me cuestiono si al final no era mejor idea tomarme 20mil veces el subte. Estoy resignada, y cansada, y para ser honesta anhelo un poco la sensación de peligro y aventura, así que decido savanzar con el plan. Sorprendentemente logramos meter todo dentro del auto. Cuando era chica me pasaba horas jugando al tetris, y siento que ese entrenamiento finalmente ha dado sus frutos. Acelera en lo que parece ser la dirección del sol y mientras el viento me acaricia la cara siento que somos una versión medio bizarra de Thelma y Louise, y de repente quiero que ese aventón se transforme en un road trip. No se transforma en nada y llegamos a destino, a mi casa. Me asiste bajando y acomodando todo dentro de la casa, y me repite una y otra vez lo impresionada que está con el peso que soy capaz de levantar (sin que me salga una hernia). Trato de explicarle que si bien no tengo un cuerpo muy atlético, tengo un muy buen estado físico. Calculo que se debe, again, un poco a la genética, un poco a no fumar, pero estoy convencida que todo siempre está dominado por la cabeza, y si bien soy testaruda, soy una persona decidida y que cree saber lo que quiere, y eso siempre termina siendo la clave del éxito. El danés llegaría esa misma noche de Londres, y al día siguiente nos reuniríamos los 3 a firmar el contrato. Me quedo entonces por el día sola en mi nueva casa, y no lo puedo creer. No hay forma de borrarme la sonrisa, estoy tan contenta con todo, tan agradecida, por fin se había terminado esa primera etapa negra del mudarme, por fin, sentía que había llegado a Berlín.
Paso el resto del domingo ordenando un poco, aunque la forma final al departamento se la daríamos entre los dos, quería darle una linda bienvenida al Danés. Compro un chop de la cerveza que le gusta, me pongo linda y me siento a esperarlo. Era tal la felicidad que tenía con esa casa que no podía hacer otra cosa que sentarme a esperarlo y empezar a disfrutar de la casa juntos. Cuando finalmente suena el timbre salto disparada del sofá, enormemente entusiasmada le abro la puerta, lo recibo aún sonriendo de oreja a oreja, los brazos bien abiertos y un extasiado “Welcome HOME!!”. Me abraza, recorre rápidamente el departamento y lo primero y único que me responde es “Pero baby, dónde voy a poner mi computadora?”. No es que tenga un extraño sentido del humor o algo, lo dijo serio y en serio, y yo sentí que la sonrisa se me quebraba como un espejo. Te merecés perpetua de mala suerte, pensé. Por forro insensible. Real, después de TODO lo que hice y por TODO lo que pasé para llegar a esta casa y a este momento, realmente es lo único que tenés para decirme? Tan ensimismado estás en tu existencia idiota e individualista, que ni un “gracias” me vas a dar? Metete la casa y tu computadora en el orto. Qué dolor me genera la gente desagradecida. Me puse tan triste que casi lloro, pero era más el enojo y la decepción, y decido meterme a la cama vestida y enojada, esperando quedarme dormida lo más rápido posible para olvidar todo esto. Viene y me acaricia la espalda, me cucharea un poco y me pregunta cuál es el problema. Vos, pienso. Le digo, que cómo puede ser que no se de cuenta nunca de nada, y que la casa es nuestra y podemos hacer y deshacer cuanto querramos, y que si no le gusta la disposición de los muebles para instalar su computadora podemos cambiarlo, pero que igual ese es el menor de nuestros problemas. Me doy vuelta, lo miro y la expresión en su cara cuando me mira mientras le explico todo esto es como si de mi boca estuvieran saliendo problemas de física cuántica; me doy cuenta que nunca va a entender lo que le estoy diciendo y me empiezan a brotar las lágrimas. No puedo entender cómo todo se fue tan al carajo, era nuestra primera noche en nuestra casa que tanto nos costó conseguir, y se suponía que deberíamos estar festejando, disfrutando, bautizando la casa sexualmente ambiente por ambiente. Y ahí estamos, tirados en la misma cama pero cada uno en un planeta diferente, estamos tan lejos que no reconozco en qué dimensión alguna vez pudimos coincidir y decidir embarcarnos juntos en este viaje. Sigue sin entenderme pero intenta consolarme, me abraza y me quedo dormida de tanto llorar.
Esa noche vuelvo a soñar con Martín. Sueño que vuelvo de visita a Buenos Aires y me lo encuentro en una fiesta. Empezamos a charlar y durante toda la charla él está comiendo un pedazo de pizza (si hay un psicólogo en la sala que me explique por qué siempre lo sueño comiendo). Charlando, nos damos cuenta que nos seguimos amando y que queremos estar juntos y en medio de la fiesta, la charla y la pizza, nos ponemos nuevamente de novios. No nos besamos pero lo abrazo muy fuerte, cierro los ojos y pienso que le tengo que avisar al Danés de esto y que mañana no puedo ir a firmar el contrato del departamente en Berlín. Lo abrazo y él come pizza hasta que me despierto. Me despierto en Berlín, en mi nueva casa, y esa misma mañana firmamos, la dueña, el Danés y yo, el contrato. Mientras veo mi firma en tinta indeleble en las 3 copias de un contrato por 6 meses, me doy cuenta que tengo una pesada sensación de traición, como si al firmarlo hubiese engañado a Martín. Me falta un poco el aire, quiero tomarme el primer avión a Buenos Aires. Sentí que estaba haciendo lo que tenía que hacer, pero también sentí que me estaba traicionando a mí misma. Y como con todos mis problemas, lo primero que se me ocurre es huir. Decido por primera vez en mi vida tener una actitud adulta y hacerme cargo de lo que sentía como un error. Decido quedarme.
Entre el monoambiente del terror y la casa de mi sueños, entre el final y el comienzo de cada alquiler, se superponían unos días. Así que cuando llevábamos 3 o 4 días en la nueva casa, todavía teníamos las llaves y el derecho de permanencia sobre el monoambiente. Si bien creía haber sacado todas nuestras cosas de ahí, me parece prudente volver y revisar todo una vez más. Cuando llego al monoambiente me doy cuenta que esa prudencia era sólo una excusa para estar sola, y mientras el Danés estaba reacomodando muebles para ver dónde instalaba su computadora, yo me atrincheré en el monoambiente que alguna vez fue del terror y ahora parecía mi safe space de confort y tranquilidad. Me preparé unos fideos con una salsa espectacular y tuve una cita conmigo misma. Me quedé un rato larguísimo ahí, comiendo y escuchando música y no tardé en darme cuenta que no quería volver a mi propia casa. Qué triste todo, qué decepción me estaba dando a mí misma por haberme metido en esa. Me había metido en esa yo solita, sin necesidad alguna, y no sabía cómo salir. Eventualmente se me terminaron los fideos y volví a casa.
Al día siguiente, el Danés me dice que quiere ir él a re-revisar si no nos habíamos olvidado nada y me exaspera que no confíe en que yo ya había lo chequeado pero me chupa un huevo y si se va significa que voy a tener tiempo a solas en la nueva casa y eso me parece una idea brillante, así que lo dejo ir sin mucha resistencia. Al rato me llega por Whatsapp un mensaje de él. Es una foto de un zapato. Un zapato mío. Pienso “concha, al final sí me había olvidado algo, y no lo ví, y voy a tener que darle la razón. Qué paja darle la razón en este momento!”. De villano a héroe. Me río entre dientes y le pregunto dónde lo encontró. Me responde con otra foto, de otro zapato, otro zapato mío. Me muero de bronca y me como la cabeza pensando dónde me había olvidado no uno, sino dos pares de zapatos que no vi cuando fui a revisar el departamento. Le vuelvo a preguntar dónde estaban, a lo cual me vuelve a contestar con una foto, y otra, y otra y otra. Me había olvidado en total 7 pares de zapatos. Y no es que no me importaran, porque todos mis zapatos son como hijos para mí (voy a ser tan mala madre..), pero con el quilombo que tenía en la cabeza, entre el contrato, la computadora del Danés y Martín que no paraba de comer pizza, no había registrado que me faltaban 7 pares de hijos. Me rompo la cabeza haciendo memoria y recuerdo que como no había podido rearmar las valijas de manera muy prolija, había tenido que meter esos zapatos en una bolsa de consorcio, la cual había metido adentro de un armario y olvidado completamente. Me alegra saber que no perdí esos zapatos, pero me muero de bronca que los haya encontrado él y no yo. Hasta cierto punto hubiese preferido habérmelos olvidado para siempre y perderlos. Me siento muy tarada y me acuerdo de una charla que había tenido con mi mamá un par de días antes. Me había llamado para contarme que se había encontrado con la ex directora de mi colegio, y que ésta le había preguntado por mí. Le contó, de Berlín, de mis fotos, mis exposiciones, de mi vida en general. La cara de la ex directora se transformó cuando escuchó que yo estaba llevando una carrera y vida de artista, casi que hasta se ofendió, como si con esa información su historial como directora se hubiese manchado. Le dijo a mi mamá que cómo podía ser, que con el promedio 9,89 que supe más o menos mantener durante toda la secundaria, y ser abanderada, y la buena conducta y tal, ella siempre me había imaginado trabajando para la NASA. Que se alegraba que yo estuviese bien y contenta, pero que realmente qué pena, qué desperdicio de cerebro. Es cierto que siempre fui excelente alumna, de hecho mi profesor de física tuvo una reacción parecida cuando en 5to año me preguntó qué iba a estudiar y le dije que me encantaría estudiar cine. Pero me costaría creer, que después de todo lo que cuento en este blog (que no es nada más ni nada menos que mi realidad) la NASA me daría trabajo, ni para limpiar los baños.
El Danés se relamía de gusto con su hallazgo de los zapatos, y me vuelve a sonar el teléfono. Otra foto. Si es un octavo par de zapatos, me pego un tiro en la sien, pensé. Por suerte, no lo era. Era la foto de un vibrador. Un vibrador rosa, con forma de enano de jardín. Un enano muy sonriente. Me quedo helada, no entiendo si es una joda, un error o una foto sacada de internet. Miro bien y reconozco que la mano que sostiene el vibrador es la mano del Danés. WTF, pienso. Me da miedo preguntar. Antes que yo pueda decir nada me pregunta si eso también es mío. Me da mucho asco pero mucha gracia, y le digo que no (acaso parezco el tipo de chica que usaría un vibrador rosa con forma de enano de jardín?!), y que se lave las manos con fuego. Y me siento nuevamente triunfante, porque si bien la NASA no me daría un trabajo a mí, me da cierta satisfacción saber que no le darían trabajo al Danés, tampoco.
Si bien al departamento nos lo entregaron bastante equipado, aún faltaban las cosas que el Danés tenía en aquel depósito, de aquella vez que había vivido en Berlín. Me pregunto cómo serán esas cosas, qué tipo de gusto tiene cuando de equipar una casa se trata, y enseguida se me viene a la cabeza una muestra que vimos en el MoMA, donde había un juego de mesa y sillas completamente cubiertas de plumas rojas y tetas colgantes, y mi hermana dijo que así se imaginaba mi casa compartida con el Danés en Berlín. No voy a mentir, me moría de ganas de amueblar mi casa con muebles de plumas y tetas. Pero el Danés me describe sus pertenencias como cosas bastante promedio y bastante aburridas, sin plumas y sin tetas. Sí me entusiasma cuando me cuenta que tiene unos osos polares de cerámica muy kitsch, y eso sí que me muero de ganas de poner en medio de mi living. Enseguida nota el entusiasmo en mi cara y me dice que me ponga contenta porque las cosas del depósito iban a llegar al departamento en pocos días, que ya había coordinado un camión para que hiciera la entrega. Le pregunto exactamente cuándo llegaría, y cuando me dice la fecha me doy cuenta que coincidía con un viaje de él a Suiza. Lo miro con los ojos hinchados de rabia, y más rabia porque sigue sin darse cuenta de cosas que para mí son parte del sentido común. Le pido que deje de dejarme sola, no en el sentido de irse de viaje y yo quedarme sola en la casa, sino que deje de dejarme sola en situaciones como esa. Aparte de que ni se le ocurría consultarme o avisarme, pero que me parecía correcto estar los dos presentes cuando llegara ese camión, por numerosas razones, que no voy a enumerar porque me parecen obviedades. Finalmente logro que entre en razón, y logro que cambie la fecha de entrega de las cosas. Luego se da que yo me inscribí en clases de alemán, y el horario de cursada entraba justo en el rango de horario de entrega del camión. Le explico que cada clase es muy importante y que no quiero faltar, sobre todo porque existía la posibilidad de que el camión llegara o antes o después de mis clases. Dice que me entiende, pero que QUÉ PENA sería que llegara justo cuando yo no estoy, porque estaría bueno contar con dos pares de manos para bajar y acomodar todo. No puedo creer lo que estoy escuchando, pienso “y no creés que hubiese estado bueno contar con tu ayuda cuando nos mudamos de departamento a departamento seis veces, no crees que hubiese estado bueno que no te operaras de tu hernia en el momento más inoportuno, no creés que hubiese estado bueno como novio darme un poco de contención entre tanto cambio en vez de dejarme sistemáticamente sola, no creés que hubiese estado bueno un montón de cosas, que vos no permitiste que sucedan?!”. Pienso eso, pero quiero evitar el conflicto y me limito a decirle con un poco de ironía “sí, estaría bueno“. Esta charla se dio en pleno estreno de la segunda temporada de Stranger Things, y no puedo dejar de envidiarle los poderes a Eleven y me imagino tirándole una sartén por la cabeza, sólo con el poder de mi mente. Para mi alegría, el camión llega en un momento que yo no estoy en la casa. El efecto Eleven funciona después de todo. Mientras se queja de lo difícil que fue hacer todo solo, pero sin reconocer que a mí me había puesto en una posición peor las semanas anteriores, me dice que no encuentra los osos polares de cerámica, y eso me genera una tristeza enorme. Me pongo igual a chusmear todo lo que había desembalado, y descubro que tiene un pésimo gusto en artículos de decoración. Entre ellos, un cuadro horrible pero que enseguida pasó a ser mi favorito, que tenía una inscripción que decía en mayúscula, como si me lo estuviese gritando: “IF YOU DON’T LIKE YOUR LIFE, YOU CAN CHANGE IT!” (“SI NO TE GUSTA TU VIDA, PODÉS CAMBIARLA!”). Es horrible, pero decido colgarlo en la entrada de la casa, para que me lo recuerde a los gritos todos los días.