Sumado al cambio brusco de un país nuevo, una ciudad nueva, idioma nuevo, vida nueva, estaba el temita de irme a vivir con un hombre. La única vez en mi vida que conviví con un hombre fue con mi papá, en el nicho familiar y de infancia total, así que casi que no cuenta.
Tengo que reconocer que el danés es fácil. Es una persona fácil con la cual convivir. Es la típica persona siempre predispuesta, siempre adaptándose a mis caprichos sin siquiera dudarlo, sonriente sin exagerar. Tiene una energía positiva extrema, pero no agota porque tiene también una personalidad muy cínica. El danés es fácil, es un sol, de hecho. La jodida soy yo, y sabiendo esto, era lo que más me preocupaba de todo este experimento social que era irme a vivir con un hombre.
Los primeros días y todas las primeras veces de todo pasaron con bastante normalidad. Nos llevamos bien con los turnos de cocinar y lavar los platos. Básicamente ninguno de los dos cocina seriamente y yo lavo los platos porque me parece terapéutico. El danés desayuna cuatro bollos de pan blanco enormes, con un kilo de manteca cada uno, y arriba una barra de chocolate. Muy danés, dice. Me sube el colesterol con sólo mirarlo. Yo tomo algo así como un litro de café negro, él un litro y medio de chocolatada, y arrancamos el día. Extraño el mate. Yo salgo a correr, él a caminar. Vuelvo toda chivada de correr y él me respeta las tres horas que me gusta estar abajo de la ducha, y todo el tiempo antes y después de la ducha que paso encerrada adentro del baño. Entre que me saco pelitos encarnados, me maquillo, me desmaquillo, me pongo crema, me peino, me lavo los dientes, y a veces sólo me siento un rato ahí sin hacer nada, porque los baños también son como templos. Me respeta todo. Respeta el despelote que tengo en el dormitorio con todo el contenido de las valijas, respeta que yo no me duerma antes de las 4 de la mañana y que él se vaya solo a dormir todas las noches a las 10. Respeta mis bombachitas recién lavadas colgadas en la canilla del baño. Me respeta, se las banca todas.
Cuando vivía con mi papá tampoco había grandes problemas de convivencia. El único trauma que nos quedó a mi hermana y a mí de esa época es que en mi casa nunca se compraban golosinas a rolete, entonces cada vez que nos regalaban un chocolate o nos sobraban golosinas de las bolsitas de los cumpleaños, los guardábamos en una caja o en algún cajón, a modo de stash, de reserva oculta de provisiones de guerra y comíamos golosina por golosina meticulosamente, como si cada una fuera la última. Lo traumatizante fue que un día nos dimos cuenta que mi papá nos comía los chocolates. Mi mamá no come golosinas, entonces cuando descubrimos una baja en el stock fue fácil señalar al culpable. Quizás en realidad fue algo que pasó una vez, quizás UNA vez nos manoteó UN alfajor y tenemos el recuerdo totalmente desvirtuado, pero las dos tenemos la certeza de que fue así. Con el danés, no hay tampoco grandes problemas de convivencia. A los dos días de llegar a Berlín me vino. Estaba durmiendo y empecé a soñar que paría. Me desperté del dolor y estaba toda ensangrentada. Para mí son todas metáforas, y sí creo que estuve en trabajo de parto en estos últimos seis meses; sí concebí, empollé, y parí a una nueva vida, a una nueva yo, a una nueva versión de mí misma. Sumado al cagaso tremendo que tuve toda esa primera semana, no pude hacer más que quedarme hecha un bollito en la cama y lo único que deseaba era no ser tan adulta, lo único que quería era volver a ser chiquita y vivir con mis papás y que mi viejo me robara mis chocolates. Me tuve que contentar con dos paquetes de gomitas Haribo y un chocolate tremendamente rico cuya marca ni siquiera puedo pronunciar, pero que por él pagué menos de un euro y en Buenos Aires nunca me animé a comprarlo porque te lo venden a mil veces ese valor. Así que tenía ese nuevo stash de cosas dulces, y la paciencia infinita del danés. No necesitaba nada más para sobrevivir a la crisis que mis ovarios estaban teniendo adentro mío. Después salí a correr, y cuando vuelvo, el danés con toda su paciencia y su dulzura y su apetito vikingo, se había comido el chocolate. MI chocolate. EL chocolate de la salvación de ese momento del mes, el chocolate que aunque lo había pagado centavos para mí seguía siendo un chocolate caro y de oro. Una vez más gana el Edipo por goleada.
Así que no, no hubo conflictos más que ese. Que ni siquiera pude decirle nada, porque la paciencia que me tiene no hay chocolate importado que pueda suplantarla. Pero pese a la falta de un problema puntual, me venía picando el bichito de necesitar pasar tiempo sola. Tiempo para mí. No sé bien qué quería hacer con ese tiempo, pero pasé de verme con él unos días cada tres meses a convivir, y una convivencia de 24hs de corrido, y es un poco mucho. No me siento mal contando esto porque sé que no es una locura. Y sé que no es una locura porque cuando un tema se toca en una peli o en una serie, quiere decir que hay gente que ha pasado por eso o se siente lo suficientemente identificada como para no juzgar al que escribió el guión. Hay un capítulo de Sex and the City en el que la protagonista está por irse a vivir con un tipo, y la parte que más le asustaba era perder este tiempo a solas, tiempo con ella misma. Ella decía que iba a extrañar el placer de, de vez en cuando, comer un paquete entero de galletitas dulces en la cocina, en bombacha mientras hojeaba una revista Vogue. No digo que esas cosas sólo se puedan hacer cuando vivís solo, pero es distinto. Y a mí ya me estaba faltando un poco el aire, empezaba a ser todo demasiado distinto.
Para la dicha de mis caprichos, al danés le salió un laburo en Londres y estaría fuera de Berlín por dos días. No era todo el tiempo del mundo, pero era suficiente para respirar.
Así que se fue, lo acompañé un martes a las 6 de la mañana al aeropuerto, un poco porque soy romántica y un poco porque necesitaba asegurarme de que se fuera.Le prometí que iba a hacer un montón de cosas, como seguir buscando departamento para alquilar, salir a recorrer la ciudad, editar fotos, salir a correr, ir al súper. Le dije que sí a todo, sólo quería que se fuera.
Día 1 sin el danés: me pasé el día entero en bombacha, tirada en el sofá del living, enfundada en una manta gigante, y miré comedias románticas protagonizadas por zombies durante casi 12 horas. Me moría por 1/4 de helado pero era más grande la fiaca de salir de mi cueva de soledad. Desayuné, almorcé y merendé pan duro con ketchup porque era lo único comestible que había en la casa. Estaba feliz.
Día 2 sin el danés: dormí en el sillón abrazada a un unicornio de peluche, porque por más tiempo a solas que necesitaba, odio dormir sola en una cama de dos plazas. Me desperté y me propuse tener un día medianamente productivo. El primer paso tenía que ser ir al súper y conseguir comida de verdad. Así que ahí fui, con mis ruleros puestos y mi pelo azul, a cara lavada y vestida pero sin corpiño. Me puse muy nerviosa, me di cuenta que iba a ser la primera vez que interactuara con la sociedad alemana sin intermediario y la facilidad de que el danés habla alemán. Antes de salir del departamento hago un screenshot del recorrido en google maps ida y vuelta al súper, busco en el traductor cómo decir lo básico: “buen día”, “gracias”, “cuándo cuesta?”, “helado”, “no hablo alemán”. Repito varias veces cada frase y finalmente siento que domino el idioma lo suficiente como para salir de mi cueva vampira-unicornia. Voy al súper y siento un alivio absoluto. Me doy cuenta que todo es menos grave de lo que pensaba, que la gente me entiende aunque no hable su idioma, y yo los entiendo a ellos. Nadie me mira, casi que nadie se da cuenta que estoy aterrada como un corderito perdido, a nadie le importa de hecho. Ni el idioma, ni los ruleros, ni el pelo azul, ni nada. Me hace sentir bien lo poco observada que me siento. “Tienen otra cabeza”, pienso que al final era cierto lo que me decían que “podés salir a la calle con un zapato en la cabeza que nadie te va a decir nada”. Vuelvo disparada al departamento, y lo primero que leo cuando prendo la compu es que un nene en Finlandia casi muere ahogado en una pileta pública llena de gente. El nene se salva, pero el video que subieron a internet es para morirse de espanto. No es una pileta tan grande, y está llena de adultos. El nene empieza a revolotear los brazos, en busca de ayuda y aire, pierdo la cuenta de la cantidad de personas que le pasan por al lado, y la secuencia se repite por varios minutos, hasta que empieza a flotar rendido y casi muerto. Aún así nadie (NADIE) le presta atención. Y me cuestiono entonces si no se van de mambo con eso de no observar a la gente, en no decir ni pensar nada de uno ni aunque te pongas un sombrero en la cabeza para salir a la calle, ni aunque te estés ahogando.
Casi de noche y el danés me manda un mensaje puteando porque se equivocó de aeropuerto y perdió el vuelo de Londres a Berlín. Me causa un poco de gracia porque es un acto de cuelgue que es de esperar que a mí me pase, y me divierte que estas cosas le pasen a los demás, porque siento que los va a humanizar un poco y me van a entender un poco más y se van a enojar un poco menos conmigo cuando a mí me pasen este tipo de cosas por colgada, las cuales suceden bastante seguido. Aparte la verdad es que estaba disfrutando enormemente de mi tiempo sola y de sentir que podía respirar hondo otra vez. Me sigo riendo y le digo que lo espero al día siguiente. Me vuelvo a dormir en el sillón, abrazada al unicornio de peluche y sintiendo que todo otra vez marchaba bien. La sensación de mujer realizada me dura sólo unos segundos, me doy cuenta que me gusta estar en un lugar donde me miran menos con ojos prejuiciosos, pero no me gusta sentirme sola. Me doy cuenta que soy una vampira ermitaña insoportable, con temperamento hormonal durante todos los días del mes, mujer autosuficiente y multifacética. Soy todo eso y me gusta serlo a solas, pero me doy cuenta que, también, lo extraño. El nuevo vuelo llega al día siguiente en horario y lo espero al danés con café recién hecho. La casa está en orden.