Cuando tenía 18 años conocí a Martín. Al poco tiempo de empezar a salir, un día llegó a mi casa, me besó, y sacó de su bolsillo una pieza de rompecabezas. “La pieza que te faltaba” me dijo.
Lo dijo medio en chiste, pero se convirtió para mí en uno de los momentos más románticos de nuestra historia, mi momento de enamoramiento absoluto hacia él. Y durante casi 5 años él fue esa pieza que siempre sentí que me faltaba, y mi vida giró incesante, plena y perdidamente enamorada alrededor de él. Los 3 años que le siguieron a nuestra ruptura mi vida giró en torno a una búsqueda constante de una nueva pieza, y en el lamento eterno de que ninguna pieza era como la de él, de que esa nueva pieza que buscaba no estaba en nadie ni en ningún lado; no había Tinder que completara mi rompecabezas.
“Poné la libido en otro lugar”, me dijo mi amigo Dante. Y lo hice. Y aquí estoy. Pude por primera vez en muchos años -si no en toda mi vida- correr el foco. Me llevó algunas sesiones de terapia, varias cervezas con Dante y un pasaje a Berlín sólo ida, pero lo logré. Logré enfocarme en mi carrera, en mis obras, en mí. En disfrutar más allá de la persona que tenga al lado, en vivir más allá de eso, también. Una vez tuve un novio que me dijo que le daba miedo estar conmigo porque “yo sentía bocha”. Y es cierto, siento un montón de cosas todo el tiempo, y a unos niveles ridículos. Y esto también se trata del nuevo foco que le puse (o intento ponerle) esa pesadez de sentimientos.
Por fin Berlín. El proceso entre decisión y ejecución fue rapidísimo, pero las ganas las tenía desde hacía un montón. Así que Berlín; una ciudad de la que no sabía nada, a la que nunca había ido, un idioma que no hablaba, un lugar donde nadie me conocía se había vuelto de repente en la tierra prometida. No sé cuál era la promesa, pero puse mi libido en ella.
Dos semanas llevo acá en Berlín, y sigo sin saber mucho, sin hablar el idioma y sin que nadie me conozca. Me siento re recién llegada aún, y siento que me voy a sentir así, como flotando, durante un buen tiempo. Miro todo con ojos de turista, todo me parece hermoso y alucinante. Los alemanes me tratan con una dulzura y una buena onda que me deslumbra. La arquitectura es divina, todos edificios bajos, de más o menos cinco pisos, lo que despliega un cielo muy extenso, no como el de Buenos Aires que es alto y chiquito; el cielo de Berlín se te cae encima y es como infinito, se cuela entre los edificios de colores del este de la ciudad y pareciera que se chorreara a través de mis ojos-turista sobre mi capacidad de asombro. Lo que me tiene alucinada también es que hay luz de sol hasta las diez y media de la noche y amanece a las tres de la mañana. El atardecer es tan largo como el cielo y la hora mágica dura tres veces más que en el sur. Entre el jet lag y el excite existencial que tengo, me duermo todos los días no antes de las las cuatro de la mañana, y ya hay sol radiante. Si algo le falta a Berlín es oscuridad, me decepciona un poco. Me dicen que en invierno la noche es más larga, y también tratan de asustarme con el frío que se viene a partir de noviembre, pero no me asusta. No veo la hora de que sea invierno y cagarme de frío y casi no ver el sol. Quizás sea el haber nacido en la montaña, quizás sea la sangre germana que llevo en las venas, quizás escuché mucho Babasónicos. Soy medio vampira y me da un poco de paja salir a conocer la ciudad con tantas horas de sol radiante. Al final no soy muy buena turista. Lo único que quiero es poder usar la ropa que me traje de invierno. Aunque en estas dos semanas usé ropa de casi todas las estaciones. Berlín me deja azorada con una ciclotimia climática que hace impecable analogía de mis estados de ánimo. Sale el sol a las 3 de la mañana, eso siempre. Está fresco, se levanta viento fuerte, se nubla, sale el sol, a los 5 minutos llueve, quizás graniza, sale el sol, hace calor, se vuelve a nublar, otra vez sol. La analogía es la siguiente: tengo la mejor vida del mundo, qué mierda hago acá?, VIVO EN BERLIN!!!!!!!!, qué paja vivir con un hombre, qué maravillosa es la vida, odio el sol, extraño a Martín, no me falta nada en esta vida, no entiendo nada de alemán, creo que puedo llegar a aprender muy rápido el alemán, qué bien funciona el primer mundo, cuánto extraño Argentina, qué mal puede llegar a salir todo, qué bien puede resultar todo. Otra vez sol.
Para calmar las ansias salgo a correr. Una hora-horita y media todos los días, embadurnada en protector factor 85, porque nunca más conseguí factor 110. Berlín es una ciudad enormemente verde, eso sí me lo habían dicho. “Te vas a meter en uno de los parques y vas a sentir que no puede ser que estés en una ciudad” me dijo Dante. Dante dice muchas cosas, y casi siempre tiene razón. Me inmerso a correr en un parque frondoso cuyo nombre todavía no aprendí a pronunciar, y después de la primera canción que suena en mi iPod ya me olvidé que me rodean calles de cemento. De a momentos me siento en Cruz Chica (parte de La Cumbre, mi pueblo natal), y hay algo también en la pureza del aire que me lleva ahí y me confunde de estar en realidad en plena ciudad. A los pocos días de llegar vemos en pleno centro, cruzando la calle de un parque a otro, un zorro. Un zorro enorme, majestuoso, divino. Como los de La Cumbre. Siento que es de buen augurio, como un trébol de mil hojas, como una estrella fugaz. Pronóstico extendido: sol radiante adentro mío.