Las dunas comenzaban allí donde terminaba la playa, al otro lado de una hilera de famélicos pinos que por mera terquedad sobrevivían día a día el acoso de la arena y los golpes del viento. Formadas por un polvo cobrizo en el que nada crecía, asemejaban un mar de tierra cuya forma y altura cambiaban constantemente. Era muy fácil desorientarse al adentrarse en ellas, y no eran pocos los que habían desaparecido o perdido la vida al intentar atravesarlas.
A los niños se nos prohibía poner un pie más allá de la hilera de árboles tras la que se encrespaban y se nos reprendía con severidad el simple hecho de acercarnos demasiado a la misma. Aunque solíamos obedecer, siempre había quien se saltaba las normas. Nunca faltaba quien perdía una apuesta o quien estaba dispuesto a perderse en un océano de arena para demostrar su valor.
Cora era una de esas personas. Competitiva hasta el absurdo, aprovechaba toda oportunidad que se le presentaba para demostrar no sólo que era más valiente que nadie, sino también que tenía un sentido de la orientación fuera de lo común. La seguridad con la que se mostraba capaz y presta a aceptar cualquier reto nos fascinaba tanto como nos aterrorizaba, y ella no mostraba ningún pudor a la hora de alimentarse de esa admiración y de elevar el cada vez más alto concepto que tenía de sí misma.
Aunque yo había sido uno de sus mayores admiradores, para cuando llegamos a la adolescencia ya no la soportaba. Poco a poco, se había vuelto insufrible. Era imposible hablar con ella y que no sacara a relucir su valentía o su increíble capacidad para orientarse, o que no presumiera de conocer a la perfección cómo cambiaban las dunas o cómo manejarse en ellas. Yo era consciente de que la mayoría de sus palabras eran pura presunción, pero oírle contar sus anécdotas una y otra vez me sacaba de quicio. Me reventaba ver cómo se paseaba, hinchada como un pavo real, y nos miraba por encima del hombro. Su condescendencia y antipatía llegaron a tal punto que decidí hacer algo al respecto y cerrarle la boca durante una temporada.
Esperé a encontrarme con ella a solas y, cuando lo conseguí, aproveché la primera jactancia que salió de su boca y la convencí para que se adentrara en las dunas una vez más. Cinco kilómetros, al atardecer, la reté. Estábamos a finales de verano y la playa se vaciaba de bañistas a partir del mediodía, por lo que nadie podría llamarnos la atención o evitar que nos jugáramos la vida. Dudó durante un instante, pero aceptó, como yo sabía que haría, y acordamos encontrarnos al día siguiente en los pinos.
Cuando acudí a la cita con mi mochila al hombro, Cora ya había llegado y observaba el horizonte con el ceño fruncido. Sabía qué estaba pensando: recorrer cinco kilómetros de ida y cinco de vuelta le llevaría, al menos, dos horas. Debía estar de regreso antes de que se pusiera el sol, pero no podía asegurar que fuera a conseguirlo y, por muy valiente y arrogante que fuera, era también consciente de que nadie sobrevivía una noche en aquel lugar.
Consciente de sus miedos, saqué dos faroles de camping de la mochila. Los encendí y los coloqué en el suelo, dejando varios metros de distancia entre ellos. Si se hace de noche mientras regresas, le dije, la luz te guiará hasta aquí. No del todo convencida pero demasiado orgullosa para echarse atrás, puso su podómetro a cero, tomó aire y empezó a caminar. Yo me senté en el suelo y encendí un cigarrillo.
Miré a mi alrededor y disfruté de la quietud. Los dos habíamos venido solos, lo que quería decir que ella tampoco le había mencionado nuestro reto a nadie. Señal de que no estaba segura de que no se asustaría y volvería sobre sus pasos antes de lo acordado, pensé.
La observé alejarse a buen ritmo mientras escuchaba el sonido de sus pasos en la arena y advertía cómo éste perdía poco a poco la batalla contra el canto de las cigarras. No parecía vacilar. Sabía que moriría antes de echar la vista atrás, y durante un momento admiré su valor. Cora era una fanfarrona y no la soportaba, pero no pude sino reconocer que era más valiente que nadie y que tenía sobrados motivos para presumir de ello.
En cuanto desapareció tras la primera duna, me levanté y consulté el reloj. Cora tardaría, al menos, una hora en regresar (bastante más, si recorría los cinco kilómetros acordados), y no me cabía ninguna duda de que para entonces ya sería de noche. Escruté una vez más el horizonte y, tras asegurarme de que no había nadie en los alrededores, apagué los faroles, los metí en la mochila y emprendí el camino a casa.
Izaskun Gracia Quintana
(Bilbao, 1977), escritora, trabaja como diseñadora gráfica editorial, traductora y correctora, además de escribir artículos y crítica literaria para diversos medios, y coordinar talleres de escritura. Fue editora y cofundadora de la editorial de poesía Masmédula.
Es autora de los poemarios Ohe hutsetan (2018), despertar lloviendo (2017), vacuus (2016), ártica/artikoa (2012), saco de humos (XIX Premio de Poesía Villa de Aranda, 2010), eleak eta beleak (XVII Premio de Poesía Ernestina de Champourcín, 2007) y fuegos fatuos (2003), y del libro de relatos Crónicas del encierro (2016).
Sus textos han aparecido en numerosas antologías y revistas, ha participado en varios festivales poéticos y ha colaborado con artistas plásticos como Anabel Lorca, Zigor Barayazarra, Delphine Salvi y Leire Urbeltz. Vive en Berlín desde 2011. Twitter – Flickt