La primera y única vez que me emborraché fue cuando supe que mi madre estaba en la cama con un hombre que no era mi padre. Yo acababa de cumplir dieciséis años.
No vi qué hacía ni con quién. Papá estaba internado por una operación menor que después se complicó. El enfermero de la tarde no paraba de mirar a mi madre con cara de ternero degollado. Mis suposiciones apuntaron a él.
Aquella noche de hace treinta años me desperté cerca de la una, con la boca seca por el calor. En la casa de la infancia el dormitorio de mis padres y el mío estaban separados por el baño y daban a un vestíbulo interior. El cuarto de ella tenía la puerta cerrada; pensé: está loca, se debe cocinar ahí adentro.
En el silencio oscuro, pegajoso, me pareció oír voces amortiguadas, de las que se escapó una risita crujiente. Es el televisor y cerró la puerta para no despertarme; pobre, tiene insomnio, está preocupada por lo del viejo.
Iba a abrir la puerta y decirle que no me molestaba el ruido, que no se encerrara, pero mi mano quedó suspendida en el aire cuando reconocí su voz y comprendí que no estaba sola.
Si el miedo es fuerte, aparece el odio. La odié como si fuera un animal mordiéndome las entrañas, mientras que del otro lado de la puerta el placer progresaba en la quietud nocturna.
Caminé hasta la cocina, cautelosa, como una araña que se descuelga por su hilo de baba. Saqué un vaso y no lo llené con agua, busqué la botella de brandy que guardaban en un estante alto.
Todo seguía igual en algún lugar del tiempo. Un sector de mi cerebro se mantuvo lúcido y me impulsó a que volviera a mi cuarto. Resquebrajada de miedo y rabia decidí terminar allí el contenido de la botella.
Levanté las persianas y entró un soplo de aire tibio que me hizo cosquillas en los brazos. Tragué a sorbitos el líquido ardiente, mirando desde mi ubicación, la porción de cielo que me correspondía. Esa madrugada la luna declinaba impávida hacia el otro lado del mundo.
El alcohol cumplió pronto su función, deformando la realidad y lo que antes era un acto vil, traicionero, me produjo un gorgoteo idiota, que lagrimeaba por mis ojos en el afán de sofocarlo.
La imaginé con Clint Eastwood, que en esa época era su actor favorito y no con el enfermero, petiso, robusto, que no emanaba el mínimo efluvio de erotismo. Y ella en los brazos de Clint florecía, ya no era el ama de casa protestona e insípida que todos conocíamos. En mi ebriedad, se convirtió en una diosa del Olimpo, una Diana cazadora de amantes, una Minerva guerrera de la cópula.
Con impudicia visualicé sus glúteos pálidos y los muslos enérgicos encaramarse en movimientos de góndola. Los pechos nutricios desacralizados por una boca ávida. Así continué un largo rato, enumerando las virtudes repentinas que descubría en mi madre, hasta que la bebida hizo su efecto y me sumergí en las aguas del sueño, como una rana intoxicada con el cloro de una piscina.
De mi despertar a la mañana siguiente sólo recuerdo la lengua hinchada, el gusto amargo en el paladar, el dolor que ceñía mi cráneo. Durante un tiempo reduje lo ocurrido a desvaríos de la borrachera.
Papá regresó de la clínica y reanudamos el circuito grisáceo de la rutina familiar. Fue difícil aceptar el coito adúltero de mi propia madre y fantasear con los detalles de su comportamiento había sido tan pecaminoso como el acto mismo.
Noté que ella parecía menos propensa a rezongar y a veces se le escapaba algo tembloroso, como un árbol seco a punto de desmoronarse. Dejé de mirarla y en cuanto pude me fui a construir mi fortuna o mi desgracia en otros horizontes. Se murió de a poco, sin que nos diéramos cuenta. Una mañana papá me llamó por teléfono porque no conseguía despertarla.
La comprendí recién hace unos meses, cuando estuve en la misma situación y mi hija de quince años me encontró desnuda en la cama matrimonial con un tipo desconocido. Desde entonces no me habla.
Ahora sé qué siente cada una de las partes. Me acerqué a mi madre y alejé a mi hija. Pienso si no habrá un surco ancestral en la rama femenina de la familia que nos impulsa a caminar sobre las huellas de las que nos precedieron y repetir un patrón: llegadas a la cuarta década de nuestras vidas debemos cumplir con el ritual de tener un amante.
Con la abuela debe haber ocurrido una circunstancia similar. No soportó el repudio del abuelo, se fue y nunca más se supo de ella.
Me pregunto si este pecado se saldará conmigo o se lo transmitiré a mi hija. Si así fuese, espero estar todavía viva para que me perdone.
Mirella Santoro
Mirella Santoro nació en Italia, su familia se trasladó a la Argentina cuando ella tenía tres años. Actualmente vive en Buenos Aires. Desde muy pequeña le interesaron las expresiones artísticas, dibujo, pintura y, sobre todo, escribir y leer. Participó en diversos talleres: literarios, de escultura, de fotografía y de cómics. A fines del 2012 decidió abrir un blog para compartir sus relatos, prosa poética y video poemas. Blog