Dejé a Cárdenas caminando hacia el otro lado de la calle ignorando qué haría él o si volvería a desaparecer como lo había hecho en las últimas veinticuatro horas. Los tipos de traje que lo habían secuestrado algo le habían dicho sobre su padre antes de desmayarlo de un golpe en la nuca.
Francisco Cárdenas era una persona esquiva tanto para su familia como para el mundo. Ernesto nunca dijo mucho sobre él, excepto una vez luego de una reunión que habíamos tenido en el centro. Caminando por Libertad hasta Córdoba me contó livianamente que su padre se las había tomado en el ochenta y cinco sin dejar rastro alguno. Nunca más volvieron a saber de él. Cabañas, el jefe de Ernesto, se hizo cargo de la familia prestándoles más ayuda que la que cualquier otro familiar o vecino hubiera hecho. Si bien Cárdenas era un tipo que se la bancaba frente a todos y no retrocedía nunca, el hecho de que apareciesen dos extraños a llevárselo y comentarle algo sobre su padre tenía que tenerlo irremediablemente preocupado aunque no lo demostrara.
Tomé un taxi en la esquina. Al conductor le ofrecí el doble de lo que marcara el contador si llegábamos en menos de diez minutos. En el trayecto ignoré por completo la charla ocasional del taxista intercambiando mensajes con Márquez. El Gordo había perdido mucha sangre pero aun así lo habían logrado estabilizar y se encontraba en observación. Cinco minutos más tarde el taxi estacionó frente a la puerta del Hospital Alemán ubicado en la avenida Pueyrredón. Le dejé un billete de dos mil y otro de mil pesos asumiendo que eso cubriría la tarifa y salí corriendo hacia el lobby cerrando la puerta detrás de mí con cierta vehemencia alcanzando a escuchar un “Gracias” sincero y un tanto apologético del taxista.
La sala de espera del claustro de Terapia Intensiva tenía apostados a los familiares del Gordo, Márquez y conocidos y hermanos de la vida hablando con un gesto que se mezclaba entre alivio y miedo. Saludé a cada uno de ellos con un abrazo. Se los notaba agradecidos por mi presencia, especialmente la mujer a quien conocía desde hacía varios años. Márquez fue al último que saludé llevándolo hacia un costado para que me dijera lo que sabía.
-Mirá, Blas. La cosa es así: Parece ser que el Gordo salió al mediodía a comprarse el almuerzo en lo de Abelito ahí a la vuelta de la redacción. Antes de llegar, una moto con dos ocupantes paró justo al lado suyo y el que iba atrás se bajó y lo interceptó en la vereda. Algo le gritó algo y le luego le pegó un disparo a quemarropa en el bajo vientre y salieron rajando en la moto. Nadie los pudo reconocer, nunca se sacaron los cascos, ni tampoco sabemos por qué le dispararon. Así que nada, ahora hay que esperar. El cirujano dijo que la panza le salvó la vida –sonrió.
-Márquez, esto te lo digo a vos solo y que quede entre nosotros nada más, no hay porqué asustar a la familia del Gordo pero esto fue un mensaje. Hoy a la mañana me había citado en la redacción para pasarme un audio interno de la policía que los compromete hasta las pelotas con el caso de Tesone. Lo mejor que podés hacer ahora es disculparte e irte, mientras menos estés acá mejor, no sabemos quién anda por los pasillos y si te pueden reconocer. Andá a tu casa y cualquier cosa me llamás.
-Ah, perfecto. Me dejás más tranquilo, Blas.
-Dejate de boludeces, no va a pasar nada, lo que quieren es frenar cualquier investigación y que nada salga a la luz. Hay que ir con mucho cuidado ahora. Vamos a sacar un comunicado desde el diario hablando del apoyo a nuestro colega herido y no vamos a hacer ninguna mención sobre el caso hasta que sepamos cómo seguir. Decime una cosa, ¿se puede pasar a verlo al Gordo?
-Está sedado y necesita descansar. Dijeron que mañana podría despertar para ver a la familia.
-Bueno, andate, dale. No te quedés acá.
Márquez saludó a la familia y se fue apurado. Yo me quedé unos minutos más ofreciendo mi apoyo hasta que hui con una excusa por la puerta trasera del Hospital.
Cárdenas salió caminando hacia el otro lado de la vereda después de que nos despedimos en la puerta de la redacción de Última Plana. Caminaba apurado, con el mentón guardado en el pecho ocultando los ojos en las solapas de su abrigo y refregándose los brazos y manos. Una señora con un tapado de piel se le acercó y le ofreció un billete de quinientos pesos.
-Sé que no es mucho pero algo caliente se puede comprar.
-Le agradezco, señora, pero no preciso limosna.
-Tome, no sea orgulloso. Por favor que se me congela la mano.
Cárdenas tomó el dinero para contentar a la señora y no discutir de más. Se despidió amablemente y siguió camino hacia su casa. A pesar de que lo hubieran raptado y torturado, fuese quienes habían sido, no le habían quitado las llaves ni billetera. Antes de cruzar la calle, Cárdenas le dejó el billete a un hombre que dormía tapado con cartones sobre un colchón al costado de un terreno baldío.
Aunque a la mañana se había sentido por primera vez en días un poco más de calor, ya a esa hora parecía volver a los menos tres grados del martes. Casi no quedaba gente en las veredas, de las que pueden pagar una renta y en las calles apenas si se veían algunos colectivos.
Menos de media hora más tarde, ya estaba a llegando a su casa en Bollini al doscientos. En el umbral se encontró con la última persona que tenía ganas de cruzarse.
-Está jodido encontrarte, pibe.
-Rajá, me voy a dormir.
-Pará un cachito. ¿Cómo está El Gordo?
-No sé, flaco. Andá al hospital y fijate vos si te dejan pasar.
-Tranquilo, inspector. No se me ponga así. Después de todo…vengo dando buena información, ¿o no?
-No sé cómo carajos hiciste para bajar esa comunicación de la policía, de todas formas, no sirve de mucho, es vaga y podría reinterpretarse de cualquier manera.
-¿Y qué me decís del Bebu?
Cárdenas respondió empujando a Armenteros y corriéndolo hacia la vereda.
-Si todavía tenés el sobre que te di no te lo quedes. Entregáselo al Bebu, me debés una- dijo ofreciéndole el sobre.
-Yo no te debo una mierda –dijo dándose media vuelta mientras se acercaba a Armenteros subiendo el volumen de la voz en cada palabra –desde el martes que mi vida es un quilombo y cada vez que aparecés vos algo pasa.
Cárdenas lo tomó de las solapas separándolo unos centímetros del piso.
-No sé qué es lo que está pasando. Pero si llegás a tener algo que ver con todo esto te juro que me voy a dedicar a destruirte la vida, hijo de puta.
-Vos querés saber qué pasa pero tenés miedo de ensuciarte. No querés llegar al fondo de esto porque sabés con qué te podés encontrar y no vas a poder soportarlo. Es por eso que me necesitás y siempre terminás acudiendo a mi. Se acabó la ilusión del policía bueno que juega según las reglas, Cárdenas. Si me vas a pegar, hacelo ahora pero yo sé que no te da el cuero.
Cárdenas lo soltó.
-¿Querés empezar a hacer las cosas bien? –le dijo Armenteros arreglándose el piloto- andá a la comisaría, buscá donde tienen encerrado al Bebu y dale mi sobre.
-Yo sé la idea que tienen de la policía, pero no es como te lo pintan o más bien, no es como ustedes lo pintan en sus pasquines amarillistas. Si alguien se cobró al Bebu no está en mi comisaría –dijo encarando a la puerta del edificio.
Armenteros paró un taxi mientras Cárdenas buscaba las llaves.
-La estás pifiando, pibe y lo sabés. Cuando tengas huevos, hacé lo que te digo y después vení a pedirme disculpas –le dijo ya desde el auto mientras se alejaba hacia Las Heras.
Cárdenas se dio vuelta intentando decidir qué puteada largar primero dejándolo con la boca abierta y una furia, que de haber tenido las fuerzas suficientes, lo hubiera corrido para darle una paliza de antología, o al menos eso se pensó.
Lo primero que hizo cuando llegó al departamento fue sentarse un largo rato en el sillón del comedor con la vista fija en la ventana, la persiana estaba abierta pero no recordaba haberla dejado así. Los siguientes diez minutos se distrajo intentando reconstruir sus pasos antes de salir a la comisaría la mañana anterior. Estaba seguro de que la había cerrado.
El mal olor corporal lo devolvió a la realidad. Dejó preparando un café en el microondas y se fue a bañar. El primer chorro de agua caliente lo hizo sentir como si no se hubiera bañado en años devolviéndole un poco tranquilidad al cuerpo y a la mente. Estaba de espaldas a la ducha dejando que el agua le abrigara la espalda un buen rato.
De niños, él y su hermano ya demostraban ser muy distintos. Cárdenas, el mayor, siempre escuchaba a su padre, lo tenía como un hombre recto cuya palabra era ley en la casa. Joaquín, en cambio, era el demonio de la familia y con una inteligencia superior que el resto de los niños de su edad. Apañado por la madre, hacía siempre lo que quería y se salía con la suya, como por ejemplo, no bañarse casi nunca. Uno de los últimos veranos que pasaron juntos en familia habían ido a visitar a pasar una semana en la quinta de Lobos de su abuelo Salvador. En el viaje de ida en el auto, Joaquín le jugó una apuesta a su hermano que lograría estar toda la semana sin bañarse sin que sus padres lo notaran. Los dos primeros días no levantó sospechas vanagloriándose en secreto hasta que en el tercer día se cortó el agua en la casa y no se reestablecería hasta la semana siguiente. Ernesto reconoció su derrota temprana pero Joaquín le respondió rompiendo la apuesta. Así, no tenía sentido.
El ruido de un portazo que parecía venir de adentro del departamento volvió a Cárdenas en sí. Salió enseguida del baño y recorrió todos los cuartos. No contento con ello, salió al pasillo y caminó sin llaves hasta las escaleras de emergencia ignorando por completo que estaba desnudo. Regresó al baño y terminó de ducharse preguntándose si no se estaría volviendo paranoico.
Después de salir del hospital caminé sin darme cuenta del tiempo, de la noche ni del frío hasta que un llamado me hizo sentir cuán entumecidas estaban mis manos cuando tomé el celular para responder.
-Blas –no me dio tiempo a responder- ¿Por dónde andás?
-En la calle.
-Encontrame en el punto geométrico de siempre en media hora –dijo Cárdenas y cortó sin darme oportunidad a responder una vez más.
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