Cárdenas se quedó en el bar terminando lo que le quedaba del cappuccino. Pensó en la teoría que le había propuesto Armenteros, sonrió y balbuceó algo acerca de su madre. No era un gesto burlón sino de aceptación del país en el que vivía. Nadie estaba a salvo de los miles de chantas cosechados año a año. Niños inocentes que hoy salen a jugar a la pelota en el parque terminarán haciendo carrera política o metiéndose en algo raro para cagar a otros y no hay manera de detenerlo. Cárdenas era simplemente un aplacador con sólo dos manos que le servían para agarrar a algunos cuantos, pero siempre se le iban a escapar dos o tres que eran los más importantes.
Con la vista perdida en dirección al gordo y el flaco dijo por debajo “Hijos de puta” negando con la cabeza y sonriendo con la comisura derecha del labio como si hiciese la seña del siete bravo.
El gordo volteó hacia al costado pensando que le estaba hablando a él. Los ojos de Cárdenas ya miraban hacia el fondo de su taza de vidrio mientras se levantaba dejando un billete de mil en la mesa. Ante la atenta mirada de la dupla de negro se fue de Tolón sin mirar atrás.
Caminando por Coronel Díaz, imaginó quiénes y dónde podrían tener secuestrado al Bebu Velasco. “Una idea más que absurda y posible en este país”, pensó. Vagó un rato por las calles descartando sospechosos y lugares plausibles. Sin un móvil no hay razones para desconfiar de alguien, pero no era difícil de imaginar a un sector de la policía y la política en general asociada a los barras bravas. De otra manera no se explicaría que tuvieran las libertades que tenían dentro y fuera de la cancha, como si fuesen emisarios salvaguardados por la inmunidad diplomática. Ese era el verdadero crimen organizado.
El asesinato del candidato de aquel club del ascenso nunca encontró a un culpable. Estuvo bien armado desde el principio. Al tipo lo mataron en la calle durante la noche de una puñalada por la espalda que le perforó el pulmón izquierdo y se desangró hasta que una vecina, que había salido a baldear la vereda, lo encontró a la mañana siguiente. Ninguno de los posibles perpetradores fue encontrado culpable, ni siquiera llamado a declarar.
Entre ascensos y exclusiones de jueces y fiscales, el caso quedó en la nada sin haber encontrado jamás el arma homicida y nadie que hubiese podido ver al asesino a esas horas por el barrio. Si te quieren matar lo hacen, había gritado entre una red brazos de varios suboficiales, el hijo de candidato asesinado a la salida de los tribunales. Obviamente, al que tendrían que haber ido a investigar era a la barra del club que estaba alineada con el otro candidato y aún presidente de la institución, Oscar Valdemar.
A Cárdenas nunca le habían dado un caso relacionado con barras. Su método era un tanto particular. Siempre tuvo una manera especial para encontrar pruebas que iban más allá de lo esperado aunque nada que lo obligase a ir muy profundo desobedeciendo las instrucciones de jueces y fiscales. Eso es algo que que algunos creen que es una mezcla entre esmero y talento, particularidad que compartía con su padre y hermano.
Quizá Armenteros tendría algo de razón en todo esto. Más allá de que su propuesta resultaba posible en una novela poco realista y mal escrita todo era posible en este país. Decidió que investigaría por su cuenta y de a poco sin levantar revuelo. En el fondo, estaba emocionado y ansioso por hacer algo más que cumplir órdenes de superiores corruptos que lo llevaba a querer creer más en los cuentos de Armenteros. Siempre había fantaseado con la idea de ser un detective privado y esto era algo casi parecido con la diferencia de que no era una mujer hermosa quien le traía el caso sobre su esposo golpeador en un engaño artero que el buen detective deja pasar cegado por el amor que siente por su cliente quien finalmente en el zenit del tercer acto, con la bolsa de dinero en la mano izquierda y el arma en la derecha, le dispara al corazón. “Armenteros es incapaz de empuñar un arma, tiene más chances de lastimarse que de dispararle a alguien”, pensó sonriendo.
Llegó al Parque Las Heras y caminó hacia las canchitas de Marangoni. Dio la vuelta y se sentó a ver el partido que unos pibes estaban jgando en la cancha del medio. Era de ida y vuelta con algunos que la pisaban demasiado bien y otros que hacían lo que podían. No se divisaban camisetas del fútbol argentino sino del Milan, Arsenal, Manchester City, Borussia Dortmund y una versión libre de la de Roma. La partida terminó algo así como dieciocho a catorce entre abrazos y saludos.
Cuando quiso levantarse se dio cuenta de lo entumecidos que tenía las piernas. Se había quedado un rato nomás en el piso mirando el partido distraído del frío que seguía lastimando a todos por igual. Siendo ya de noche, cruzó Coronel Díaz, dobló hasta Pacheco de Melo y siguió hasta un pasaje que desembocaba en un Hospital. Al final de la cuadra de adoquines se escuchaba desde un bar a un pibe tocar la guitarra con una voz fuerte y desgarrada. Ahí estaba el calor que necesitaba para sus huesos. Se sentó en la barra, pidió un J&B y miró a su alrededor. Jóvenes que no llegarían a los treinta se saludaban entre ellos caminando de acá para allá, fumando adentro y afuera, simplemente pasándola bien. El pibe de la voz seguía tocando ahora con un moreno que zapaba encima de la canción. Cuatro whiskys más tarde y sin haber hablado con nadie, saludó al que lo había atendido que tenía pinta de ser el dueño y volvió a su casa para acostarse a dormir y volver al trabajo el día siguiente. De a poco se olvidaba de Amanda, aunque fuera tan sólo por un momento mientras pensaba en desgranar esta estrafalaria y aún posible trama policial.
En la cama creyó sentir un aroma conocido, un perfume que lo devolvió enseguida a sus veintis algo con un dejo de nostalgia y felicidad sin recordar dueño alguno. Cerró los ojos e imaginó su vuelta a la seccional al día siguiente mientras se adormecía entre los brazos de aquella esencia.
Las siete de la mañana no lo sorprendieron. Ya se había despertado veinte minutos antes y entre vueltas en la cama había tenido la precaución de apagar el maldito despertador, siendo que ya no había necesidad de pasar por el fatídico arrullo de ese aparato de quinientos mangos. Se levantó con cierto pesar, más de quince años trabajando en el mismo horario no le bastaban para acostumbrarse a las mañanas. Un desayuno rápido, ducha y a la calle, justo una hora después de haberse levantado. El frío en la cara lo reconfortaba en su caminata hacia la seccional mientras las demás personas apuraban el paso para no enfriarse de más. Era más que posible que él fuera la única persona en Buenos Aires capaz de disfrutar ese frío anormal.
En la entrada de la comisaría estaba Esther que lo saludó afectuosamente. El edificio había pertenecido anteriormente ser una escuela estatal que en los noventas fue reacondicionada para brindar mayor seguridad debido al aumento de delincuencia juvenil. Cárdenas caminó por el patio central como cualquier otro día con esa seguridad única que todos le notaban. Un par de suboficiales que alguna que otra gilada compartían, le hicieron la venia ni bien pasó al lado. Ni se molestó en contestar. Abrió la puerta de vidrio y siguió de largo por la sala en donde se tomaban las denuncias. Pasó por una puerta esmerilada, subió tres escalones y entró en una sala rectangular con dos filas de escritorios enfrentadas aprovechando la mayor parte del espacio por el lado más largo de la sala con ventanas mirando hacia el sur. El ala que daba al este de la sala estaba el despacho de Cabañas. Al lado de una de las ventanas se sentaba Acosta y por el pasillo al fondo que estaba al lado de la entrada quedaba el despacho de Berisso, el gran vigilante como le decían algunos.
El escritorio de Cárdenas quedaba en la fila frente a las ventanas, decía que le gustaba más porque le daba menos el sol. Allí, tenía una pila de papeles que le esperaban para ser revisados. Siempre se quejaba de que en las películas de policías nunca mostraban el interminable papeleo que les tocaba hacer durante su quehacer diario. Cabañas abrió la puerta y lo llamó desde ahí con amabilidad. Cárdenas acató sin decir ni hacer gesto alguno y enfiló para la oficina.
-Sentate un segundo –le dijo de pie tomando el teléfono de línea- Hola, sí, Cabañas. ¿Cómo venimos con eso? –la respuesta lo hizo desplomarse en la silla.
El cuarto era pequeño con baldosas blancas y puntos oscuros desordenados aleatoriamente iluminado por un tubo y medio fluorescente. La pared de atrás tenía un armario en donde Cabañas guardaba su saco, algunos expedientes y el whisky que se tomaba a las siete de la tarde antes de retirarse o durante las largas noches que le tocaba estar ahí. La pared que daba a la izquierda de la puerta tenía un cuadro de San Martín encolumnado entre dos vitrinas que guardaban viejas banderas de actos escolares. El escritorio tenía una pata rota que ante la imposibilidad de cambiarlo por la falta de presupuesto, (declarado), tenía una Constitución Nacional comentada y ortopédica. Entre Cárdenas y Cabañas había una montaña de expedientes cerrados y uno abierto que el jefe estudiaba con cuidado.
-Bueno, vos ofrecé hasta quinientos mil, después vemos. Algo vamos a tener que poner, bah, ellos, nosotros cobramos lo nuestro, como siempre. Listo, gracias –cortó- ¿Qué hacés acá, pibe?
-Me llamaste.
-Me refiero acá en la comisaría.
-Vuelvo a trabajar. No me aguantaba más estar en casa.
-Vos sabés que no te mandamos con licencia para que descansaras, nomás. Sino para que despejaras la mente.
-Sí, pero si me quedo es peor. No es un gran problema, en serio. Amanda y yo hacía mucho que no nos veíamos.
-Es jodido igual.
-Está todo bajo control, jefe.
-¿Seguro? Mirá que yo me doy cuenta cuando me estás macaneando, eh.
-Seguro. Me hace bien estar acá.
-Bueno, andá entonces, tenés un par de cosas que pasarle a Berisso así que vas a estar un buen rato acá adentro.
Cabañas frunció el ceño y comenzó a leer por encima un expediente que estaba abierto en frente suyo.
-¿Y el caso de la vieja en Azcuénaga?
-Se lo pasé a Aymar y ya avisé al juez –dijo sin levantar la mirada.
Cárdenas se quedó mudo pensando qué responder. Cuando creyó tener las palabras y el valor, Acosta lo interrumpió por detrás entrando sin golpear ni ser llamado.
-Santiago…
Calló al verlo a Cárdenas que se estaba levantando.
-Dejá, yo ya me iba.
-¿Qué hacés por acá, che?
-Vine a laburar, para eso me pagan. Después quiero hablar con vos, avísame cuando estés libre -dijo mientra salía dándoles la privacidad que nesitaban.
En su escritorio comenzó a llenar interminables formularios que, según él, le freían el cerebro. Una hora más tarde tomó el teléfono y llamó a la oficina de Berisso, de la que lo separaban apenas veinticinco pasos pero no hubo respuesta. Volvió a intentar pero nadie atendió. Se levantó y fue para allá esperando tener noticias sobre el caso de Amanda. Pasó por el pasillo formado entre los escritorios. Su caminata se interrumpió frente a la puerta que abrió Alberto Dutari, un tipo que no hacía justicia a las raíces de su apellido con su metro noventa y melena pelirroja.
-A vos te andaba buscando. Me dijeron que volviste pero no estaba seguro de mis fuentes.
-¿Desconfiando de los colegas, Alberto?
-¿Por qué no? Acá no te podés fiar ni de vos mismo. Escuchame, venite conmigo a Libertador y Tagle que tengo que atender unas cosas y me venís al pelo.
-¿Libertador y Tagle?
Esa era la dirección del estadio de Midfields.
-Sí, dale, venite que vos conocés a la gente ahí y me la vas a hacer más fácil.
Esto suspendía sus planes con Berisso, pero no podía ni debía levantar revuelo.
-Está bien, pero hay que avisarle a Cabañas.
-Después le aviso, dale vamos.
Ambos salieron del salón y pasaron de nuevo por la sala de recepción donde se toman las denuncias. Sentado en un rincón estaba un hombre desalineado con ojeras que le llegaban hasta las comisuras. Completamente inmóvil, su mirada estaba perdida en las baldozas. A la pasada, Cárdenas lo vio y se conmovió con el dolor que esa presencia emanaba. Cuando subieron al móvil le preguntó a Dutari.
-Che, ¿Quién era ese flaco en la sala?
-¿Quién?
-El que estaba en un rincón, medio muerto.
-Ah, ese. Hace como tres o cuatro días que viene todas las tardes a preguntar por su mujer. Desapareció y no se sabe dónde está.
-Se fue con otro.
-Andá a saber.
Dutari puso el auto en marcha y salieron disparados con la sirena hacia el destino.
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